La boda se celebró en junio, y los minuciosos preparativos valieron la pena. La ceremonia, preciosa, se celebró en la iglesia de Santo Tomás, en la Quinta Avenida, y el banquete se ofreció en el Saint Regis. Asistieron cuatrocientos invitados que se deleitaron con una música maravillosa y una comida que resultó exquisita, y las catorce damas de honor estaban encantadoras con sus vestidos de organdí, de un delicado color melocotón. Sarah llevaba un primoroso vestido de encaje blanco, con una cola de seis metros, y un velo de encaje del mismo color, que había pertenecido a su bisabuela. Estaba realmente arrebatadora. El sol brilló radiante todo el día, y Freddie no podía estar más atractivo. Fue, en todos los sentidos, una boda perfecta.
La luna de miel fue también casi perfecta. A Freddie le habían prestado una casa y un yate en el cabo Cod, y fue allí donde pasaron las primeras cuatro semanas de su matrimonio, completamente solos. Al principio Sarah se mostró un tanto tímida, pero Freddie era amable y atento, y era un placer estar con él. Mantenía a todas horas la compostura, algo inusual en él. Ella descubrió que su marido era un magnífico navegante. Por encima de todo, se sentía feliz al comprobar que ya no bebía como antes, algo que le había venido preocupando desde antes de la boda. Tal y como él le dijo, tan sólo se trataba de momentos de diversión.
La luna de miel fue tan maravillosa que sintieron pesadumbre al tener que volver a Nueva York en julio, pero la gente que les había prestado la casa estaban a punto de regresar de Europa. Sabían que su deber era empezar a organizarse e irse a vivir a su casa, un apartamento que habían encontrado en Nueva York, en la parte residencial de la zona este. De todas maneras, pasarían el verano en Southampton con sus padres, hasta que las reformas en la decoración y otros detalles quedaran listos.
Una vez llegaron a Nueva York, después del día del Trabajo, Freddie no encontraba el momento de ponerse a trabajar. A decir verdad, estaba demasiado ocupado para hacer nada que no fuera ver a los amigos. Y parecía que la bebida volvía a ser una de sus aficiones preferidas. Sarah ya se lo había notado durante el verano, cada noche que él volvía de la ciudad. Y ahora que ya se habían mudado al apartamento, era imposible no darse cuenta. Aparecía borracho cada tarde, tras pasar el día con los amigos. A veces, ni se dignaba aparecer por casa hasta bien entrada la medianoche. En alguna ocasión Freddie la llevó a bailar o a alguna fiesta; él era siempre el centro de atención, el mejor amigo de todo el mundo, porque todos sabían que estar con Freddie van Deering era sinónimo de pasárselo en grande. Todos menos Sarah, que empezó a sentirse desesperadamente infeliz mucho antes de Navidad. Nunca más volvió a mencionar la posibilidad de trabajar, y siempre que Sarah intentaba abordar el tema no recibía de él más que desaires, por mucho tacto que empleara al hacerlo. No quería saber nada que no fuera beber o divertirse.
Al llegar enero, a Jane le extrañó el pálido aspecto de su hermana, y la invitó una tarde a tomar el té para averiguar qué le sucedía.
– Estoy bien -dijo.
Quiso restar importancia a las muestras de preocupación de su hermana pero, una vez servido el té, su cara palideció aún más y no pudo terminar de bebérselo.
– Cariño, ¿qué sucede? ¡Dímelo, te lo ruego! ¡Debes hacerlo!
Jane sabía desde antes de Navidad que algo no iba bien. Sarah nunca estuvo tan reservada como en la cena de Nochebuena en casa de sus padres. Freddie los cautivó a todos en el brindis con aquellos versos dedicados a toda la familia, incluyendo a los criados, que trabajaban en aquella casa desde hacía años, y a Júpiter, el fiel perro de los Thompson, que se mordía la cola mientras los demás aplaudían encantados con el poema. Nadie pareció darse cuenta de que llevaba ya algunas copas más de la cuenta.
– En serio, estoy bien -insistió Sarah.
Y entonces rompió a llorar, refugiándose entre los brazos de su hermana y, entre sollozos, admitió que las cosas no funcionaban bien. Era desgraciada. Freddie nunca estaba en casa, siempre estaba fuera, en compañía de sus amigos. Sin embargo, no comentó su temor de que algunas de aquellas amistades pudieran ser mujeres. Había intentado por todos los medios atraer la atención de su marido para pasar más tiempo juntos, pero él no parecía tener el más mínimo interés. Bebía más que nunca. Se tomaba la primera copa antes del mediodía, incluso a veces nada más levantarse por la mañana, y continuaba insistiendo en que no había motivo de preocupación. La llamaba «su pequeña niña remilgada», y le divertía mostrarse indiferente cuando mostraba inquietud por él. Para colmo de desgracias, acababa de recibir la noticia de que estaba embarazada.
– ¡Pero eso es maravilloso! -exclamó Jane, con satisfacción-. ¡Yo también! -añadió, y a Sarah se le escapó una sonrisa entre las lágrimas, al verse incapaz de explicar a su hermana mayor lo desdichada que se sentía.
Jane llevaba una vida distinta por completo. Su marido era un hombre serio y respetable, feliz de estar casado con una mujer como la suya, mientras que, probablemente, no fuera ése el caso de Freddie van Deering, un hombre encantador, divertido e ingenioso, pero con una manera de ser incapaz de entender el significado de la responsabilidad. Y Sarah empezaba a sospechar que no la tendría nunca. Todo continuaría como hasta entonces. Hasta su padre compartía esa creencia, pero Jane seguía convencida de que todo acabaría por salir bien, especialmente cuando hubiera nacido la criatura. Ambas se dieron cuenta de que sus respectivos embarazos se habían producido exactamente al mismo tiempo (de hecho, era sólo cuestión de días), y esa pequeña coincidencia alegró a Sarah durante unos instantes, antes de volver a su solitario apartamento.
Como era de esperar, Freddie no estaba en casa. No regresó en toda la noche, sino al día siguiente, al mediodía, y le dijo que estaba arrepentido, que la noche anterior había estado jugando al bridge hasta las cuatro de la madrugada, pero que luego no había querido volver a casa por miedo a despertarla.
– ¿Eso es todo cuanto puedes decirme? -inquirió Sarah con vehemencia.
Por primera vez, ella le volvió la espalda, enojada, y él se quedó pasmado ante el tono de sus palabras. Su esposa siempre había tenido un comportamiento muy comedido, pero esta vez parecía estar enfadada de verdad.
– ¿Qué quieres decir con eso? -se extrañó él.
Fue incapaz de decir nada más, y se quedó allí, con la boca abierta, como un pequeño Tom Sawyer, con aquellos ojos tan azules e inocentes abiertos como platos, y su pelo castaño.
– ¿Y tú me lo preguntas? ¿Qué haces tú cada noche fuera de casa hasta las dos de la madrugada? -le espetó con rabia, dolor y decepción.
Él sonrió como un crío, convencido de que podría seguir engañándola durante toda la vida.
– A veces te pones a tomar unas copas y no te das cuenta de la hora. Eso es todo. Y me parece mejor quedarme donde esté que no volver a casa si tú ya estás durmiendo. Ya sabes que no quiero molestarte, Sarah.