—¿Por qué no me lo dijo entonces?
—¿Y quién podía adivinar que a usted le interesaba ese pobre amor? Los dos pecaron de orgullosos, Mónica. Y ahora ya...
—¡Seguiré buscando!
—Búsqueda inútil... Si Juan estuviera vivo, estaría a su lado, Mónica. En aquel mar se hundieron juntos los dos hermanos... Juntos expiraron... No pudo ser de otra manera...
—¿Y si es cierto que pudo tomar un bote y alcanzar la playa?
—La habría buscado, Mónica, no lo dude...
—¿Y si no pudo hacerlo? ¿Y si le sorprendió una nueva catástrofe? ¿Acaso hemos tenido un momento de reposo, hemos dormido más de tres noches en el mismo lugar? ¿Cuántas veces hemos huido de Fort-de-France y hemos vuelto a él? ¿Cuántas aldeas se han vaciado y han vuelto a llenarse con los fugitivos de otras, más desdichadas aún? ¿Cuántos infelices yacen desfigurados, con el rostro envuelto en vendajes, sin haber recuperado el sentido, en cualquier hospital improvisado? ¿Cuántos, Noel? Cada día, durante quince, dieciséis, dieciocho horas, acudo a los lugares en que se auxilia a los lesionados... ¡A cuántos vendan y atienden cada día estas manos! ¡Y todo por él... por él!
—No le quite mérito a su esfuerzo, a su obra extraordinaria. Su caridad y su abnegación no son sólo una búsqueda, Mónica...
—No... Claro... No son sólo una búsqueda de su cuerpo; son también la búsqueda de su alma. Porque cada vez que tomo en brazos a un niño enfermo, cada vez que acerco un vaso de agua a unos labios encendidos de fiebre, cada vez que reparto con una mujer fugitiva mi ración miserable, estoy pensando: esto hubiera hecho Juan... Esto hizo él siempre... Nadie fue más generoso con los desdichados, nadie fue más abnegado ni más noble que aquél a quien llamaran Juan del Diablo...
Una sacudida brutal les ha hecho rodar casi por tierra. Un polvo espeso se alza de los escombros, mientras tañen solas, en las abandonadas torres, las viejas campanas. El aire denso se llena de relámpagos...
—Mónica, acepte esos puestos —aconseja Noel en tono suave—. Un día u otro tendrá que irse, si no nos morimos. Se habla seriamente de ordenar la evacuación total de la isla. He visto los bandos que están preparándose... ¿Por qué no aprovecharlo ahora? Será menos dura la situación de los que salgan primero...
—¡Yo seré la última que salga! —asevera Mónica con decidida tenacidad.
18
DEL PRIMERO AL veinte de agosto siguieron sucediéndose los fenómenos alarmantes. El Mont Pelée lanzaba sin piedad, sobre la isla en ruinas, vapores mortíferos, torrentes de lava, terribles ruidos subterráneos que culminaban en fuertes terremotos. Apenas quedaron casas en pie, ni siquiera en los lugares del sur más distantes del monstruo enfurecido: Lamentine, Anse de Arlets, Sainte Anne, quedaron reducidos a escombros, y las cenizas abrasadoras, llevadas por el viento sobre el mar, llegaron a centenares de millas de distancia... Dos millones de toneladas de aquellas cenizas mortíferas fueron recogidas en las islas Barbados... El arco entero de las pequeñas Antillas, desde Carlota Amalia a Puerto España, desde las Islas Vírgenes a las de San Jorge y Tobago, se estremeció en pequeños o grandes temblores de tierra, a las convulsiones del volcán de la Martinica... Y muy cerca de Fort-de-France, entre los refugiados en cuevas o cabañas de palmas al borde de la ensenada del Fuerte de San Luis, el último D’Autremont luchaba con la muerte, atravesado el pecho por una horrible herida...
—Tengo sed... tengo sed... ¡Agua... Agua...!
—¿No oíste, Colibrí? Acércale un jarro..
—No queda sino un trago de agua limpia, patrón...
—Pues dáselo... ¿No ves que tiene sed?
Juan se ha acercado para llevar a aquellos labios ardidos por la fiebre, la tosca vasija de barro donde el último poco de agua potable se mantiene fresca... La rubia cabeza enmarañada ha vuelto a caer sobre los trapos que le sirven de almohada, el rostro noble y pálido ha vuelto a quedar inmóvil, y algo parecido a una sonrisa borra un momento la profunda amargura de los labios de Juan:
—Ahora dormirá unas horas... Está mejor, tiene menos fiebre, mejor pulso, va recuperando las fuerzas... Si pudiéramos alimentarlo...
—¿Se pondría bueno, patrón?
—Espero que se reponga de todas maneras... Es de buena cepa... A primera vista parece delicado y frágil, pero no, Colibrí... Tiene mucho de D’Autremont y poco de Valois...
—¿Usted quiere que sane, patrón? ¿Que se ponga bueno, que vaya a su palacio, a aquella hacienda grande donde maltratan a los trabajadores como a esclavos?
—Ya no hay en la Martinica haciendas grandes... Tan sólo hay ruina y muerte, y ese que ruge sordamente, ese monstruo que es el volcán, es nuestro único amo...
—Tengo miedo, patrón —se queja el muchachuelo casi llorando.
—Muy pronto conseguiré la forma de sacarte de este infierno, muchacho... En cuanto Renato se levante... Para él le será fácil conseguir puesto en uno de esos barcos que salen... Le pediré que te lleve consigo. Estoy seguro que no se negará a salvarte...
—¿Y usted, patrón?.
—Yo no, Colibrí. Todavía tengo que hacer aquí... Me han informado que algunas religiosas del Convento del Verbo Encarnado se hallan refugiadas en Rivière Salée, y que otras van llegando de distintos lugares. Al amanecer saldré para allí...
—¡Ay, patrón, usted se va a matar de tanto andar de un lado a otro! Donde quiera que le dicen que hay una monja, allá va... Y todas le dicen lo mismo: que la pobre señora Mónica...
—¡Calla! ¿Qué sabes tú? ¿Qué sabe nadie?
—Si el señor Renato fuera bueno y buscara sitio en un barco para usted también, patrón...
—Para mi no va a buscarlo, ni tampoco lo aceptaría, Colibrí. No saldré de la Martinica, no renunciaré a mi última esperanza... ¡Yo seré el último que salga!
Bruscamente se ha puesto de pie, subrayando con el gesto las últimas palabras, y da unos pasos hasta llegar a aquel hueco extraño que les sirve de habitación... Paredes de estera y techo de palmas y cañas, adosadas a la entrada de una gruta de piedra volcánica... Lava resecada muchos siglos atrás, enfriada al sol quién sabe de qué días lejanos, que forma una especie de muro natural alrededor del Fuerte de San Luis, en la propia bahía de Fort-de-France. ¡Qué cerca está de aquélla a quien ansiosamente busca! ¡Qué jugarreta inexplicable, qué burla inconcebible de la suerte, le hace correr hacia los más lejanos lugares de la isla, cuando le bastaría salvar poco más de un kilómetro para encontrarla!
—Patrón, en la casa no hay nada...
—Bueno... atiende al herido sí necesita algo. Voy a ver si consigo algunas cosas... de ésas que no hay en la casa...
Su gallarda figura se aleja, perdiéndose sobre la cenicienta playa hasta cruzar junto a los muros del Fuerte centenario. Sólo su mole de piedra ha resistido sin agrietarse, sólo él parece eterno e inmutable en el paisaje desolado... Tímidamente, con un sentido indefinible en el que se mezclan el respeto inevitable y el supersticioso temor, Colibrí se acerca muy despacio al tosco lecho, donde Renato se agita y murmura:
—¡Agua...!
—Ya no hay agua, señor. Usted mismo se bebió lo último que quedaba. No hay agua ni de dónde agarrarla. La del río es puritito azufre, y la del mar es salada... Como no traiga el patrón de la que reparten en Fort-de-France por cuartillo, como si fuera leche, vamos a rabiar de sed como los perros satos..
Por primera vez en muchos días se han abierto los ojos de Renato D’Autremont, fijos, inteligentes, claros... Ya no arde en ellos, como una llamarada de locura, el delirio de la fiebre... Es como si comenzara a comprender y a tratar de recordar... Ante un débil gemido del herido, Colibrí se interesa:
—¿Le duele? El patrón me dijo que lo cuidara. Me llamo Colibrí, y mi patrón es don Juan del Diablo...
Lentamente, Renato se ha incorporado, ha mirado la pared de rocas desnudas, el techo de sueltas hojas de palma, las esteras que cuelgan movidas por el viento, y al muchacho negro vestido de andrajos, que parece ser su enfermero. En sus finos labios de aristócrata se cuaja una sonrisa breve y amarga, al comentar: