Me da lo mismo lo que piensen. ¡Yo les mostraré lo que es volar! No seré más que un puro Bandido, si eso es lo que quieren. Pero haré que se arrepientan…
La voz surgió dentro de su cabeza, y aunque era muy suave, le asustó tanto que se equivocó y dio una voltereta en el aire.
– No seas tan duro con ellos, Pedro Gaviota. Al expulsarte, las otras gaviotas solamente se han hecho daño a sí mismas, y un día se darán cuenta de ello; y un día verán lo que tú ves. Perdónales y ayúdales a comprender.
A un centímetro del extremo de su ala derecha volaba la gaviota más resplandeciente de todo el mundo, planeando sin esfuerzo alguno, sin mover una pluma, a casi la máxima velocidad de Pedro.
El caos reinó por un momento dentro del joven pájaro.
– ¿Qué está pasando? ¿Estoy loco? ¿Estoy muerto? ¿Qué es esto?
Baja y tranquila continuó la voz dentro de su pensamiento, exigiendo una contestación:
– Pedro Pablo Gaviota, ¿quieres volar?
– ¡SI, QUIERO VOLAR!
– Pedro Pablo Gaviota, ¿tanto quieres volar que perdonarás a la Bandada, y aprenderás, y volverás a ella un día y trabajarás para ayudarles a comprender?
No había manera de mentirle a este magnífico y hábil ser, por orgulloso o herido que Pedro Pablo Gaviota se sintiera.
– Sí, quiero -dijo suavemente.
– Entonces, Pedro -le dijo aquella criatura resplandeciente, y la voz fue muy tierna-, empecemos con el Vuelo Horizontal…
TERCERA PARTE
Capitulo VIII
Juan giraba lentamente sobre los lejanos acantilados; observaba. Este rudo y joven Pedro Gaviota era un alumno de vuelo casi perfecto. Era fuerte, y ligero, y rápido en el aire, pero mucho más importante, ¡tenía un devastador deseo de aprender a volar!
Aquí venía ahora, una forma borrosa y gris que salía de su picado con un rugido, pasando como un bólido a su instructor, a doscientos veinte kilómetros por hora. Abruptamente se metió en otra pirueta con un balance de dieciséis puntos, vertical y lento, contando los puntos en voz alta.
…ocho… nueve… diez… ves-Juan-se-me-está-terminando-la-velocidad-del-aire… once… Quiero-paradas-perfectas-y-agudas-como-las-tuyas… doce… pero-¡caramba!-no-puedo-llegar… trece… a-estos-últimos- puntos… sin… catorce… ¡aaakk…!
La torsión de la cola le salió a Pedro mucho peor a causa de su ira y furia al fracasar. Se fue de espaldas, dio la vuelta, se cerró salvajemente en una barrena invertida, y por fin se recuperó, jadeando, a treinta metros bajo el nivel en que se hallaba su instructor.
– ¡Pierdes tu tiempo conmigo, Juan! ¡Soy demasiado tonto! ¡Soy demasiado estúpido! Intento e intento, ¡pero nunca lo lograré!
Juan Gaviota lo miró desde arriba y asintió.
– Seguro que nunca lo conseguirás mientras hagas ese encabritamiento tan brusco. Pedro, ¡has perdido sesenta kilómetros por hora en la entrada! ¡Tienes que ser suave! Firme, pero suave, ¿te acuerdas?
Bajó al nivel de la joven gaviota.
– Intentémoslo juntos ahora, en formación. Y concéntrate en ese encabritamiento. Es una entrada suave, fácil.
Al cabo de tres meses, Juan tenía otros seis aprendices, todos Exilados, pero curiosos por esta nueva visión del vuelo por el puro gozo de volar.
Sin embargo, les resultaba más fácil dedicarse al logro de altos rendimientos que a comprender la razón oculta de ello.
– Cada uno de nosotros es en verdad una idea de la Gran Gaviota, una idea ilimitada de la libertad -diría Juan por las tardes, en la playa -, y el vuelo de alta precisión es un paso hacia la expresión de nuestra verdadera naturaleza. Tenemos que rechazar todo lo que nos limite. Esta es la causa de todas estas prácticas a alta y baja velocidad, de estas acrobacias…
… y sus alumnos se dormirían, rendidos después de un día de volar. Les gustaba practicar porque era rápido y excitante y les satisfacía esa hambre por aprender que crecía con cada lección. Pero ni uno de ellos, ni siquiera Pedro Pablo Gaviota, había llegado a creer que el vuelo de las ideas podía ser tan real como el vuelo del viento y las plumas.
– Tu cuerpo entero, de extremo a extremo del ala -diría Juan en otras ocasiones-, no es más que tu propio pensamiento, en una forma que puedes ver. Rompe las cadenas de tu pensamiento, y romperás también las cadenas de tu cuerpo. -Pero dijéralo como lo dijera, siempre sonaba como una agradable ficción, y ellos necesitaban más que nada dormir.
Capitulo IX
Había pasado un mes tan sólo cuando Juan dijo que había llegado la hora de volver a la Bandada.
– ¡No estamos preparados! -dijo Enrique Calvino Gaviota-. ¡Ni seremos bienvenidos! ¡Somos Exilados! No podemos meternos donde no seremos bienvenidos, ¿verdad?
– Somos libres de ir donde queramos y de ser lo que somos -contestó Juan, y se elevó de la arena y giró hacia el Este, hacia el país de la Bandada.
Hubo una breve angustia entre sus alumnos, puesto que es Ley de la Bandada que un Exilado nunca retorne, y no se había violado la Ley ni una sola vez en diez mil años. La Ley decía quédate, Juan decía partid; y ya volaba a un kilómetro mar adentro. Si seguían allí esperando, él encararía por si solo a la hostil Bandada.
– Bueno, no tenemos por qué obedecer la Ley si no formamos parte de la Bandada, ¿verdad? -dijo Pedro, algo turbado-. Además, si hay una pelea, es allá donde se nos necesita.
Y así ocurrió que, aquella mañana, aparecieron desde el Oeste ocho de ellos en formación de doble-diamante, casi tocándose los extremos de las alas. Sobrevolaron la Playa del Consejo de la Bandada a doscientos cinco kilómetros por hora, Juan a la cabeza, Pedro volando con suavidad a su ala derecha, Enrique Calvino luchando valientemente a su izquierda. Entonces la formación entera giró lentamente hacia la derecha, como si fuese un solo pájaro… de horizontal… a… invertido… a… horizontal, con el viento rugiendo sobre sus cuerpos.
Los graznidos y trinos de la cotidiana vida de la Bandada se cortaron como si la formación hubiese sido un gigantesco cuchillo, y ocho mil ojos de gaviota les observaron, sin un solo parpadeo. Uno tras otro, cada uno de los ocho pájaros ascendió agudamente hasta completar un rizo y luego realizó un amplio giro que terminó en un estático aterrizaje sobre la arena. Entonces, como si este tipo de cosas ocurriera todos los días, Juan Gaviota dio comienzo a su crítica de vuelo.
– Para comenzar -dijo, con un sonrisa seca-, llegasteis todos un poco tarde al momento de juntaros…
Cayó como un relámpago en la Bandada. ¡Esos pájaros son Exilados! ¡Y han vuelto! ¡Y eso… eso no puede ser!
Las predicciones de Pedro acerca de un combate se desvanecieron ante la confusión de la Bandada.
– Bueno, de acuerdo: son Exilados -dijeron algunos de los jóvenes-, pero, oye, ¿dónde aprendieron a volar asi?
Pasó casi una hora antes de que la Palabra del Mayor lograra repartirse por la Bandada: Ignoradlos. Quien hable a un Exilado será también un Exilado. Quien mire a un Exilado viola la Ley de la Bandada.
Espaldas y espaldas de grises plumas rodearon desde ese momento a Juan, quien no dio muestras de darse por aludido. Organizó sus sesiones de prácticas exactamente encima de la Playa del Consejo, y, por primera vez, forzó a sus alumnos hasta el límite de sus habilidades.