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Juan ha dado un paso hacia la puerta, pero las manos de Renato se extienden, deteniéndolo con el ademán, y los claros ojos, que minutos antes lloraran por Sofía D’Autremont, se encienden ahora con la luz diabólica de los celos, del despecho, del ansia desesperada que el solo nombre de Mónica enciende en su alma y en su carne...

—¿Por qué esa búsqueda? ¿La amas? ¿La amas?

—¡Naturalmente que la amo! ¿Pues qué pensaste?

—Yo... yo... no sé... ¿Amarla? ¿Dijiste amarla...?

—¡Mil veces más que a mi propia vida! ¿No te das cuenta? ¿Qué me importa la vida si no he de volver a encontrarla? Mi vida entera es ella, era ella, aun cuando creyera que no me amaba, aun cuando la mirase tan lejana como a las estrellas, por las que guiaba mi rumbo, la mirada en los cielos, aferradas las manos al timón de mi nave... Loca, desesperadamente la he amado desde que algo más fuerte que mi orgullo me obligó a respetarla; desde que viéndola indefensa en mis brazos, desvalida y enferma, sentí que los deseos se apagaban, que la soberbia arriaba su estandarte, porque la fuerza de su pureza me transformaba en un hombre distinto, porque su vida y su felicidad comenzaban a ser, para mí, más importantes que nada, que nadie... ¿Que si la he amado? ¿Que si la amo? ¡Cien veces más, mil veces más de cuanto tú hayas podido amarla!

—¡Mentira! —estalla violento Renato—. ¡Más que yo, nadie! ¡Nadie! Y ella...

—¡Ella también me amaba! —corta con energía Juan—. Contra todo lo que supones, contra todo lo que piensas, contra todo lo que tenías derecho a esperar, Mónica me amaba, quería morir conmigo. A la fuerza tuve que arrancarla de estos brazos, para no arrastrarla a mi triste suerte...

—¡Eso no es verdad! ¡No es verdad!

—¡Es, Renato! Todavía me parece verla en aquella playa; todavía tengo en los oídos su último grito llamándome...

—¡No puede ser! Una mujer como ella...

—No podía amarme a mí, ¿verdad? —rebate Juan en tono colérico—, ¡Pues te equivocas! ¡Me amaba! ¡Me amaba! ¿Qué importan su nombre ni su casta? ¡Me amaba a mí, al marinero, al pirata, al bastardo! ¡Y prefirió los peligros, y aun la muerte a mi lado, antes que la comodidad de tu palacio! Esa es la única verdad... ¡Era mía, es mía, y la buscaré hasta encontrarla!

—¡No, no es tuya ya!

Renato ha vacilado, ha temblado, y vuelve a caer en el camastro. Desde allí, sus ojos miran con ansia... Recuerda su cartera, los papeles guardados en ella... Ahora está semidesnudo, bajo un techo de palmas, al total arbitrio de aquel hombre que es para él, a la vez, salvador y rival, enemigo y hermano... Repentinamente, su voluntad se agota, su valor se apaga, pero los fieros ojos de Juan parecen penetrarle, adivinarle, al señalar:

—Tus papeles están en esa caja... Ya veo que no me equivoqué al pensar que acaso eran para ti más preciosos que la propia vida. Puedes tomarlos, aunque creo que no te servirán de nada. Un poder más fuerte que toda la vanidad humana nos rige ahora... y es ése... el volcán... Escúchalo... Esa es la única voz que dispone y ordena sobre la tierra de la Martinica... Son sus golpes ciegos los que decretan la vida o la muerte, el dolor o el hambre... Es el nuevo poder que nos rige... ¡Ve a ver si, con él, tus papeles te sirven de algo!

Renato ha vuelto a incorporarse, quiere ir tras Juan, que se aleja con pasos presurosos, pero se desploma de nuevo... Cien recuerdos amargos le taladran como puñales. Piensa en su madre muerta; en Mónica, que acaso yace bajo el sudario trágico que envuelve lo qué fuera Saint-Pierre, y siente un dolor nuevo, un dolor extraño, que le enciende de vergüenza infinita... Que es desconcierto, remordimiento y gratitud amarga...

—Y le debo la vida a Juan del Diablo...

Durante más de una semana rugió aún el terrible Mont Pelée. Al fin, el veintiséis de agosto de mil novecientos dos, tras un último y terrible terremoto que sacudió a la isla entera, todo quedó en calma. Se borraron las nubes negras del cono del volcán, se acallaron los ruidos subterráneos, volvió a ser azul el cielo, y las aguas del mar se aquietaron... Lluvias benéficas cayeron a torrentes arrastrando las capas de ceniza que desgajaban los árboles y abrumaban los campos... De nuevo corrieron limpios los ríos y los arroyos, y volvieron en enormes bandadas los fugitivos pájaros... Una alegría febril, espuma de la desesperación y el dolor pasados, sacude ahora las destartaladas calles de Fort-de-France. Se han puesto en movimiento los pocos caballos y los escasos coches que quedan disponibles. Brigadas de voluntarios apartan los escombros y acondicionan lo mejor posible muelles y embarcaderos, en la entrada de la hermosísima bahía, frente a la que se alza la pequeña ciudad. Y cuando los barcos tanto tiempo esperados se distinguen en la línea imprecisa del horizonte, les saludan los viejos cañones del Fuerte de San Luis y las campanas, montadas en travesaños sobre los escombros, para que puedan lanzar al aire la voz de sus repiques... Mientras, en la quinta casi en ruinas, que fuera refugio de las Molnar, las campanas y el cañoneo se oyen como algo lejanos...

—¡Aquí está el señor don Noel, mi ama! —avisa Ana gritando a voz en cuello.

—Albricias, mi apreciada Catalina... Pero, Mónica, ¿dónde está? —saluda y pregunta el viejo notario.

—¿Dónde ha de estar, más que en el hospital? —explica Catalina—. Para allá se fue antes de que amaneciera, como cada mañana...

—Hoy es un día distinto, ¡caramba!

—Para ella, no. Cada día que pasa, parece que su dolor creciera, porque le quedan menos esperanzas...

—Tiene razón. Pero, de todos modos, no puede abandonarse al dolor como lo hace... Vine a buscarla, porque el nuevo gobernador está desembarcando, y el comandante de las fuerzas, que tanta admiración y tanta gratitud siente por Mónica, quería que ella fuese de las primeras personas en saludar a su Excelencia. ¿Dice usted que fue al hospital?

—Justamente al que instalaron junto a Palacio... Allá la encontrará...

—Bueno, en ese caso, voy para allá... Hasta la vista, Catalina...

—¡Colibrí... Colibrí...! ¿Qué es lo que pasa? ¡Colibrí! ¿No me oyes? —llama Renato alarmado ante el estruendo de una salva de cañonazos.

—Ya va... Ya va, señor Renato... Estaba mirando cómo echan candela los cañones del Fuerte. ¿Acaso pensó usted que era el volcán? Dicen que está apagado, y bien apagado... Que ya no va a temblar más...

—Entonces, ¿esos cañonazos...?

—El nuevo gobernador está desembarcando. Desde arriba de la loma vi cómo se acercaba el barco... un barco grande, grande, y otros dos que vienen detrás... En uno dicen que traen soldados, y en otro, cuanto Dios crió... Todas las cosas que mandan de regalo desde Francia para los que nos quedamos en la Martinica, para los que no tuvimos miedo del volcán...

Lentamente, con visible esfuerzo, Renato se ha alzado de su camastro y, apoyándose en la frágil pared, da algunos pasos vacilantes sobre aquel piso desigual...

—¿No ha vuelto Juan?

—No, señor. Pero seguro que viene esta tarde... Él sabe que lo que trajo para comer, ya se ha acabado. Y ya usted sabe... De donde sea, pero él lo trae...

Otra vez Renato D’Autremont ha sentido que una ola de rubor enciende sus mejillas. No es sólo el hecho heroico de haberle rescatado de la muerte, de haberle llevado en brazos venciendo al dolor y fatiga... También aquel hombre extraño, hermano y enemigo, salvador y rival, ha traído cada día, para él, el alimento necesario, vendas para su herida, medicinas para su fiebre, techo para su intemperie, humana piedad para su desamparo... ¡Durante tres meses, él, el opulento Renato D’Autremont, ha recibido el pan de las manos de Juan del Diablo!

—¿Va a salir, señor Renato? ¿No espera al patrón?

—Creo que más vale que no lo espere...

—Pero solo no va a poder andar. El patrón dijo que usted estaba todavía muy débil...

—He de hacer un esfuerzo... Es necesario...