Ha palpado la camisa destrozada, que apenas cubre su cuerpo desnudo; sus pies descalzos, que asoman de los rotos y gastados pantalones de burdo dril... Comprensivo, Colibrí sonríe y explica:
—En aquella caja le tenemos guardadas sus botas y una chaqueta que encontramos. El patrón me hizo siempre cargar con esa caja, diciendo que si usted se levantaba, no iba a saber caminar descalzo... También hay una cartera, un anillo y un reloj que no anda...
Renato ha tomado aquel cajón, que es arca de sus pobres tesoros... Allí está su chaqueta de hilo, rota y quemada; su reloj, sus sortijas, las altas botas que calzara para tomar el mando del Galión, y bajo la cartera, con su dinero intacto, arrugados y desteñidos, la anulación del matrimonio de Mónica y el nombramiento de oficial en activo, que le autoriza a perseguir a Juan del Diablo...
—El amo dijo que esas cosas eran de usted, y que se las diera si algún día las necesitaba... ¿Va a vestirse? ¿Va a salir por fin?
—Es preciso... Debo hacerlo... Debo hacerlo cuanto antes... Tengo que acercarme a ese hombre que acaba de llegar... ¡Tengo que ver al nuevo gobernante que nos envía Francia!
Con esfuerzo, se ha vestido Renato. Con paso vacilante, que sólo sostiene la tensa cuerda de la voluntad, ha cruzado el ancho trozo de playa y, apenas ha desaparecido su figura tras el saliente que forman las murallas del viejo Fuerte de San Luis, otro paso bien conocido, ahora lento y cansado, ha hecho acudir a Colibrí a la otra entrada de la desmantelada cabaña, para señalar excitado:
—Por ahí va, por ahí va... Todavía lo puede sujetar si usted quiere... Todavía puedo ir yo en una carrera a decirle que usted le quiere hablar... ¿Oyó, patrón?
—Oí... Pero, ¿de quién hablas?
—¿De quién va a ser, sino del señor Renato? Sé levantó, se vistió y lo cogió todo, patrón... los papeles también...
—Todo era suyo, Colibrí —corrobora Juan con desaliento y cansando.
—Los estuvo mirando mucho rato... Yo creí que iba a dejarlos, pero se los guardó en el bolsillo... También el grande, el de los sellos, en el que le daban permiso para... ¿No se acuerda, patrón?
—Sí, Colibrí... Perfectamente... Para perseguirnos, para prendemos, para matarme si me resistía a entregarme mansamente. Es natural que lleve ese papel consigo...
—Y dijo que se iba a ver al gobernador ese que acaba de llegar. ¿También es natural, patrón?
—También, Colibrí. Ese hombre que ha llegado, representa la vuelta al orden establecido antes, el respeto a los privilegios, a los apellidos ilustres, a las grandes fortunas, al poder de los que tienen el derecho a la tierra firmado y sellado... ¿Cómo no había de ser Renato el primero que acudiera a saludarlo, si él es uno de los primeros privilegiados?
—¡Pero usted lo sacó del agua cuando se estaba ahogando! ¡Usted lo curó y lo cuidó tres meses! Usted... Usted...
—Olvida ese pequeño detalle, Colibrí, como probablemente ya Renato lo habrá olvidado... Olvídalo y dame un poco de agua...
Se ha sentado en el duro camastro, con gesto de profundo desaliento, de absoluto cansancio... Un momento entrecierra los párpados, y luego los entreabre para dejar vagar la mirada por el extraño y áspero paisaje...
—Aquí está el agua, patrón. Se ve que está muy cansado... No encontró a la señora Mónica, ¿verdad?
—No... En Ducos, en Saint Spri, en Rivière Salée, hay monjas refugiadas, pero ninguna pudo darme razón de ella... Todas me repitieron la misma frase horrible, todas me recordaron, con palabras más o menos corteses, que son más los muertos que los vivos, los desaparecidos que los sanos, sobre esta tierra desdichada... Tal vez tengan razón, tal vez sean los demás los que tengan razón... Y ahora, déjame, Colibrí.. Quiero estar solo un rato...
Ha hundido la frente entre las manos, y mientras el muchacho se aleja muy despacio, la eterna y dolorosa pregunta acude incontenible a sus trémulos labios:
—Mónica, ¿dónde estás?
—Mónica... la mañana entera llevo buscándola...
—¡Oh... amigo Noel! Aquí estoy...
—Donde menos pude pensar. Parece que tiene usted un empeño especial en ocultarse... De punta a punta recorrí el hospital, sala por sala y cama por cama...
—Me retiré, dejando el puesto a las verdaderas enfermeras. Me dijeron que el nuevo gobernador había traído personal y material apropiado para atender a las necesidades de todos...
—Naturalmente que trajo consigo algo de lo mucho que nos hace falta... La piedad del mundo entero se ha conmovido de nuestra desgracia; pero ésa no es una razón para que usted se esconda... No sabe usted con qué interés, con qué empeño ha pedido el gobernador Vauclín que la lleven a su presencia. Es la primera de una lista que le entregaron al desembarcar... La primera entre las personas que, con su abnegación y su heroísmo, han sostenido el espíritu colectivo en esta desdichada Fort-de-France.
—¿Qué dice, Noel?
—Hija de mi alma, creo que se cuentan por miles las personas a quienes usted ha atendido, cuidado y vendado. A su ejemplo se formaron las brigadas de voluntarios para socorrer a los heridos sin familia... ¿Y quién sino usted, y las mujeres que han seguido su ejemplo, se ha ocupado de tanto niño desamparado y huérfano? El nuevo gobernador está sorprendido, maravillado... Son tantos los que le han hablado de usted... Vamos... Dispóngase a venir conmigo...
—¡Oh, no, Noel! ¿Para qué? Hice lo que pude, mientras fue necesario. Ahora que no lo es, más vale...
—Pero, ¿está loca, Mónica? Vamos... Vamos. Me comprometí a llevarla inmediatamente. No puede dejar caer así el ánimo, cuando todos la reconocen y la aplauden, cuando, con toda justicia, van a empezar a premiar sus desvelos...
—No merezco ningún premio, y usted más que nadie lo sabe. He luchado con todas mis fuerzas contra la desgracia... Me ha sostenido una loca esperanza... He tenido las fuerzas increíbles que sólo da un anhelo clavado en la carne, en el alma...
—¡Mónica! ¡Mónica!
Mónica de Molnar y Pedro Noel han retrocedido, pálidos, temblando, sin dar crédito a los ojos que afirman lo que los oídos escucharon... Palidísimo, vacilante, desfigurado hasta parecer otro hombre, Renato D’Autremont se ha detenido bajo el roto arco que da al patio en ruinas... Parece ahogado de emoción, desorbitados los ojos que se clavan en ella, paralizado por la sacudida brutal de aquella sorpresa enorme... Pero es él, y hacia ella va con las trémulas manos extendidas... El viejo notario le ha sostenido, cuando el joven D’Autremont se tambalea como si fuera a desplomarse. Luego, las manos de Mónica le alcanzan, y él las estrecha enloquecido, las besa alborozado, para al fin apretarla en un abrazo sin palabras...
—¡Era verdad! ¡Era verdad! ¡Eras tú... tú...! ¡Vives... vives...! Y usted también, Noel... Usted...
—Cuidado, Renato... —aconseja Noel en tono cariñoso. Le ha ayudado a sentarse en una de las rotas columnas del patio, al verle sin aliento, aspirando con dificultad el aire, abriendo al fin la andrajosa chaqueta y desgarrada camisa, mientras Mónica y Noel contemplan con espanto la horrible cicatriz de su pecho, y Renato confiesa haciendo un esfuerzo:
—Sí, Mónica... Es un milagro que viva después de esta herida, que alguien me sacara de aquel infierno de agua hirviente, donde caí con el pecho atravesado... Es un milagro que pueda respirar, que pueda ver la luz del sol, y mirarte...
Como un torrente, han brotado las lágrimas de los ojos de Mónica, resecos ya desde semanas y meses atrás. Sus pies vacilan, mientras acuden a sostenerla los brazos del notario, mientras aquel nombre que es su vida entera, va de su corazón a sus labios sin acabar de formarse en una palabra...
—Mónica, mi vida... Cuando vi tu nombre en aquella lista, cuando me repitieron que vivías, que estabas aquí, que habían ido a buscarte, salí como un loco. No podía creerlo... no puedo creerlo ni aun mirándote... ¡Él te ha buscado tanto!
—¿Él? —se sorprende Mónica dándole un salto el corazón. Y casi con un grito, indaga—: ¿De quién estás hablando?