—Muchas gracias, Juan, pero ya nos íbamos. Es muy tarde para ella... Justamente salíamos, y...
—¿Es muda su compañera, teniente, o tiene una voz demasiado fácil de reconocer? Se ve mal la cara a través de ese encaje negro...
—¡Cuidado, Juan del Diablo! —conmina el oficial en tono ominoso.
—No se altere, teniente. Sería muy fácil para mí arrancarle el antifaz aunque usted se opusiera, pero no voy a hacerlo. ¿Para qué? Allá usted, y allá ella... ¡Oh, su pañuelo! —Juan se ha inclinado rápidamente, atrapando, antes que el teniente, el pañuelo de encajes desprendido de las manos de Aimée, y aspira la bocanada de perfume que de él se desprende, mientras ríe con sarcasmo—: Aroma de nardos... Un olor muy conocido, demasiado conocido, aunque sólo conozco una mujer que usa este perfume siempre... ¡Maravilloso... Maravilloso, teniente!
Juan ha dado un paso, acercándose más a Aimée, mirando fieramente sus ojos negros a través de los achinados agujeros del antifaz que le cubre el rostro, y comenta irónico:
—Qué fácil y terrible venganza para Juan del Diablo, ¿verdad?
—¡Basta... basta! —ataja el oficial británico—. Le ruego que siga su camino... Usted no tiene derecho...
—¿Y qué importa el derecho? Tengo los medios al alcance de mi mano. Lo que usted hiciera, no haría más que empeorar la situación, darle alas al escándalo. ¿Se da usted cuenta? Me bastaría arrancar del rostro de esa mujer ese trapo negro para que mañana todo Saint-Pierre se riera a carcajadas del caballero D'Autremont... Claro que a usted le costaría la vida, mi buen amigo, y pagaría muy caro, terriblemente caro el placer que quizás creyó gratuito...
—¡Basta... No tienes derecho...! —estalla Aimée sin poderse contener.
—¡Hablaste! ¡Qué pronto se rompió tu consigna! —comenta Juan en tono burlón.
—¡Eso no puede ser! —reta el teniente—. Salga usted de aquí, señora. Váyase inmediatamente... Yo me encargaré de mostrarle a este hombre... ¡Pronto... váyase...!
—Creo preferible que usted no intervenga —aconseja Juan sonriente e impasible—. Saldrá muy mal, desde cualquier punto de vista.
—¡Tendrá usted que matarme antes que faltarle al respeto a esta dama en mi presencia!
—No pierda el tiempo en gestos inútiles. Esta dama no desea que la respeten...
—¡Basta ya! Terminemos con todo esto. A usted no le interesa quién es mi compañera... Déjenos salir de aquí, en el acto.
—¡Espera, Charles...! —tercia Aimée.
—¿No ve que es ella la que no quiere irse? Le encanta estar aquí —comenta irónico Juan—. Aunque parezca mentira, éste es su ambiente... Se equivocó al cambiarlo por el oro de los D'Autremont. Ahora le molesta y le asquea todo aquello por lo que vendió su vida: vajillas de plata, pulseras de brillantes y collares de perlas...
—Estando a mi lado, no permito que le hable usted de ese modo —protesta el teniente, aunque sin gran fuerza.
—No sea niño, teniente. Su posición es desventajosa. ¿No lo comprende? Se lo esta jugando todo... ¿Por qué? ¿Por quién?
—¿Vas a permitir que diga eso, Charles? —Se enfurece Aimée.
—¿Y cómo hará para impedirlo? A poco que razone, él mismo tiene que pensarlo. Está sirviendo de juguete, de pelele, a una mujer sin escrúpulos. Supongo que lo sabe, que no se ha ido ya por vergüenza de caballero... ¿Qué te propones? ¿Qué vas a hacer con él? ¿Hasta dónde vas a arrastrarlo con tus intrigas? ¿No piensas que has hecho ya bastante daño?
—Tal vez a los otros les hice daño. A ti no te he hecho sino bien, y si ahora mismo estás en libertad, ¿a quién sino a mí se lo debes? ¡Pero eres el último de los hombres, el más ingrato, el más perverso!
—Estás exagerando. No hago sino prevenir al teniente Britton, hacerle darse cuenta de lo que está haciendo, y si quiere seguir, que por lo menos no marche ciego... Renato D'Autremont está buscando alguien a quien matar, en quien vengar una ofensa que presiente, que siente flotar en torno suyo, por muy hábilmente que su mujer se maneje... ¿Va usted a seguir haciendo el juego a esta bella víbora? Le debo la lealtad de su declaración, teniente, y haberme tendido la mano de amigo a través de las rejas de una prisión. Por eso le pregunto: ¿Va a prestarse para que ella le use a su antojo en provecho de sus más oscuros y tortuosos intereses?
—¡No sigas diciendo eso! ¡No le oigas, Charles no le oigas! ¡Charles! ¡Charles!
La esbelta figura del joven teniente Britton se pierde por el extremo de la oscura callejuela, y Aimée, que le había seguido hasta la puerta de la sórdida taberna, se vuelve airada y avanza sobre Juan, como una fiera:
—¡Ah, canalla... canalla! ¡Mereces la horca, el presidio...! ¡Yo no sé ni lo que mereces!
—¿De qué lado estás? ¿A quién te inclinas? Eres la señora D'Autremont, y quieres seguirlo siendo, pero sin dejar por eso de arrastrarte en el fango que te gusta...
—¡No es cuenta tuya!
—Ya lo sé. Ojalá y que jamás lo hubiera sido. De ti sí estoy curado totalmente...
—¿Y de quién no? ¿De quién no? —indaga Aimée con repentina ansia—. ¡No vas a decirme que la quieres a ella, que te interesa ella!
—¿Y si así fuera?
—¡Antes de consentirlo, los haría matar a los dos! ¡Prefiero que se junten el cielo y la tierra! ¡No le darás a otra la pasión que es mía, que me pertenece!
—Y todo eso lo afirmas cuando acabo de hallarte junto al teniente Britton —sonríe Juan, sarcástico y mordaz—. Tienes un corazón muy amplio, y muy flexible.
—¿Qué me importa a mí Britton, ni Renato, ni el mundo entero? Me importas tú y me importo yo misma. ¡Con todos los demás, puede hundirse el universo!
—Ahora sí fuiste sincera... Te importas tú misma...
—Pues bien, sí. Me importo yo misma; pero en mi egoísmo hay más grandeza que en la generosidad de otra. Me importo yo misma y, por importarme yo misma, defiendo lo que eras para mí, lo que tendrás que ser otra vez... ¡Porque tú eres el único amor de mi vida! Luché con todas mis fuerzas... luché contra el propio Renato, porque te vieras libre de sus cargos. ¡A Renato le odio, le aborrezco!
—¿Tú? ¿Por qué?
—¡Por todo! Por lo que es, por como es... Ahora, además, también quiere a Mónica, y por ella me humilla y me desprecia. —Se ha mordido los labios para no gritar, apretados los puños, relampagueantes los negros ojos; pero lentamente se contiene, mientras, rotos ya todos los frenos, vierte Aimée el torrente de sus pasiones:
—Tan loco está por ella, que sólo se contiene porque piensa que voy a darle un hijo, heredero de su nombre, de sus tierras... Y por ese hijo, doña Sofía D'Autremont soporta mis injurias y es la mejor cómplice de todo cuanto yo haga contra él...
—¿Tú vas a darle un hijo?
—No, mi Juan, no es cierto. ¡Ese hijo no existe! Y sin embargo, he de tenerlo, he de ofrecerle un hijo a Renato, o no podré quedarme una hora más bajo el techo de los D'Autremont. Si tú hubieras sido capaz de venir a mí, de responderme... Pero eres más ingrato y más canalla que Renato D'Autremont... Y entonces... entonces tuve que escuchar al primero que pasó cerca, echar mano del primer muñeco que se puso a mi alcance... Ese teniente a quien tú has hecho huir espantado, haciéndome un daño sólo por el gusto de hacérmelo...
—¡Conque era eso... eso...! —ríe Juan con gesto sarcástico.
—¡Puedes acabar de perderme, vengándote de una vez! ¡Puedes correr a decírselo a Renato! Te he dado el arma para que la uses contra mí misma. A veces quisiera que todo acabara de una vez, que se abriera la tierra vomitando fuego, que nos tragase el mar...
—Si Satanás fuera mujer, tendría tu cara, tus palabras y tu voz...
—Sin embargo, me amaste... Acaso todavía me quieres... Óyeme, Juan... Si en este momento tú me repitieras lo que un día me dijiste en Campo Real, si como entonces tomaras mi brazo para ordenarme que te siguiera, si me dijeras que tu barco aguarda muy cerca, me iría contigo donde quisieras llevarme... Lo dejaría todo... todo...