La mirada de Juan ha descendido desde lo alto de la cima calcinada del Mont Pelée, hasta el pequeño bote en cuyo fondo yace Renato. En medio de aquel atroz espectáculo de muerte, frente a la ceniza que sirve de sudario a más de cuarenta mil cadáveres, todavía aquel corazón palpita débilmente... Juan se inclina hacia él, acabando de desgarrar la fina ropa, hasta encontrar el manantial de aquella sangre por donde gota a gota escapa la vida del último D’Autremont. Un trozo cortante de madera, la punta filosa de una tabla astillada, está clavada sobre las costillas, demasiado cerca del corazón... pero la mano de Juan no vacila en arrancarla de un brusco tirón...
—¡Cuánta sangre! —comenta Colibrí espantado.
—¡Pronto! ¡Hay que restañarla! —Con el último trozo de su propia camisa, Juan ha rellenado el horrible hueco, conteniendo la profusa hemorragia—. ¡Desnúdale, Colibrí, ayúdame! ¡Trae algo con qué vendarle!
A tirones se ha proporcionado una burda venda y la enrolla, abarcando el torso desnudo de Renato con habilidad de marinero...
—Mire, abre la boca, patrón...
—Tiene sed... Ha perdido mucha sangre... Pero ni un trago de agua puede dar ya esta tierra para Renato D’Autremont...
Ha vuelto a mirar la espantosa desolación que le rodea, y al hombre que agoniza a sus pies. Esparcidos en el fondo del bote están los papeles que Renato recibiera del Obispado la noche anterior, y otro grueso papel con sellos y lacre que, por extraño impulso, toman rápidamente las manos de Juan...
—¿Qué es eso, patrón? —pregunta curioso Colibrí.
—Supongo que el derecho a matarme como a un perro donde quiera que me encontrara. Son los sellos del gobernador, su firma... Todavía ayer era él quien decretaba la vida o la muerte...
Ha estrujando juntos el informe montón de papeles mojados, símbolo inútil del poder terrenaclass="underline" los sellos del Gobernador y la firma del Papa. Todo está ya de más, todo vale ahora, frente a sus ojos, lo que pueda valer aquella llanura calcinada, aquella ciudad hecha cenizas... Los papeles cayeron de sus manos. A través del aire, ahora claro, distingue la colina de Morne Rouge, gris, ahogada bajo las cenizas... pero las casas de su aldea están intactas. Su mirada de águila puede descubrir los techos y los árboles desgajados, y como caravana de insectos, puntos oscuros. que descienden por las laderas hacia el sitio en que estuviera la ciudad...
—Allá, en la aldea de Morne Rouge, hay gente viva... Se mueven... vienen... pueden auxiliarnos... ¡Vamos...!
Colibrí le ha tomado de la mano, tirando de él con el impulso de instinto desesperado. Juan vacila, y vuelve los ojos hacia Renato. Luego, sin una palabra, lo alza en sus brazos de hércules...
—¿Va a llevarlo, patrón?
—No vale la pena haberlo sacado del mar para dejarlo en el camino, Colibrí. Toda obra empezada hay que terminarla... Recoge esos papeles y ven detrás de mí...
—¿Los papeles? —balbucea Colibrí estupefacto—, ¿Los pápeles con el permiso de matarnos?
—Y los otros también, Colibrí. Puede que valgan más que la vida para Renato... ¡En marcha!
Aquella misma tarde llegó una brigada de auxilios de Fort-de-France... que no encontró a quién auxiliar. Nuevas erupciones y desbordamiento de lavas hicieron necesario el inmediato traslado de los supervivientes del Monte Parnaso hacia la segunda ciudad de la isla, y las noticias del cataclismo volaron hasta llegar a los puntos más lejanos... El monstruo del Caribe siguió rugiendo, arrojando sus mortíferas bocanadas. Sacudiendo y agrietando la tierra, vertiendo ríos y torrentes de lava. Toda la población civilizada del planeta leyó ávidamente los relatos de la catástrofe y siguió con inquietud angustiosa los terribles fenómenos que sucedieron al primer desastre... Fort-de-France vivió semanas de terror colectivo, y sus espantados habitantes sólo anhelaban huir de aquella tierra antes dichosa...
—¿Qué pasa, Ana? —pregunta Mónica a la mestiza sirvienta.
—El señor Noel me mandó a avisarle... Hay tres puestos en el barco que sale esta tarde para Jamaica... Dice que nos tenemos que ir las tres, que hay que irse, que en la Martinica no va a quedar nadie vivo...
—¡Vámonos, hija, vámonos! ¿Qué puedes esperar ya? Juan ha muerto... ¿Por qué no te convences? ¿Por qué no lo aceptas?
—¡No puedo irme, madre! ¡No puedo irme, porque hay algo que me grita en el corazón, algo que me sostiene no sé cómo, no sé por qué, en la locura de una esperanza!
Juntas las manos en aquel gesto de dolor y de súplica que semanas de angustia han grabado en ella, Mónica se aleja unos pasos entre las ruinas que forman el patio de aquella quinta semidestruida, triste refugio de uno de los grupos que milagrosamente escaparon antes de las catástrofes de Morne Rouge y Monte Parnaso. De aquella antigua casa, apenas quedan en pie tres o cuatro habitaciones entre escombros y grietas... También Ana, la antigua doncella de Aimée, ha juntado las manos asustada y ha caído de rodillas, en un ademán que los terribles sucesos han hecho ya peculiar:
—¡Nos vamos a morir todos! ¡Tiene razón el señor notario! Y la señora Mónica sin querer que nos vayamos... ¡Ay, Dios mío... Dios mío!
—Por favor, Ana, cállate ya —reprocha Catalina en tono suave, pero aburrida—. Molestas a Mónica, que seguramente está rendida... ¿Por qué no te recuestas un rato, hija?
—No vale la pena, mamá. Tengo que volver a salir... El monstruo no está satisfecho... el volcán no se apaga aún... Hoy llegaron gentes de Lorraine, de Marigot, de Sainte Marie, de Grose Morne, de Trinidad...
—¿Cómo? ¿Nuevas catástrofes? —se alarma Catalina.
—Sí... sí, señora. Más y más catástrofes, como usted dice —afirma la nerviosa y entrometida Ana—. En un pueblo de allá arriba se abrió una grieta grande, grande, que se lo tragó todo: las gentes, las casas y los animales, y después se cerró... Afuera no quedó sino un negrito que vino corre que te corre a contarlo. Lo oí decir en la plaza... Y también le contaron al señor Noel, delante de mí, que por ahí viene bajando una nube grande, grande, igual que otra que en Morne Rouge se abrió de pronto con una lluvia de piedras y de agua caliente, y acabó hasta con los perros y los gatos...
—¡Jesús! ¿No serán exageraciones tuyas, Ana? —duda Catalina.
—Por desgracia, es verdad, madre —confirma Mónica—, A la especie de hospital que tenemos en el Ayuntamiento, llegaron gentes de esos pueblos, heridas y quemadas. Hablé con todos, miré todas las caras...
—Sin el menor resultado, naturalmente —termina Pedro Noel, acercándose al grupo—. Vine para escuchar yo mismo la negativa... Supongo que Ana les dio mi recado...
—Pues claro que sí, señor notario; pero como si nada. La señora Mónica está empeñada en que nos friamos...
—¡Calla, Ana, calla! —interrumpe Catalina—, ¿No tienes nada que hacer por allá adentro?
—Tendría que hacer la comida si hubiera qué comer. Pero para sancochar las yucas en esa agua que apesta a azufre, da igual que sea más tarde o más temprano...
—De todas maneras, ve a hacerlo —ordena Catalina—. Yo voy a ver si te preparo algunos vendajes más, Mónica... Anda, Ana, ven conmigo...
—Iba a verlo, Noel —explica Mónica, después que se han ido su madre y Ana—. A suplicarle que utilizaran ustedes esos tres pasajes... Tienen razón... Aquí nos moriremos todos... Sálvese usted, Noel, y póngalas a ellas dos a salvo...
—No quieren irse sin usted, y hacen muy bien. Por mi parte, yo considero que ya viví bastantes años. Casi, casi me remuerde la conciencia de moverme y respirar aún, cuando hombres jóvenes y espléndidos han perdido la vida... Sin embargo, hay que aceptar la realidad, Mónica...
—¡No puedo aceptarla! Me la rechaza el pensamiento, el instinto se niega a darlo todo por terminado. Creo que perdería la razón como en aquellos primeros días... ¿Por qué me habló de su amor Juan en el último minuto? ¿Por qué me lo clavó en el corazón como una saeta envenenada?
—¡Él la amaba a usted tanto! Todo cuanto hizo fue por amor a usted, desde que regresó de aquel viaje...