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—Muy bueno y muy santo. ¡Pero a buena hora, Señor, a buena hora! Cuando ya probablemente ese loco ha alcanzado a esos desdichados, y sabe Dios...

—¡Quién sabe, don Noel! —comenta Ana—. A lo mejor, el amo Renato fue por lana y salió trasquilado...

—Esa es la única esperanza que a mí también me queda... En fin, creo que ya llegamos...

Con una agilidad impropia de sus años, Noel ha saltado primero del coche, ayudando a bajar a la triste madre. Con su calma habitual, en el mundo feliz de su inconsciencia, baja Ana, mirando a todas partes con sus ojos curiosos, y un comentario a flor de labios:

—¡Ay, qué lindo! Desde aquí se ve todo el mar... y Saint-Pierre allá abajo... es como ese nacimiento grande, grande, que ponen en la catedral, por Navidad. ¡Ay, don Noel, mire la bahía! ¡Cuántos barcos!

—Pero el único que debiera estar, no está... Anda... Anda... Haz el favor de adelantarte y llamar a esa puerta... No perdamos más tiempo...

El Luzbelestá cerca de tierra... demasiado cerca... Ha llegado hasta casi el lugar en que se detuvieron las barcazas, al pie mismo del Monte Parnaso. Toda la noche ha dudado Juan en echar ese bote al agua, que puede llevarlo hasta la playa. Toda la noche ha estado torturado por el ansia insensata de buscar a Mónica, frente a todo, contra todos... Hay una calma densa y extraña... Silencio en la tierra y el mar... La ciudad parece sumida en el letargo del cansancio, y el cielo oscuro se aclara lentamente...

—Ya está amaneciendo, patrón...

—Sí, Colibrí. Pronto será de día, y es preciso alejamos... Es demasiado peligroso estar aquí... Puede que, en realidad, no suceda nada... Sin duda, estoy loco imaginándome una catástrofe que nunca llegará... Pero, ¿por que mueren los peces; por qué huyeron los pájaros?

Ha vuelto la cabeza para mirar atrás, y es como si despertase a la realidad. Mudos, inmóviles, sin atreverse a llegar demasiado cerca, los hombres de cuya vida se ha hecho responsable, aguardan con ansia... Ninguno habla, pero ninguno duerme... Están de pie unos contra otros, pendientes de su voz, y Juan hace un esfuerzo para que ésta suene firme y severa:

—¿Qué hacen todos en cubierta? ¡Cada uno a su puesto... al lugar que le tengo asignado! ¡Martín, Julián... a las velas! ¡Anguila... al timón! Vamos a zarpar rumbo a Santa Lucía... son cien millas escasas...

—¡Allí, patrón... por aquel lado! —le interrumpe Colibrí—. ¡Un barco con cañones se acerca!

—¡El Galión! Puede haber salido a buscarnos, pero nos quitaremos de en medio antes que llegue. ¡Todo el mundo a la bodega, menos los tripulantes! ¡Corta las cuerdas de los botes, Julián! ¡Arriba las velas! ¡El tiempo está de nuestra parte! ¡Dame el timón, Anguila!

Como electrizados, se han movido los hombres a sus voces de mando, y sus manos empuñan el timón de la nave, que vira en redondo, alzando las velas al viento como un dócil caballo bajo la rienda del jinete avezado... Cruje, tambaleándose, el Luzbel, agobiado por la carga que lleva en las entrañas. Su silueta destaca blanca, como una mancha de luz sobre el mar oscuro, que doran las primeras luces del sol de aquel ocho de mayo de mil novecientos dos...

—¡Ahí está el Luzbel! ¡Le buscábamos mar afuera, y había regresado para esconderse en la propia costa! ¡Capitán, fuerce las máquinas para ponernos a tiro de cañón! —Renato ha corrido a la proa del guardacostas artillado. Allí está el Luzbel, muy cerca, indefenso, a su alcance... Una alegría salvaje le inunda el alma, al ordenar—: ¡Afina la puntería, artillero! ¡Un cañonazo corto, y, si no se detiene en el acto, el segundo al palo de mesana!

A toda máquina marcha el Galióncontra el indefenso barco de vela a quien un viento propicio ha dado repentinamente fuerzas inesperadas... Inflados los manteles, la fina proa como un cuchillo cortando el agua, huye más de prisa que el barco de vapor logra acercarse.

—¡Patrón... patrón, lo dejamos atrás! —grita Colibrí alborozado—. Nos enfilan con los cañones...

—No importa. No tendrán ocasión de hacer blanco.

Juan ha vuelto a virar en redondo, mientras cruje la nave un momento, para enderezarse de nuevo domando el oleaje...

—Ahora se acercan, patrón... ¡Vuelven a acercarse!

—No importa. ¡Los volveremos a dejar atrás!

—Mónica, hija mía...

A la voz de Sor María de la Concepción, Mónica ha despertado, no de un sueño sino de un corto y doloroso letargo... Aun está junto a la ventana donde pasara las horas interminables de aquella larga noche, escuchando el rugir del volcán, espiando en vano, sobre las aguas negras, la luz que indique un barco... alzando a cada instante los ojos deslumbrados hacia aquel cielo donde el Mont Pelée trazara con saetas de fuego la infernal pirotecnia de su extraña erupción... Ahora, los ojos cargados de cansancio miran con sorpresa el noble rostro que enmarcan las tocas bajo la clara luz de las primeras horas de la mañana...

—¿Qué es lo que veo? ¿Pasó aquí la noche, no se ha acostado? Eso es un verdadero disparate. No tiene derecho a abusar así de su salud ni de su vida, cuando tanto se preocupan por usted amigos y familiares. No quisiera alterar más sus nervios con una sorpresa demasiado profunda... pero han venido a visitarla...

—¿A mí? —se alarma Mónica. Y con disgusto, pregunta—: ¿Quién? ¿Los D’Autremont acaso?

—¡Mónica! ¡Hija de mi alma! —llama Catalina irrumpiendo en la modesta habitación—. ¡Al fin... al fin! Mentira me parece... llegué a temer que tampoco a ti había de verte más... Me olvidaste, hija, me olvidaste...

—No, madre. ¿Cómo podría olvidarte? Te dejé junto a amigos que podían velar por ti mejor que yo misma. Me arrastraron las circunstancias...

—Lo sé, hija, lo sé. Noel me lo ha contado todo. Él me trajo, venciendo todas las dificultades...

—Noel... mi buen Noel. No sé cómo darle las gracias...

—Me avergonzaría recibirlas, Mónica, como me avergüenza también este momento de expansión y ternura familiar —se disculpa el viejo notario acercándose casi de puntillas—. He venido a buscarla, porque la necesito. O para hablar más claro: la necesita alguien a quien espero querrá usted ayudar, aunque ya no le une a esa persona el más pequeño lazo... Desde el anochecer salí en su busca, jurando llevarla en el término de una hora. No contaba con el millón de obstáculos que habían de oponerme. Para salir de la ciudad fue preciso buscar al gobernador, conseguir salvoconductos, garantías de la comandancia, exponer mis razones a diez personas distintas, y mientras hacía yo todo eso, zarpó el barco.

—¿Qué barco?

—Claro, usted no sabe nada. Como tampoco Renato tiene la menor idea de que está usted a salvo. Fue inútil decírselo; no quiso creerme. Es preciso que usted misma le diga, que usted misma le hable, que sea usted la que con un poco de piedad ayude a Juan...

—Ayudarle, ¿A qué? ¿Qué le ocurre? ¿Dónde está?

—Fugitivo en un barco demasiado cargado para poder llegar muy lejos, perseguido por el mejor guardacostas artillado de que disponen nuestras autoridades... Con todas mis fuerzas luché por evitarlo, pero Renato D’Autremont se salió con la suya...

—Entonces es Renato...

—El gobernador terminó, como siempre, por dejar la autoridad en otras manos, y Renato obtuvo lo que quería. Enfurecido de celos, acuciado a todas horas por su madre, que no hace más que echarle leña al fuego, ha salido a perseguir al Luzbelcon las peores intenciones... Le dije que usted no estaba con él, y no quiso creerme. Le rogué que viniera a comprobarlo, y pensó que me burlaba. Como un loco, traté de llegar pronto hasta aquí, pero no lo he logrado sino hasta ahora...

—¡Es preciso detener a Renato, que le hagan regresar, que envíen otro barco a buscarlo! Yo sé que Juan no se entregará vivo, que venderá cara su vida en la última batalla... ¡Noel, amigo mío, haga usted algo!