Durante aquellas cortas semanas habían llegado a sentirse muy cerca el uno del otro, lo que no dejaba de extrañar a ambos. William seguía tratando de sobreponerse. Jamás había conocido y amado a nadie como ella.
– Ya encontrarás alguna otra cosa que hacer -dijo ella sonriéndole valerosamente-. Quizás encuentres un puesto de trabajo como guía del Museo Británico o de la Torre de Londres.
– ¡Qué buena idea! -exclamó, siguiéndole la broma. Luego, le pasó un brazo por el hombro y la atrajo hacia sí-. Te voy a echar mucho de menos durante las tres próximas semanas. Es una pena que luego pases tan poco tiempo en Londres, apenas una semana.
Ese pensamiento le entristeció. Sarah asintió en silencio. En ese momento deseó haberlo conocido muchos años antes, haber nacido en Inglaterra y que nunca hubiera existido Freddie en su vida. Pero desear las cosas no cambiaba nada y ahora tenía que hacerse a la idea de la partida. Le parecía duro y difícil imaginar que no lo volvería a ver al día siguiente, dejar de reír y de bromear, no ir en su compañía a nuevos lugares, no reunirse con sus amigos, volver a contemplar otra vez las joyas de la Corona en la Torre de Londres, o visitar a su madre en Whitfield, o sencillamente sentarse en algún lugar tranquilo y hablar con él.
– Quizá vengas algún día a Nueva York -dijo esperanzada, aun sabiendo que no era probable o que, si lo hacía, su visita sería demasiado corta.
– ¡Podría ir! -exclamó dejando entrever un breve rayo de esperanza-. Siempre y cuando no nos metamos en problemas en Europa. El «líder supremo» alemán podría dificultar mucho los viajes transatlánticos. Nunca se sabe. -Estaba convencido de que habría una guerra, y Edward Thompson se mostraba de acuerdo con ese punto de vista-. Quizá debiera emprender ese viaje antes de que suceda nada.
Pero Sarah sabía que ver a William en Nueva York no era más que un sueño distante que, con toda seguridad, jamás llegaría a realizarse. Había llegado el momento de las despedidas, y lo sabía. Aunque volviera a verle una vez que regresara de Italia, para entonces las cosas ya serían diferentes entre ellos. Tenían que distanciarse ahora el uno del otro y reanudar sus vidas.
Bailaron un último tango y lo hicieron a la perfección, pero ni siquiera eso logró hacer sonreír a Sarah. Y luego bailaron una última pieza, mejilla contra mejilla, cada uno de ellos perdido en sus propios pensamientos. Al regresar a la mesa, se besaron durante largo rato.
– Te amo, cariño. No puedo soportar tu partida. -Durante aquel par de semanas, los dos se habían comportado muy correctamente, y en ningún momento se habían planteado hacer nada diferente a lo que habían hecho-. ¿Qué voy a hacer sin ti durante el resto de mi existencia?
– Sé feliz, disfruta de una buena vida, cásate, procura tener diez hijos… -Lo decía medio en broma, medio en serio-. ¿Me escribirás? -preguntó con cierta ansiedad.
– A cada hora, te lo prometo. Quizás a tus padres no les guste Italia y decidan irse antes de lo previsto -dijo esperanzado.
– Lo dudo mucho.
En el fondo, él también lo dudaba.
– Ya sabes, a juzgar por lo que me dice todo el mundo, Mussolini es casi tan malo como Hitler.
– No creo que nos esté esperando -replicó ella con una sonrisa-. En realidad, ni siquiera estoy segura de que podamos verle mientras estemos allí.
Volvía a burlarse, pero la verdad era que no sabía qué más podía decirle a William. Todo lo que tenían que decirse el uno al otro les resultaba demasiado doloroso.
Regresaron al hotel en silencio. Esta noche conducía él. No quería que la presencia del chófer perturbara los últimos momentos que pasaría con Sarah. Permanecieron sentados en el coche durante largo rato, hablando tranquilamente sobre lo que habían hecho, a dónde les habría gustado ir, qué otra cosa podrían haber hecho y lo que harían una vez que ella regresara a Londres, antes de su partida definitiva.
– Estaré contigo todo el tiempo hasta que te vayas, te lo prometo.
Ella le sonrió, mirándole. Era tan aristocrático, tan elegante. El duque de Whitfield. Quizás algún día le contaría a sus nietos cómo se había enamorado de él hacía muchos años. Pero sabía, mejor que nunca, que ella no podía ser la causa de que él perdiera su derecho en la línea de sucesión al trono.
– Te escribiré desde Italia -le prometió sin saber muy bien lo que decía.
Tendría que limitarse a comentarle lo que harían durante el viaje. No podía permitirse contarle todo lo que sentía. Había tomado la firme resolución de no animarle a cometer una locura.
– Si consigo la comunicación, te llamaré por teléfono. -Y entonces la tomó entre sus brazos-. Cariño mío…, si supieras cómo te amo.
Sarah cerró los ojos y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas, mientras se besaban.
– Yo también te amo -dijo y sus labios se apartaron durante un breve instante. Observó que también había lágrimas en los ojos de William y le acarició la mejilla suavemente, con las yemas de los dedos-. Tenemos que sobrellevarlo bien, y lo sabes. No tenemos otra alternativa. Tú tienes responsabilidades que cumplir, William. Y no puedes ignorarlas.
– Claro que puedo -replicó él con suavidad-. ¿Y si tuviéramos una alternativa?
Ésa fue la ocasión en la que estuvo más cerca de prometerle un futuro.
– No, no la tenemos -insistió ella poniéndole un dedo sobre los labios y besándole después-. No lo hagas, William. No te lo permitiré.
– ¿Por qué no?
– Porque te amo -contestó con firmeza.
– Entonces ¿por qué no permites lo que ambos deseamos y nos dedicamos a hablar de una vez sobre nuestro futuro?
– No puede haber ningún futuro para nosotros, William -contestó ella con tristeza.
Más tarde la ayudó a descender del coche, y ambos cruzaron el vestíbulo con lentitud, cogidos de la mano. Ella se había puesto nuevamente el vestido de satén blanco y tenía un aspecto extraordinariamente encantador. Los ojos de William parecían traspasarla, como si absorbiera cada uno de sus detalles para no olvidarlos nunca una vez que se hubiera marchado.
– Te veré pronto -dijo él volviendo a besarla, incluso ante la vista de los empleados de la recepción-. No olvides lo mucho que te amo -añadió con suavidad.
La besó una vez más y ella le dijo que también le amaba. Experimentó una fuerte sensación de angustia al entrar en el ascensor, sin su compañía. Luego, las puertas se cerraron pesadamente y, mientras subía, tuvo la clara sensación de que el corazón se le desgarraba dentro del pecho.
William permaneció de pie en el vestíbulo, observando las puertas cerradas del ascensor durante largo rato. Luego, giró sobre sí mismo y se encaminó hacia el Daimler, que había aparcado ante la puerta del hotel. En su rostro había una expresión de infelicidad, pero también de determinación. Ella se mostraba tenaz en sus opiniones, convencida de que hacía lo más correcto para él, pero William Whitfield era mucho más tenaz.
8
El viaje hasta Roma en tren le pareció a Sarah absolutamente interminable. Permaneció en silencio la mayor parte del tiempo, con aspecto pálido, y sus padres hablaron entre sí en tonos apagados, pero raras veces se dirigieron a ella. Ambos sabían lo desgraciada que se sentía y lo poco interesada que estaba en mantener cualquier tipo de conversación. William la había llamado por teléfono, justo poco antes de salir para la estación Victoria. La conversación había sido breve, pero cuando recogió el bolso para salir de la habitación todavía tenía lágrimas en los ojos. Sabía que esto era el principio de su separación definitiva, sin que importara lo mucho que se amaban. Sabía mejor que nadie lo irremediable de la situación, y lo estúpida que había sido al permitirse enamorarse de William. Ahora tendría que pagar el precio, sufrir durante un tiempo, hasta obligarse a olvidarlo. Ni siquiera estaba segura de la conveniencia de verlo cuando regresaran a Londres, antes de emprender el viaje en barco. Verse otra vez tal vez sería demasiado doloroso para ambos.