Sofía cierra los ojos y queda inmóvil. Renato se aleja unos pasos, tambaleándose como ebrio, mientras la ardiente mirada de Yanina le sigue por la alcoba, y, cuando traspone la puerta, va tras él...
—Señor Renato... Voy a mandar por el médico... El doctor dijo que la señora podía quedarse en uno de estos accidentes, que darle un disgusto era lo mismo que clavarle un puñal, y acaso sería conveniente que usted supiera que últimamente tiene disgustos a todas horas...
—Lamento en el alma haberme dejado llevar...
—Perdón, señor, no lo decía por usted. Hay alguien que parece preparar disgustos para la señora, dárselos deliberadamente... No quisiera que el señor me obligara a nombrar a nadie, ni creo que sea necesario. A poco que lo piense, sabrá dónde está la fuente del veneno en esta casa... Con su permiso, señor...
Se ha ido como si se desvaneciera. Profundamente preocupado, Renato da unos pasos como sin rumbo. Ha llegado hasta aquella habitación abrumada por los grandes estantes, repleta de libros polvorientos, y se deja caer en una butaca, hundiendo entre las manos la frente, mientras murmura:
—Tu herencia, Juan... Sí... ¡Tendrás toda tu herencia!
—¿No es una cantidad fantástica de dinero Noel?,
—Si, hijo, es como un sueño. ¡Qué racha de suerte, qué locura de suerte! Nunca pensé que pudieran hacerse así las cosas. Aquí hay, por lo menos, cien mil francos, una pequeña fortuna, ¿te das cuenta? Con esto puedes emprender cualquier negocio, lo que se te antoje... hacer aquella casa de que me hablaste, en el Cabo del Diablo... Si yo estuviera en tu pellejo, me daba un baño inmediatamente, me afeitaba esas barbas de filibustero, me vestía como las personas decentes y tomaba el camino del Convento de las Siervas del Verbo Encarnado...
—¿Por qué? ¿Para qué?
—No me lo preguntes en ese tono. ¿Para qué va a ser? Para decirle a esa a la que no quisiste invitar a seguirte a un hospedaje de taberna, que puedes ofrecerle ya un hogar decente y digno, que la vida comienza, o puede comenzar, en cualquier momento, y que vas a empezarla de nuevo a los veintiséis años, por ella, para ella... porque es tu esposa y porque la quieres...
Juan del Diablo se ha puesto de pie, apartando la pequeña mesa de aquel cuarto destartalado, en la que se amontonan billetes y monedas. Es un tugurio más entre tantos de los que abundan en las callejuelas de aquel barrio, un cuartucho con honores de habitación de fonda...
—¿Por qué pretende usted convertirme en lo que no soy ni jamás seré? Si yo pensara que este inmundo puñado de billetes, ganados por un golpe de azar, era capaz de cambiar los sentimientos de Mónica, pensaría, al mismo tiempo, que no vale la pena...
—Hijo, no es por el dinero. Compréndelo... Es que con esto puedes cambiar totalmente de actitud y de vida... ¿Quién te asegura que Mónica no te quiere?
—Noel, mi buen Noel, no se esfuerce —aconseja Juan con amargura—. Sé perfectamente a qué atenerme con respecto a ese punto... Pase lo que pase, lo quiere a él... Estoy bien seguro...
—Pues si estás tan seguro —rebate Noel con cierta ira—, ¿por qué no la dejas en libertad y te vas bien lejos?
—No soy yo quien la ata ni quien la esclaviza. Sin una palabra la dejé en el convento, y ella, desde allí, solicita la anulación de nuestro matrimonio...
—¡No lo creo!
—¿Por qué no lo cree? Quien me lo dijo está segura...
—Segura... Luego, fue una mujer... Fue la otra, ¿verdad? —Y sin poderse contener, el viejo Noel estalla—: ¡El diablo cargue con ella! ¿Y luego no quieres que te diga que algunas veces eres un niño, o que te comportas como tal? ¿Cómo es posible que creas nada que salga de esa boca?
—No me crea tan niño, Noel. Esa boca engaña, intriga, miente, fabrica mundos diabólicos para su capricho, pero en eso no mintió. Sé muy bien cómo siente Mónica... Un momento pude engañarme, pero nada más que un momento. Mientras sea mi esposa, su deber la ata a mí, y será leal, aun contra todos sus sentimientos. Su escrupulosa conciencia de novicia la estremece, la hace pensar que peca hasta con acariciar un sueño... No siendo mi esposa, podrá soñar sin que se lo reproche su conciencia, sin que la atormenten sus escrúpulos...
—Para el caso sería igual, tratándose de quien tú crees que se trata. Casada o no, es un imposible para ella.
—¿Y qué? Puede soñar a sus anchas... Soñando con él pasó su vida entera... ¡Soñando con él querrá esperar la muerte! Y él... —Se ha interrumpido un instante, y en seguida rechaza con rencor—: No... En él son más que sueños... Él está ya en el despeñadero de todas las pasiones y no se detendrá ante nada. Él es un D'Autremont de pies a cabeza...
—¿Y acaso no lo eres tú también?
—¿Yo...? Tal vez... Pero no quisiera serlo... Quisiera ser, de verdad, un hijo de nadie, ignorar qué sangre corre por mis venas. Le juro que podría respirar más a mis anchas si lo ignorase todo... Pero junto con ese nombre, vuelve a mí todo el horror de mi infancia: la cabaña de Bertolozi, la crueldad de aquel hombre que vengaba en mi carne inocente todo el dolor de sus ofensas... Y ni siquiera puedo traer a mi memoria lo único que podría dulcificarlo todo: la imagen de mi madre, la conciencia de haberla visto alguna vez. ¿La vio usted, Noel? ¿Puede decirme cómo era?
—La vi, sí... Pero, ¿para qué vamos a hablar de eso? —murmura el viejo, conmovido, luchando por serenarse—. Es inútil hacer horrible el presente a fuerza de verter el pasado sobre él. Tu madre era desdichada y hermosa. También puedo decirte otra cosa: no hubo interés ni codicia en ella... Pecó por amor, y pagó su pecado con lágrimas y sangre... Yo la vi algunas veces, y no podría decirte cómo era su sonrisa, pero sí que sus lágrimas corrieron a raudales...
—¡Entonces he de odiarlo aún más a él... a ese Francisco D'Autremont que me dio el ser de esa manera!
—Él la quiso también, hijo. La quiso honda y sinceramente. Aunque tú no lo creas, latía un corazón debajo de su orgullo, de su orgullo enorme, inmenso... Por eso quiero refrenar el tuyo. El primer pecado del mundo fue la soberbia. No caigas tú en él...
—Mi pobre Noel, no diga tonterías. Si un hombre como yo no tuviese orgullo, sería un gusano, y yo prefiero ser una sierpe llena de veneno para que no sigan pisoteándome...
—Gusano naciste, pero ya no lo eres. Porque sé que puedes volar, te muestro el camino del cielo. ¿Por que no levantarte, haciendo dignidad fecunda de lo que sólo es orgullo estéril? ¿Quieres que sea yo quien vaya al convento, quien le diga a tu esposa...?
—No, Noel... ¡Mi esposa! A sarcasmo me suena esa palabra. No le diga nada. Yo seré quien vaya a verla, quien le hable, aunque creo que nada va a cambiar con eso... Hablaré yo, pero no le diré lo que usted pretende... Aun tengo algo que preguntarle a Mónica de Molnar, y mi vida será lo que resulte de esa respuesta...
Muy despacio, con un paso tan leve que apenas rozan sus pies los gastados escalones de piedra, baja Mónica de su celda rumbo a aquel gran patio interior que es jardín y huerta en el Convento de las Siervas del Verbo Encarnado... Otra vez las campanas llaman a los fieles, ahora con el blando tañido soñoliento que invita a la oración de la tarde... Otra vez, religiosas y novicias van a la iglesia en apretadas filas, mas Mónica marcha en dirección contraria. Ha salido de su celda, sintiendo que se ahoga entre aquellas paredes, pero, como por instinto, huye de todas las presencias... Lo único que su alma anhela es silencio, soledad... Aun en el claustro le parece estar demasiado cerca del mundo. Ha dejado los arcos que limitan el claustro, queriendo llegar hasta un rincón donde sólo pueda ver los árboles y el cielo, pero algo se agita entre las ramas de los arbustos al verla aparecer... Una redonda cabeza oscura asoma, dos grandes ojos negros brillan sobre la piel color de ébano, un cuerpecillo menudo y ágil salta acercándose a ella...