Peter trataba de ser benévolo con Sarah, con todo y que solía decirle a su mujer que Freddie era un verdadero malnacido. Sin embargo, no quiso decirle a su cuñada lo que pensaba. Prefirió ofrecerle todo su apoyo.
Pero tampoco eso logró animarla mucho. El comportamiento de Freddie y su afición a la bebida no hicieron sino empeorar. Sarah necesitaba toda la ayuda que le prestaba Jane para soportarlo. Un día, se la llevó de compras. Al llegar a Bonwit Teller, en la Quinta Avenida, Sarah palideció de repente, dió un traspiés, y cayó sobre los brazos de su hermana.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Jane, asustada.
– Nada…, estoy bien. No sé qué me ha ocurrido.
Había sentido un dolor terrible, pero ya se le había pasado.
– ¿Qué tal si nos sentamos?
Jane se apresuró a pedir a alguien una silla y un vaso de agua, en el momento en que Sarah le apretó de nuevo la mano. Unas gotas de sudor descendían por la frente, y su cara adquirió un color verde grisáceo.
– Lo siento mucho, Jane, no me encuentro nada bien…
Apenas hubo dicho esto, se desmayó. La ambulancia se presentó en seguida, y se la llevaron con presteza en una camilla. Jane pidió que le dejaran llamar a su marido, y a su madre, que poco después acudieron al hospital. Peter se mostró preocupado, sobre todo por Jane, a quien abrazó estrechamente, intentando consolarla, mientras la madre entraba a ver a Sarah. La visitó durante largo rato y, al salir, se quedó mirando a su hija mayor sin poder contener las lágrimas.
– ¿Cómo está? ¿Se encuentra bien? -preguntó Jane, nerviosa.
Su madre, demostrando serenidad, asintió con la cabeza y se sentó. Siempre había sido una madre excelente para las dos. Era una persona tranquila, modesta, con buen gusto, convicciones firmes y unos valores morales que ambas hijas compartían, aunque las juiciosas lecciones que les había inculcado no le servían a Sarah de gran ayuda con Freddie.
– Se pondrá bien -dijo Victoria Thompson, a la vez que tendía sus manos a Peter y a Jane y éstos se las apretaron con fuerza-. Ha perdido el niño…, pero todavía es muy joven.
Victoria Thompson también perdió un hijo, antes de traer al mundo a Jane y a Sarah, pero nunca había compartido con sus hijas ese doloroso pesar. Ahora se lo acababa de confesar a Sarah, en un intento de reconfortarla.
– Algún día podrá tener otro -añadió con un tono de tristeza.
Lo que a decir verdad le preocupaba era lo que Sarah le había contado de su matrimonio con Freddie. A lágrima viva, su hija insistió en que la culpa era sólo suya. Le contó que la noche anterior tuvo que cambiar un mueble de sitio, pues Freddie nunca estaba en casa para ayudar. Y después, le explicó toda la historia: el poco tiempo que pasaban juntos, cómo bebía, lo desdichada que se sentía con él y todo lo referente al drama de su embarazo.
Transcurrirían varias horas antes de que los médicos les permitieran visitarla de nuevo, así que Peter regresó a la oficina, e hizo prometer a Jane volver al mediodía a casa para poder descansar y recuperarse de la inquietud que experimentaba. Después de todo, ella también esperaba un hijo, y con una desgracia ya era bastante.
Intentaron encontrar a Freddie, pero había salido, como de costumbre, y nadie sabía dónde estaba ni a qué hora volvería. A la criada también le había afectado mucho el accidente de la señora Van Deering, y prometió dar cuenta de lo sucedido al señor para que llamara al hospital o se presentara a la mayor brevedad, algo que, como ya sabían todos, era bastante improbable.
Cuando pudieron visitarla otra vez, Sarah seguía sollozando.
– Toda la culpa es mía… -se lamentaba sin cesar-. No lo deseaba lo suficiente… Me sentía desconsolada porque Freddie se disgustó al saberlo, y ahora…
Al ver que no reaccionaba, la madre la tomó entre sus brazos. Las tres mujeres no hacían más que llorar, y finalmente tuvieron que calmar a Sarah con un sedante. Como debía permanecer ingresada durante algunos días, Victoria avisó a las enfermeras que esa noche se quedaría con su hija. Tras enviar a casa a Jane en un taxi, habló largo rato por teléfono con su marido, desde el vestíbulo.
Cuando Freddie regresó a casa, le sorprendió encontrar a su suegro, que le esperaba en la sala de estar. Por fortuna, había bebido menos de lo habitual, por lo que estaba sobrio, algo sorprendente si tenemos en cuenta que ya pasaba de medianoche. La velada estaba siendo de lo más aburrida, por lo que decidió volver pronto a casa.
– ¡Cielo Santo! ¿Qué…, qué hace usted aquí?
Sintió un gran sofoco, y le lanzó una de sus generosas e infantiles sonrisas. Entonces se dio cuenta de que debía de haber ocurrido algo muy grave para que Edward Thompson le estuviera esperando en su apartamento a aquellas horas.
– ¿Sarah está bien?
– No, no lo está. -Apartó la mirada por un momento y después la volvió a fijar en Freddie. No había otra forma de decirlo-. Sarah… ha perdido el niño esta mañana; ahora se encuentra en el hospital Lenox Hill. Su madre está con ella.
– ¿Que lo ha perdido? -preguntó sorprendido. Por un momento experimentó una sensación de alivio, pero esperaba estar lo bastante sobrio como para poder disimular-. Siento oírte decir eso. -Hablaba como si no se tratara de su mujer y su hijo-. ¿Cómo está ella?
– Creo que podrá tener más hijos. Lo que aparentemente no va tan bien, sin embargo, es eso que me ha contado mi esposa de que la relación entre vosotros dos podría calificarse de algo menos que idílica. No suelo interferir en la vida privada de mis hijas, pero en estas circunstancias tan anómalas, con Sarah tan…, tan… enferma, me parece el momento más oportuno para discutir el tema. Me ha dicho mi esposa que Sarah ha tenido ataques de histeria durante toda la tarde, y me ha parecido bastante extraño que desde esta mañana temprano nadie haya podido localizarte. No creo que ésta sea vida para mi hija, ni para ti tampoco. ¿Hay algo ahora que debamos saber, o te ves capaz de continuar tu matrimonio con mi hija con el mismo ánimo con que lo iniciaste?
– Yo…, desde luego…, ¿le apetece tomar algo, señor Thompson?
Se dirigió con premura al lugar donde guardaban los licores y se sirvió una copa larga de whisky, con apenas un chorrito de agua.
– Me parece que no.
Edward Thompson se sentó expectante, mientras observaba a su yerno con desagrado. Freddie sabía que aquel hombre seguramente no encontraría satisfactorias ninguna de las respuestas que se le iban pasando por la cabeza.
– ¿Hay algún problema que te impida comportarte como un marido de verdad?
– Bueno…, señor…, el caso es que lo del niño fue un tanto inesperado.
– Lo comprendo, Frederick. Por lo común todos lo son. Pero ¿ha habido algún malentendido entre mi hija y tú que yo deba saber?
– En absoluto. Ella es maravillosa. Yo…, lo único que necesito es un poco de tiempo para hacerme a la idea del matrimonio.
– Y a la de trabajar, espero.
Lo miró con fijeza. Freddie ya esperaba que sacara a relucir ese tema.
– Sí, sí…, claro. Pensaba ocuparme de eso una vez naciera el niño.
– Pues ahora es el momento, ¿no crees?
– Por supuesto, señor.
Edward Thompson permaneció impasible. Mientras contemplaba el semblante descompuesto de su yerno proyectaba una amedrantadora sensación de respeto.