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Largo rato ha permanecido inmóvil Renato D'Autremont, baja la frente, apartado de ella, mientras Mónica, en medio de la estancia, pregunta con espanto a su corazón por qué aquellas palabras de amor le suenan frías, huecas; por qué mientras el hombre a quien un día amara, dice cerca de su oído las frases que soñara oírle decir tantas veces, no hay una sola fibra en ella que se conmueva... Por qué hasta su dolor parece apagarse y, como una respuesta, otra imagen, otro nombre, otra forma se va alzando alma adentro, y es entonces una oleada de compasión la que se desborda para el hombre que sufre por ella...

—¡Sufro hasta morirme, Mónica! ¿Por qué no me dices que tú también sufriste por mí inútilmente? ¿Por qué no te recreas en mi dolor, que es tu desquite?

—Sería tonto y cruel...

—Serías cruel, pero no dejaría la esperanza de que cuando estuviese saciado tu rencor...

—No te guardo rencor...

—¡Ni eso! —se queja Renato con infinita amargura—. ¿Tan muerto está lo que fue tu amor por mí?

—Sí, Renato, tan muerto... tan irremisiblemente muerto... Pero, ¿por qué has de desear que sea de otro modo?

—¡Porque no soy un santo, Mónica! Porque soy un hombre que ama y sufre, y sería una especie de consuelo desesperado pensar que sufrimos a la vez, que te hiere mi misma herida, que te amarga mi misma pena, que mientras yo devoro las horas en silencio, pronunciando tu nombre, es el mío el que sube a tus labios cuando parece que meditas o rezas... Porque por el ciego egoísmo del amor, sería un consuelo saber que agonizamos juntos. ¿Comprendes? No voy a pedirte nada, no voy a exigirte nada... Sólo eso, si lo tienes en el alma. Dime que sufres por mí, que lloras por mí, y te juro alejarme sin querer enjugar tus lágrimas con mis besos. ¡Dame ese consuelo, Mónica!

—¡No puedo, Renato, no puedo!

—Perdón si me atrevo a interrumpirles —se disculpa la madre abadesa irrumpiendo sorpresivamente—. Han sido inútiles mis esfuerzos por convencer a un nuevo visitante. Es un señor que alega sus derechos legales, y...

—¡Juan! —exclama Mónica en un grito semiahogado.

—¡Juan! —repite Renato con ira y sorpresa a la vez.

En efecto, Juan ha aparecido tras las blancas tocas de la priora. Jamás fue más dura, más desdeñosa, más cargada de sarcasmo la mirada de sus ojos oscuros... Jamás fue más amargo el soberbio pliegue de su boca. Renato ha dado un paso hacia él, pálido de ira, y Mónica tiembla, sintiendo que le faltan las fuerzas, que va a desplomarse, mientras, comprensiva y piadosa, la monja acude a sostenerla... Toda la fuerza que le queda está en la mirada, clavada en Juan como si bebiera su imagen. ¡Cuánto ha deseado, durante las pasadas horas, verle otra vez, tenerle cerca! ¡Qué amargo consuelo es contemplarlo, aunque sólo salgan de sus labios palabras de hiel!

—Creo que llego a tiempo... al menos para mí mismo. A ustedes, supongo que mi visita les resultará altamente desagradable, pero, ¿qué vamos a hacer? ¿Terminaste tu conferencia con el caballero D'Autremont, Mónica? ¿Puedes concederle un minuto de audiencia al hombre a quien juraste seguir y respetar, al pie de los altares? ¿Vas a escucharme? ¿No es demasiado sacrificio? ¿No es demasiado esfuerzo?

—Pensé que todo estaba dicho ya entre nosotros —replica Mónica en un débil hilo de voz.

—En cierta forma, no te falta razón. Venía por una pregunta que casi responde por sí sola la presencia de Renato. Pero, de cualquier modo, quiero hacértela...

—La presencia de Renato no significa nada —rebate Mónica vivamente—, y harías muy mal interpretando...

—¡Caramba, qué duro está eso para él! —comenta Juan con manifiesta ironía—. Por lo demás, yo no interpreto... Demasiado sé a qué atenerme... Y no te esfuerces, reconozco tu rectitud, tu entereza. Tú no sucumbes... ¿Puede o no puede ser que se nos deje solos un instante?

—¡No me moveré de junto a Mónica! —rechaza Renato con gesto decidido—. ¡Si quieres hablar, hazlo en mi presencia!

—Podría hacerlo, pero quisiera saber qué código religioso o civil te da derecho a interponerte entre los que Dios ha unido, según ustedes... Dios y los hombres, podría yo añadir... Recuerdo haber firmado también pápeles delante de un notario, y que tu firma, como testigo del acontecimiento, fue puesta al pie de esos documentos legales, de los que por cierto he mandado sacar una copia... No es cosa de que se me acuse de salteador de conventos cuando quiero hablar con mi esposa...

—¡Eres un canalla! —se enfurece Renato—. ¡Maldito...!

—¡Por Dios! —clama Mónica, asustada.

—No te asustes, Mónica —aconseja Juan en tono burlón—. No pasará nada absolutamente... al menos, aquí. Este es uno de los lugares que ustedes respetan; los decentes, los bien nacidos, los de nombre ilustre, saben perfectamente que el locutorio de un convento no se presta a discusiones de cierto genero... Tampoco pensé yo que se prestaba a toda clase de visitas... No estoy culpándote, Mónica, pero confieso que pensé encontrarte en un poco más en retiro.

Renato se ha mordido los labios, conteniéndose con esfuerzo; ha vuelto nerviosamente la cabeza hacia el lugar en que espera hallar a la abadesa, pero ésta ha desaparecido tras las cortinas de una puerta lateral, y él deja escapar a medias la bocanada de cólera que le ahoga:

—No vas a seguir abusando de ese matrimonio absurdo. No vas a seguir imponiéndole a Mónica tu presencia. Ella no quiere verte ni oírte. Ya hizo bastante defendiéndote. Por ella, y sólo por ella, estás en libertad, en vez de haber pagado tus culpas. ¿No fue bastante para que la dejaras en paz? ¡Déjala ya! ¡Está enferma, ha llegado al límite de sus fuerzas!

—Sin embargo, no le han faltado para firmar cierta solicitud de anulación de matrimonio... ¿No es cierto?

—¿Quién te dijo...? —quiere saber Renato.

—No te preocupes por mis fuentes de información. Ya veo que son exactas.

—¡Sal de aquí, deja tranquila a Mónica! ¡Y no soy yo quien te lo ordena, sino ella quien lo implora con la actitud, con la mirada, ya que las palabras no pueden salir de sus labios!

—No, Renato —refuta Mónica haciendo un titánico esfuerzo—. Eso no... Por Dios... Déjame a solas con Juan. Te lo ruego...

—Muchas gracias —agradece Juan con glacial indiferencia—. No esperaba menos de tu nunca desmentida gentileza...

Juan ha seguido con la mirada irónica a la furiosa figura que se aleja. Luego, contempla a la pálida mujer: como desplomada en la ancha butaca de cuero... Es como si, en efecto, Mónica hubiera llegado al límite de sus fuerzas. Ahora llora, llora, el pañuelo sobre el rostro, en ahogados sollozos que llegan al corazón de Juan como flechas mojadas de veneno... Largo rato calla, contemplándola, contenida un momento su amargura, transformado el gesto altanero por el de una piedad que es abandono y desaliento...

—Está bien, Mónica... No es mi deseo atormentarte. Supongo que lloras todas esas lágrimas por tu amor imposible... Imposible para tu modo de pensar... Pero, al menos, te queda un consuelo: la dedicación y la fidelidad de Renato...

—¡Basta! —chilla Mónica reaccionando con ira—. Si todo lo que querías decirme era eso...

—¡Oh, no! En absoluto... Cualquier cosa pensé, menos tropezarme con el caballero D'Autremont aquí, en el convento... Al fin y al cabo, a veces resulto ingenuo, creo que son sinceros los que hablan de su respeto y de su religión, con la mano en el pecho: los caballeros, los bien nacidos... La conciencia de ustedes es tan complicada, que no la entiendo. Soy como el sapo que croa al borde de su charca...

—¿A qué viene todo eso, Juan?

—A nada... Son cosas que trato de explicarme a mí mismo... Es extraño cómo me gira la cabeza... Ahora no recuerdo lo que venía a decirte...