—Del hombre a quien le debo la vida. Ya le mandé a buscar antes de correr a ti, aun antes de correr a ti, envié a buscarle. Se lo debía, Mónica...
—Pero, ¿de quién hablas?
—¿Y de quién puedo hablar?
—¡Juan... Juan... Juan...! —grita Mónica como enloquecida de alegría—. ¡Vive... vive...! ¿Dónde está? ¿Dónde está?
—Fueron por él... Mandé a alguien que corriese... No puede tardar ya... Está muy cerca, junto al Fuerte de San Luis, y... ¡Mónica...!
Pero Mónica corre ya por el camino abierto entre las ruinas...
19
¡CUANTO HA DURADO el largo abrazo, el inmenso abrazo donde no caben las palabras, donde se ahogan las voces y corren las lágrimas... el abrazo desesperado y encendido que tiene sabor de eternidad!
—¡Tú... tú...! ¡Mónica...!
—¡Juan... Juan...!
Nada más fuerte que aquellos dos nombres, que se unen como al fin se han unido las bocas, en un beso tras el cual puede morirse, porque ya se ha vivido... Ninguna otra palabra puede expresar nada, sino los nombres que brotan entre el calor amargo de las lágrimas y la dulzura sin término de una felicidad apenas soñada...
—¡Yo ya no podía seguir viviendo, mi Juan! ¡Todo estaba perdido, todo había terminado! ¡Ya no quería más que morir!
—También yo había perdido la esperanza, mi Mónica... Ya no quería sino buscar la muerte... Y sin embargo, tú vivías, tú alentabas... Estabas cerca, cerca... ¡increíblemente cerca!
Hablan, unidos aún en aquel abrazo, los ojos en los ojos, las manos en las manos, casi los labios en los labios... Hablan indiferentes a todo, ausentes del mundo que a su alrededor parece borrarse bajo el peso de una felicidad que es casi abrumadora, en un delirio de los sentidos y del alma, que les hace pensar que viven un sueño... Desde el roto arco de lo que fuera un patio, Renato D’Autremont mira las dos figuras lejanas que forman una sola en el abrazo interminable... hacia ellos va Pedro Noel, a todo cuanto dan sus cansados pies... La frente de Renato se pliega en una arruga profunda, su rostro se contiene... Luego, apoyándose en las ruinas, se aleja muy despacio...
—Tú me aguardabas, Mónica, y yo corría enloquecido detrás de cada indicio, de cada huella, de cada posibilidad... Y a cada desengaño, me rebelaba; y a cada golpe de la lógica, la divina sinrazón de mi amor gritaba más alto... Sabía que vivías... sabía que me aguardabas... Sólo un momento sentí la certidumbre horrible...
—Yo también. Fue un momento nada más, un momento de desesperación, de locura... Luego, tuve la certeza, y a todas horas pronunciaba tu nombre, llamándote; y a todas horas, mi pensamiento era como un grito queriendo vencer tiempo y distancia...
—Y llegaba hasta mí... Llegaba, Mónica, llegaba...
—¡Juan... Juan...! ¡Muchacho, es lo más maravilloso que pensé que pasara!
—¡Oh, Noel, amigo mío!
Han regresado al mundo, han mirado a su alrededor como si despertaran. A poca distancia, aguardan dos soldados, los que van a buscar a Juan, y un extraño estremecimiento le recorre, cuando pregunta:
—¿Y Renato?
—No sé... Se ha ido... Él mandó a buscarte... Dijo que te debía la vida, que por ti alentaba... Mandó a buscarte apenas supo que yo vivía... ¿Qué te pasa, Juan? ¿Por qué ese gesto?
—¿Sabes que no tengo ya derecho a tenerte en mis brazos? ¿Sabes que no somos esposos?
—¡Nada ni nadie podrá separamos!
Otra vez Mónica se ha arrojado en los brazos de Juan, abiertos para estrechar; otra vez se ha apretado contra aquel pecho rudo y ancho, y un instante quedan de nuevo unidos por aquel fuerte abrazo que funde en una sus dos almas. Pero la mano de Juan se alza señalando a los soldados que, sorprendidos e indecisos, quedaron aguardando a corta distancia:
—Esos hombres tienen la orden de llevarme ante el nuevo gobernador. Les seguí porque, apagándose en mi alma la esperanza de volver a encontrarte, no me importaba nada ya, y nada me importa todavía, pues ningún precio será demasiado alto por haberte encontrado. Yo sabré afrontar mi destino, Mónica, ese destino del que quise apartarme porque me sé hijo de la desgracia...
—¡No podrás apartarme nunca! Lo que sea lo afrontaremos juntos. Sólo quiero estar a tu lado, ser tu esposa. Si está roto el lazo que nos ataba, lo ataremos de nuevo, una y cien veces... Adonde tengas que ir, iré contigo... ¡No me importa la tierra ni el lugar!
—Mónica... Mónica... ¿es cierto que me amabas? ¿Es cierto que me amas? ¡Nada me importa teniendo esta verdad en el alma! Ahora es preciso separarnos de nuevo...
—¡No nos separaremos! Iré donde tú vayas. Y si Renato ha sido tan vil, tan canalla...
—Él también te ama, Mónica; te ama desesperadamente. Yo sé que luchará hasta el final...
—¡No luchará... oirá la verdad de mis labios! Y si es cierto que ese nuevo gobernador piensa que yo merezco algo...
—Sabré defenderme, Mónica, no te inquietes... Renato conserva los papeles en los que el Papa anulaba nuestro matrimonio, devolviéndote la libertad absoluta...
—¡Nadie puede anular mis sentimientos, Juan!
—Y el papel que le autorizaba a perseguirme, a encarcelarme... Otra vez Renato D’Autremont contra Juan del Diablo...
—Vamos, en marcha... El señor gobernador aguarda —apremia el sargento acercándose a la pareja.
—¡Adiós, Mónica... mi vida, mi alma!
—¡No, no me separarán de ti otra vez!
Juan se aleja ya entre los soldados. Sólo un instante vacila Mónica, y después le sigue con paso raudo...
—¡Oh, Noel, han puesto preso a Juan!
—Ya lo sé... ya lo vi... ¿Por qué se imagina que eché a correr para acá en cuanto me di cuenta que llegaba entre dos soldados? Quería ganarle por la mano a Renato... Pero, por desgracia, no pudo ser...
—¿Dónde está Renato? ¿Entró? ¿Es posible que Renato...?
—Calma, hija mía, calma... Renato entró antes que nadie, y esas malditas puertas están bien guardadas... Pero lo peor que puede uno hacer es precipitar los acontecimientos... Hay que tener calma...
—¡Yo no puedo aún creer que Renato sea capaz...!
—Yo tampoco quisiera creerlo, pero una vez le vi peor que a un tigre de Bengala. Lo vi ciego de celos y de rabia...
—¡Es preciso salvar a Juan... hacerle huir, esconderle...!
—Justamente es lo que estoy pensando. Si aprovecháramos la confusión que reina todavía en estos primeros momentos... Si pudiéramos sacarlo de aquí...
—Por esa reja que cerraron detrás de ellos, le hicieron entrar...
—Entonces, la cosa va de prisa. Por allí le meterán directamente a la sala que el nuevo gobernador ha tomado como despacho. Puede que a estas horas ya esté allí enfrentándose con Renato... Daremos la vuelta... del otro lado hay paredes derrumbadas...
—¡Necesito decirle a Renato que lo odiaré mientras viva si hace algo contra Juan! ¡Necesito decirle que su vida es la mía, que le quise siempre, que le querré mientras el corazón me late!
—¡Con cuánto placer estrecho su mano, señor D’Autremont! Entre otras noticias, igualmente lamentables, tenía la de la absoluta desaparición de su familia... Pero hágame el favor de sentarse... Se ve que está usted mal... Se comprende cuánto ha sufrido...
—Todos hemos sufrido, señor gobernador...
Pálido y vacilante, en lucha despiadada contra sus propios sentimientos, Renato D’Autremont ha aceptado el asiento que Gerardo de Vauclín acaba de ofrecerle. Culto, refinado, arrogante, el nuevo gobernador de la Martinica no cuenta más de treinta y cinco años, y contempla con interés y simpatía el rostro juvenil y demacrado del caballero D’Autremont, más duro y viril tras las penas y dolores pasados...
—No quiero hablarle de las desgracias que sin duda han pasado, señor D’Autremont. Además, el tiempo apremia. Le aseguro que estoy abrumado frente a la enormidad de tarea que acepté... Casi no sé por dónde empezar... Necesito estar seguro de la cooperación de los mejores, de usted el primero...