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JUAN DEL DIABLO - Caridad Bravo Adams

Tercera Parte de Corazón Salvaje

JUAN DEL DIABLO

Caridad Bravo Adams

1

"CON LA FORMAL promesa de tomar los hábitos, profesando en el Convento de las Siervas del Verbo Encarnado, tan pronto sea otorgada la nulidad del lazo matrimonial" —ha leído Renato. Y con extrañeza, pregunta a su madre—: Pero, ¿qué es esto? ¿Quieres explicarme, madre?

—Se explica por sí mismo, Renato. Sólo he querido darte cuenta para que te tranquilizaras. Mónica ha encontrado, por este medio, la solución de sus problemas. Esta es la copia de su súplica al Santo Padre, y ya dejamos, por petición suya, el original debidamente firmado, en manos de la autoridad eclesiástica que se encargará de remitirlo al Vaticano.

Desesperado, trémulo, a punto de estallar, estruja Renato en su mano crispada la copia de aquel documento que su madre acaba de darle a leer, como aplicando un remedio heroico a su alma enferma. Están en la amplia y destartalada biblioteca donde Renato se ha encerrado a solas durante todo el día. Sobre la mesa más cercana están los restos de una botella de coñac que bebiera a solas, sorbo a sorbo, luchando por romper el círculo de angustia que le rodea, cerrándose más y más a cada instante. Ahora, este golpe es el último; él mismo se sorprende al comprobar hasta qué punto le hiere, le descorazona, le enferma. Pero su dolor se cambia repentinamente en violenta cólera, al exclamar:

—La idea fue de Aimée, ¿verdad?

—Que yo sepa, la idea fue de la propia Mónica.

—¡No, no puedo creerlo! Ella había renunciado definitivamente a la idea de ser religiosa. Estoy seguro que no lo hizo por sí misma. Alguien se encargó de hacerla... una vez más, víctima expiatoria de pecados que no ha cometido, y sé perfectamente de dónde viene todo esto, sé quién lo ha hecho y quién puede atajarlo...

—¿Dónde vas Renato?

—¿Dónde he de ir, sino a hablar con ella?

En ese mismo instante, una sombra furtiva cruza el gran patio posterior, ocultándose entre los árboles. Llega hasta la disimulada puertecilla, hace girar la llave y sonríe al divisar muy cerca la gallarda figura que vivamente se acerca a ella, haciéndole ademán de callar:

—¡Ni una palabra! Hay gente cerca. No quiero caer en los chismes de los criados.

Lo ha tomado de la mano, arrastrándolo por la desierta calle, y cuando ya los muros de la vieja mansión están lejanos, se levanta el encaje negro de un antifaz y sonríen más prometedores que nunca sus frescos labios:

—Usted no va a olvidar jamás su última noche en la Martinica, teniente Britton. Voy a encargarme de hacerla inolvidable...

—¡Creo vivir un sueño, poseer un imposible! Usted... Usted... Pero, ¿qué hice yo para lograr...?

—A veces no es preciso hacer nada. La suerte viene sola... Digo, en el caso de que considere usted una suerte compartir conmigo las últimas horas que le quedan en tierra martinicana...

—No encuentro palabras con qué expresarle mi gratitud. Mi emoción y mi sorpresa han sido tan grandes, que temo parecerle a usted ridículo. No acierto ni siquiera a hablarle, pero si pudiera ver mi corazón...

—Trataré de imaginármelo —bromea Aimée—. ¿No le parece que debemos de tratar de conseguir un coche, aunque sea de alquiler? No quisiera quedarme por más tiempo en este odioso barrio.

—Traje un coche conmigo, que está esperándome en la otra calle. No me atreví a hacerle llegar hasta aquí por temor a ser imprudente, a que alguien...

—Hizo perfectamente. Menos mal que se le ocurrió algo con sentido común...

—No se ría de mí... ¿Acaso es risible decirle que la amo?

—Es prematuro... y probablemente inexacto —coquetea Aimée—. El amor no consiste sólo en palabras...

—Le probaré el mío con el sacrificio que quiera imponerme. Ninguno me parece demasiado grande con tal de que usted mida y pese lo que me llena el alma... Ya no me pertenezco, Aimée. Soy suyo... suyo en cuerpo y alma... ¡La quiero... la quiero...!

La ha estrechado contra sí, ha hallado, sin buscarlos, los labios a la vez frescos y ardientes, húmedos y sensuales, y ha sentido que, bajo el fuego de aquel beso, todo se borra a su alrededor...

—¡Caramba! —exclama Aimée satisfecha—. Besas como un maestro, no como un novato. Menos mal... Empecé a temer que fueras de los que hablan demasiado...

—¡Ana... Ana...! ¡Aimée! ¡Aimée!

Con gesto y ademán de ira mal contenida, Renato ha cruzado la antecámara que precede a la alcoba de Aimée y sacude con rabia la recia puerta cerrada con llave. Una oleada de cólera empurpura sus pálidas mejillas cuando al fin asoma entre los cortinajes, ceniciento de espanto, el rostro de la doncella nativa, que balbucea:

—Mi... amo... mi amo...

—¿Dónde está tu señora?

—¿Dónde va a estar, señor? —miente Ana muerta de miedo—. Ahí... ahí dentro del cuarto...

—¡Mientes! —se enfurece Renato. Y sacudiendo la puerta con fuerza llama—: ¡Aimée! ¡Aimée! ¡Soy yo! ¡Ábreme en el acto!

—La señora dijo que no quería saber nada de usted, que no la molestaran para nada, que iba a cerrar su puerta con doble llave, y ahí está... Y me mandó decirle a usted que no iba a abrirle la puerta, pasara lo que pasara...

Con violento esfuerzo, Renato D'Autremont ha reaccionado. Entre las nieblas de su mente, entre la llamarada de su cólera, asoma la razón de aquellas palabras y el recuerdo de su última escena con Aimée en la biblioteca. Ha bebido durante toda la tarde, pero no está ebrio. Más fuerte que el alcohol es aquel fermento de pasiones que hierve en sus entrañas: odio, rencor, amor, anhelo desesperado por aquella mujer de la que todos le apartan, y una cólera violenta hacia la mujer a quien dio su nombre... cólera que se refrena bajo el impacto de algo parecido a remordimiento...

—La señora estaba muy brava y por eso dijo que no le iba a contestar a nadie... Ya sabe usted cómo es...

—Sí, ya sé cómo es. Demasiado sé cómo es, pero esto... esto... Esto ha partido de ella, y por esto tiene que darme cuentas en el acto ¡Aimée! ¡Aimée! ¡Ábreme en seguida!

—Renato, te ruego... —empieza a suplicar Sofía acercándose a su hijo.

—¡Soy yo quien te ruega que me dejes en este momento, madre! ¡Es un asunto privado entre mi esposa y yo!

—Por desgracia, ya no hay asuntos privados en esta casa. Se ha olvidado hasta la sombra del decoro, se grita y se vocifera delante de los criados, y todas son huellas de fango contra el buen nombre de la casa...

Sofía ha mirado con ira hacia los cortinajes por donde Ana acaba de desaparecer aprovechando la ocasión de quitarse de en medio. Luego, dulcificado el gesto, se acerca hasta apoyarse en el brazo de su hijo:

—Renato, deja a Aimée. No creo que ella tenga arte ni parte en la resolución de su hermana. Te ruego que me escuches. Hay que detener el escándalo... Catalina estuvo de acuerdo conmigo. Cuando fuimos a decírselo a Mónica, tuvimos la grata sorpresa de que espontáneamente tomase ella esa resolución. Creo que es lo mejor que puede pasar. Romperá ese lazo matrimonial que es una ignominia, tomará los hábitos, y a nosotros no nos quedará sino tratar de olvidar que existe un bandido llamado Juan del Diablo...

—Yo no voy a olvidarlo ni voy a permitir que, una vez más, sea Mónica la sacrificada. No es justo que todos la empujen, que todos se empeñen en que purgue un delito que no ha cometido. ¿Dices que había tomado esa resolución voluntariamente? No lo creo, madre. Veo en todo eso la mano de Aimée. Ya he empezado a conocerla como a hipócrita e intrigante...

—Es tu esposa y será la madre de tu hijo. Si no puedes ya amarla, respétala al menos y no insistas en hablarle en el estado en que estás. Te aseguro que Mónica está muy conforme. Si no me crees, habla con Catalina... Acabo de dejarla en mi alcoba. Pregúntale y ya verás cómo te convences de que nadie pretende sacrificarla. Anda con Catalina... Yo procuraré que Aimée me abra, y no me opondré a que hables con ella cuando estés más tranquilo. Ve... Te lo ruego, Renato...