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—Tú eres Colibrí... Sí... Creo recordarte... ¿Y en qué país estamos para que Juan del Diablo tenga "don"? ¿A qué isla nos llevaron las olas? ¿A qué costa salvaje fuimos a dar en aquella barca? ¿Dónde estamos?

—¿Dónde vamos a estar, más que en la Martinica? Al ladito de Fort-de-France... ¿No se acuerda de lo que pasó? Usted andaba detrás del Luzbeltirando cañonazos...

—Si... voy recordando... El guardacostas... la goleta huyendo, mis gentes listas para el abordaje... y de pronto...

—Estalló el volcán... nos caímos al agua y el amo nos salvó. Nos sacó a flote, nos echó juntos en el bote a usted y a mí... A mí, que soy como su perro; y a usted... a usted, que andaba detrás de él para matarlo... ¿Se acuerda ahora?

—Sí... Me acuerdo del bote, del horrible dolor de esta herida, y después... después...

—A hombro lo subió el amo hasta Morne Rouge. Allí lo vio a usted el médico y lo curaron, y nos curaron también a nosotros... Yo estaba todo quemado... El amo largaba la piel a pedazos y echaba sangre por la herida de la bala... Pero no se dobló ni se quejó de nada... El patrón sí que es macho, señor Renato...

Renato ha entornado los párpados, se ha sentido hundir de nuevo en la niebla rojiza de los días pasados... Casi anhela aquella inconsciencia bienhechora; pero algo lo despierta, sacudiéndolo...

—¿Qué es eso?

—El volcán... el terremoto —balbucea Colibrí conteniendo a duras penas el miedo que le embarga—. Viene a cada rato... Pero el patrón dice que no le gustan los cobardes, que, aunque me esté muriendo, tengo que aguantarme y no correr, porque en cualquier parte lo mata a uno el terremoto, y en cualquier parte se lo traga la tierra...

Renato ha logrado sentarse con enorme esfuerzo y trata de ponerse en pie, pero se lo impiden su dolor y su debilidad. La cabeza le da vueltas, el aire le falta, pero un relámpago de orgullo se enciende en sus claras pupilas:

—No entiendo nada, mas necesito entenderlo todo en seguida. ¿Por qué estoy aquí contigo en esta forma? ¿Qué significan esta cueva y estos harapos? ¿Soy acaso prisionero de la gente de Juan? ¿Y mi ropa? ¿Y mis papeles? ¿Qué se ha hecho todo? ¿Dónde está?

—¿El qué? —se extraña el negro muchachuelo.

—¿No entiendes? —se enfurece Renato.

—No, Renato. Hay cosas que Colibrí no entiende —explica Juan con serenidad, irrumpiendo en la estancia—. Ten un poco de calma... Ya te irás dando cuenta de todo... No creo que debas abusar de tus fuerzas el primer día que se te despeja la razón... Además, te esperan noticias altamente desagradables... Bebe un poco de agua...

Un instante, Renato se detiene antes de tomar el cántaro de arcilla que le ha ofrecido Juan, envolviéndole en una mirada de asombro. También él ha cambiado... ha cambiado casi tanto como el panorama que le rodea... Mucho más delgado, parece más alto; la barba crecida, los largos cabellos revueltos y ensortijados, y bajo la vieja camiseta de marinero, que ha vuelto a vestir, luce más recio y ancho su torso de atleta... Tendría la traza desdichada de un náufrago, sin su gesto altanero de jefe de piratas, pero la máscara de color de su rostro moreno se enciende por la fuerza de su altiva mirada, que es toda voluntad...

—¡Se bebió toda el agua! —exclama Colibrí consternado al ver que Renato consume ávidamente el contenido del cántaro.

—No... Queda un poco... Tómala y déjanos... Cuando Renato haya descansado, hemos de hablar...

Más de dos horas han pasado antes de que vuelvan a abrirse los ojos de Renato, para clavarse ansiosos en Juan: ojos interrogadores y desconcertados, en los que arden juntos el deseo de saber y el miedo de las terribles verdades que presiente y aguarda. Otra vez, como antes, parece Renato medir y valorar la miserable estancia, otra vez tiemblan en sus labios las palabras, para brotar al fin como torrente que rompe el dique:

—No necesitas decirme que estoy en tu poder. Lo veo, lo palpo. Herido e indefenso, a tu albedrío, y, si he de creer a ese muchacho, debiéndote además la vida.

—La vida se la estamos debiendo todos a un milagro que acaso no se prolongue demasiado —explica Juan con pasmosa serenidad.

—¿Qué quieres decir? Creo recordar algunas cosas... Pero no, no es posible, son pesadillas de la fiebre, estampas del infierno, cuadros de dantesco horror...

—Recuerdas la realidad, Renato... Muy poco queda de la tierra que nos vio nacer. Hace tres meses que, día y noche, ruge ese volcán arrojando sobre ella cenizas candentes y ríos de lava. Sus ciudades son ruinas; sus ríos, lodazales infectos; sus campos, páramos calcinados... Por sus caminos corre una muchedumbre de desesperados que en vano buscan un techo o un abrigo seguro. Cada día, de nuestro único puerto aún navegable, salen barcos repletos de gentes que huyen...

—¿Nuestro único puerto navegable? —se sorprende Renato, sin comprender.

—Sí, Fort-de-France. Junto a él estamos, en la ensenada del Fuerte de San Luis...

—... ¿Saint-Pierre...? ¿La capital...?

—Ya no existe.

—¡No puede ser! —rechaza Renato en un grito de rebelde espanto—. Mi madre... ¿Ha muerto? ¡Mi madre ha muerto! ¡Oh...!

—Cálmate... cálmate, Renato. No eres tú solo el que tienes que llorar un dolor tan grande. Cuarenta mil cadáveres quedaron bajo las cenizas del que fue Saint-Pierre. Luego, se han ido sumando cientos, miles de víctimas más...

—¡Cuanto vi era verdad... cuanto recuerdo fue verdad! ¡Oh...!

—Tal vez la isla sea pronto totalmente evacuada... Aunque casi no quedan ya autoridades, quizás el nombre D’Autremont pueda conseguirte lugar en uno de los barcos que salen...

—¿Qué estás diciendo? —se rebela Renato casi con ira.

—Todos opinan que la huida es la única esperanza de salvación... y para ti no habrá dificultades. Además, no tienes ya a nadie por quien mirar, más que por ti mismo...

—¡No tengo a nadie... no tengo nada! Mi casa, mis tierras, mi fortuna en los bancos de esa ciudad que... ¡Y mi madre, Juan, mi madre!

Desesperadamente, se han aferrado a las anchas manos de Juan, que estrechan las suyas, acaso por primera vez, con gesto fraterno... Largo rato corren en silencio sus lágrimas. Luego, se secan de repente como si una saeta de fuego le traspasara el alma despertándole, sacudiéndole, enloqueciéndole de nuevo:

—¿Y Mónica? ¿Qué has hecho de ella? ¿Dónde está? Tú la tenías en el Luzbel... Pero no, no... dijiste que la habías puesto a salvo. ¿Adonde la llevaste? ¿Adonde la enviaste? ¿Rumbo a Dominica? ¿Rumbo a Guadalupe?

—¡Rumbo a Saint-Pierre! —confiesa Juan con infinita desesperación—, Yo mismo la dejé en la playa, frente al Monte Parnaso... No sé nada más... ¡No sé absolutamente nada más!

—¿Ha muerto también? ¿Quieres decir que ha muerto?

—¡Es lógico pensarlo así! —augura Juan con gesto sombrío—. La he buscado como un loco, como un desesperado. La he buscado mientras tú agonizabas, mientras tú delirabas ardido por la fiebre, semanas enteras... mientras como un cadáver te arrastraba de aldea en aldea, de ruina en ruina, dándote cien veces por muerto y otras cien por resucitado...

—¡Tres meses... tres meses! ¿Dijiste tres meses? —pregunta Renato con desesperación.

—La he buscado en todo rincón donde hay religiosas refugiadas, en las interminables listas de desaparecidos, en las relaciones de los que cada día escapan llenando esos barcos... He buscado su cadáver entre todas las ruinas de los conventos, y he buscado su nombre en las cruces de madera de los cementerios improvisados... ¡Pero he buscado en vano!

—¡Mónica ha muerto! ¡Mónica ha muerto! —repite Renato como obsesionado.

—¡Pero no me resigno a aceptarlo! No sé si es una inspiración del cielo, no sé si es un loco rayo de esperanza, no sé si mi voluntad enferma se aferra a una mentira, si una intuición clarividente me sostiene sin desmayar en una verdad increíble... ¡Pero mientras me quede un soplo de vida, seguiré buscándola!