– ¿Qué pasa… cariño? -le preguntó Freddie desde el otro lado de las mesas-. ¿No quieres conocer a mi bomboncito? -La visión del semblante descompuesto de su mujer le produjo risa. En ese momento, Victoria Thompson cruzó el césped en busca de su hijo menor, que se había quedado helado, paralizado por la impresión, como fuera de sí-. Sheila -continuó gritando-, ésta es mi mujer…, y ésos son sus padres -dijo, con un ceremonioso ademán.
Era el centro de todas las miradas. En ese momento, entre el señor Thompson y dos camareros se llevaron por la fuerza a Freddie y a su amiga, mientras un ejército de camareros expulsaba al resto de los compinches.
Freddie reaccionó con un poco de violencia cuando su suegro lo condujo hasta un pequeño cobertizo de la playa que utilizaban como vestuario.
– ¿Qué pasa, señor Thompson? ¿Acaso no es mi fiesta?
– No, a decir verdad, no lo es. Nunca lo debería haber sido. Te debimos echar de la familia hace meses. Pero te aseguro, Frederick, que me voy a ocupar de eso en seguida. Por lo pronto, ya te estás marchando de aquí. Enviaremos tus cosas la semana que viene, y tendrás noticias de mis abogados el lunes a primera hora. No volverás a torturar a mi hija. Y por favor, no vuelvas por el apartamento. ¿Ha quedado claro?
La voz de Edward Thompson retumbó en el pequeño cobertizo, pero Freddie estaba demasiado borracho como para asustarse.
– Me…, me parece que papá Thompson se ha disgustado un poquitín. No me dirá usted que de tanto en tanto no se ve con alguna jovencita. Vamos, señor… Estoy dispuesto a prestarle ésta.
Abrió la puerta, y ambos vieron que la chica permanecía fuera, esperando a Freddie.
Edward Thompson cogió a Freddie por las solapas con tanta rabia que casi lo tiró al suelo.
– ¡Si te vuelvo a ver, asquerosa rata inmunda, te mato! ¡Ahora lárgate de aquí, y mantente alejado de Sarah! -gritó frenético.
La mujer se estremeció al verlos forcejear.
– Está bien, ya me voy.
Sin poder disimular su embriaguez, Freddie le ofreció el brazo a la prostituta y, cinco minutos más tarde, tanto él como sus amigos desaparecieron de la fiesta. Sarah había subido llorando a su habitación en compañía de su hermana Jane, a quien insistía que era mejor así, que todo había sido una pesadilla desde el principio, que quizá la culpa era suya por haber perdido el niño, porque a lo mejor eso lo habría cambiado todo. Algunas de las cosas que decía tenían sentido y otras no, pero era evidente que le surgían de lo más profundo de su alma. Mientras seguía refugiada en el regazo de su hermana mayor, su madre subió un momento para ver cómo se encontraba, pero tuvo que bajar de nuevo para atender a los invitados, aunque se sintió aliviada al comprobar que Jane se hacía cargo de ella. La fiesta había resultado un estrepitoso fracaso.
La velada se le hizo eterna a todo el mundo, a pesar de que los invitados supieron disimular en todo momento. Cenaron tan rápido como les fue posible; bailaron por educación unas cuantas piezas; todos fueron muy considerados al olvidar lo sucedido, y se marcharon temprano. A las diez ya no quedaba nadie y Sarah seguía llorando en su habitación.
La mañana siguiente fue un tanto tensa en casa de los Thompson. Toda la familia se reunió en el salón, donde Edward Thompson explicó con entereza a su hija lo que le había dicho a Freddie la noche anterior.
– La decisión es tuya, Sarah -le dijo con evidente frustración-, pero quisiera que te divorciaras de él.
– Padre, no puedo…, sería terrible para toda la familia.
Los miró a todos, temerosa de la desdicha y la vergüenza que les acarrearía.
– Si vuelves con él será mucho peor para ti. Ahora me doy perfecta cuenta de todo lo que has pasado. -Mientras exponía esto, casi se alegró al pensar que ella había perdido el niño. La miró con tristeza-. Sarah, ¿tú le amas?
Titubeó un momento, bajó la mirada hacia las manos, que mantenía firmemente apoyadas en las rodillas y musitó:
– Ni siquiera sé por qué me casé con él. -Levantó la mirada de nuevo -. Entonces creía que lo amaba, pero ni siquiera lo conocía.
– Cometiste un tremendo error. Te dejaste engañar, Sarah. Puede ocurrirle a cualquiera. Ahora tenemos que solucionar el problema por ti. Deja que yo me encargue de todo.
Todos coincidieron en que eso era lo mejor para ella.
– ¿Y qué vas a hacer?
Se sentía perdida, como una niña, pensando en que los invitados habían visto a Freddie burlarse cruelmente de ella la noche anterior. Era más que una mera imagen. Era una tortura…, traer mujerzuelas a casa de sus padres. Se había pasado la noche llorando, horrorizada por lo que diría la gente, por la terrible humillación que eso supondría para sus padres.
– Quiero que lo dejes todo en mis manos. -Entonces pensó en otra cosa-. ¿Te quieres quedar con el apartamento de Nueva York?
Miró a su padre e hizo un gesto negativo con la cabeza.
– No quiero nada. Sólo quiero volver contigo y con mamá.
Dejó escapar algunas lágrimas, y su madre le pasó el brazo por el hombro para reconfortarla.
– Bien, así será -dijo el padre algo emocionado, mientras la madre le secaba las lágrimas.
Peter y Jane se apretaron fuertemente las manos. El drama les había afectado a todos, pero ahora se sentían mejor por Sarah.
– ¿Y qué pasará contigo y con mamá? -preguntó, mirando a sus padres con tristeza.
– ¿Con nosotros?
– ¿No os avergonzaréis de mí si me divorcio? Me siento como si fuera esa Simpson. Todo el mundo hablará de mí, y también de vosotros.
Sarah rompió a llorar y hundió la cara entre sus manos. Era muy joven todavía, y los acontecimientos de los últimos meses aún la tenían abrumada. Su madre se apresuró a darle el calor de su pecho e intentó consolarla.
– ¿Qué va a decir la gente, Sarah? ¿Que era un marido terrible? ¿Que fuiste muy desdichada? ¿Qué has hecho de malo? Nada en absoluto. Tienes que aceptarlo. No has hecho nada malo. Es Frederick el que debería avergonzarse, no tú.
Una vez más, el resto de la familia asintió como muestra de apoyo.
– Pero la gente se horrorizará. Nunca se había divorciado nadie en esta familia.
– ¿Y qué? Prefiero que vivas segura y feliz, que tu vida no se convierta en una pesadilla, al lado de Freddie van Deering.
Victoria se sintió culpable; le resultaba doloroso no haberse dado cuenta de lo mal que lo había pasado su hija. Solamente Jane pudo sospechar la angustia que asolaba a su hermana, y nadie la había escuchado. Creían que el aborto era la causa de todo su infortunio.
Sarah aún continuaba afligida cuando Peter y Jane regresaron a Nueva York aquella misma tarde, así como a la mañana siguiente, cuando su padre se marchó para entrevistarse con los abogados. Su madre decidió quedarse con ella en Southampton, porque Sarah se había mostrado inflexible en su determinación de no volver a Nueva York por el momento. Deseaba ocultarse allí para siempre y, por encima de todo, no quería ver a Freddie. Convino con su padre en que debía divorciarse, pero le entraba el pánico al pensar en lo que se le avecinaba. Alguna vez había leído algo referente a divorcios en los periódicos, y tenía la impresión de que siempre eran complicados, sumamente embarazosos y desagradables. Ya daba por sentado que Freddie estaría furioso con ella. Por eso se quedó helada cuando él la llamó el lunes a media tarde, después de haber hablado con los abogados de su padre.
– No pasa nada, Sarah. Creo que es lo mejor para los dos. No estábamos aún preparados.
¿Estábamos? No podía dar crédito a sus oídos. Él ni siquiera se sentía culpable, es más, parecía feliz de haberse librado de ella y de todas las responsabilidades que nunca se había molestado en aceptar, como la de su hijo.