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«¿Cómo así? No teníais tantos cuidados para con mi persona cuando me hicisteis viajar en el último mes del embarazo, de Gante a Bruselas, sólo por lucrar cinco mil florines. ¿Cual es el precio por el que me tenga que quedar aquí?».

El precio era que los Reyes Católicos, que a tan mal llevaban el que los príncipes herederos no quisieran quedarse en España, de ningún modo habían de con sentir que su hija pudiera dar a luz en territorio francés, por entender que donde nace un hombre allí tiene sus raíces, y por nada querían que las de su nieto fueran francesas. Tal era el empeño de sus Majestades Católicas en retener en Castilla a los archiduques, que don Felipe se temía que habían de hacerlo por la fuerza si se empeñaba en llevar consigo a su esposa. De ahí que recibiera con rubor el reproche de su regia esposa, pero en cuanto pudo tomó el camino de Francia por la frontera del Rosellón.

La locura no se hereda, dicen, pero sí las disposiciones para padecerla. Cuando doña Juana comenzó con estos desvaríos, pues desvarío era afear en público la conducta de su esposo y señor, no fueron pocos los que recordaran que su abuela, doña Isabel de Portugal, también había sufrido de este mal, pero nadie tomó medidas para que tales disposiciones no se fueran por el mal camino.

La Reina Católica ya comenzaba a padecer fiebres, preludio de una enfermedad que acabaría con su vida un año después. Y bien fuera porque previese su próximo fin, y deseara instruir como reina a la que estaba llamada a sucederle, bien porque su amor de madre se lo demandara, se valió de toda clase de argucias para retener en Castilla a su desventurada hija, y en eso parece que no acertó, pues lo único que consiguió fue que aquellas disposiciones larvadas para la locura se manifestaran en todo su rigor en la trágica noche del 10 de noviembre del 1503 en el castillo de la Mota, de Medina del Campo.

Con la soltura en ella habitual, doña Juana había dado a luz al futuro emperador, Fernando de Alemania, el 10 de marzo del 1503; era su segundo hijo varón, y el primero que nacía en España, por lo que el acontecimiento se festejó como se merecía. Pero se restableció con la celeridad acostumbrada y mostró deseos vehementes de regresar a Flandes para reunirse con su esposo y los tres hijos que habían quedado allí. Por mor de la leyenda de su «locura de amor», a los cronistas les dio por decir que su único pío era que no podía vivir sin los amores de su marido, y si bien es cierto que hay sobradas pruebas de que fue mujer en extremo apasionada, no lo es menos que también fue madre amorosa y cualquier mujer, en sus circunstancias, hubiera deseado lo mismo. Cierto, también, que era heredera de las coronas de Castilla y Aragón, pero se lo fiaban muy largo pues nada hacía suponer que por unas fiebrecillas habría de morir la reina, su madre" en tan breve plazo.

Admira que reina tan católica, como doña Isabel de Castilla, pusiera tanto empeño en separar lo que Dios había unido, dificultando el regreso de doña Juana junto a su esposo, aunque en este punto se entiende que más culpa tuvo don Fernando, que no podía consentir que a un tiempo estuvieran en tierras de su mayor enemigo, el rey francés, los dos herederos del reino con el peligro de que fueran tomados como rehenes. Esto lo decía porque don Felipe seguía por Lyon, negociando el famoso enlace real, y no se consideraba prudente que la princesa viajase por mar, por pronosticar los marineros vizcaínos que aquella primavera, según la luna, le tocaba estar muy arbolada.

La reina Isabel prometió a su hija que en cuanto llegaran las calmas del verano se organizaría el viaje por mar, pero llegó el verano y como la princesa no viera preparativo alguno para su viaje, sino sólo dilaciones, montó en cólera y a causa de ella, según los médicos reales, le entraron unas calenturas, y como único remedio se les ocurrió mandarla a tierras más frescas. Esto sucedía en Alcalá de Henares y madre e hija tuvieron un altercado de buenas proporciones y ahí fue cuando comenzaron a tacharla de loca, pues era impensable que estando en su sano juicio se atreviera a discutir lo que por su bien disponía la más sabia de las reinas.

Estos médicos reales eran los doctores Soto y De Juan quienes, si bien cuidaban de la salud de la princesa, más les preocupaba la de su madre, que ya declinaba, y a la que a raíz del altercado de Alcalá de Henares se le recrudecieron aquellas fiebres de mal agüero. Para evitar nuevos encuentros tormentosos entre madre e hija, aconsejaron que les convenía vivir separadas, y aquí sí que parece que medió engaño, pues el remedio fue confinar a la princesa en el castillo de la Mota, de Medina del Campo.

Como doña Juana dijera que no había de moverse de Alcalá de Henares, si no era para tomar el camino de Francia tras de su esposo, la Reina Católica hizo como que accedía y hasta mandó preparar todo el equipaje real que, en carros, tomó el camino de Fuenterrabía, por Burgos. Pero a la princesa se la llevaron de primeras a Segovia, como si fuera la etapa inicial del viaje, para ver si las frescuras de tan privilegiada ciudad le aliviaban el seso. Pero de nada sirvió, pues según pasaba el tiempo más se encrespaba el ánimo de doña Juana, y menos razón encontraba en tantas dilaciones. De allí se la llevaron al citado castillo de la Mota, prometiéndole que en cuanto hubiera tregua entre Francia y España, le organizarían el viaje por tierra, pues el verano se había pasado y con él las posibilidades de trasladarse por mar.

Como ya se ha anticipado, tregua hubo, que se firmó en los primeros días del mes de noviembre del 1503, pero cuidaron de ocultárselo a la princesa, y ahí sí que se equivocaron los que bien la querían, pero no acertaban en lo que le convenía. Había dispuesto la Reina Católica (que siguiendo el consejo de los doctores se había quedado en Segovia) que estuviera doña Juana muy atendida en todo, pero cuidando de que no le dieran noticias que la pudieran alterar, sin caer en la cuenta de que lo que más la alteraba era, precisamente, la falta de noticias, y el que la trataran como a una niña que no podía valerse por sí misma. ¿Cómo no había de alterarse, y hasta perder el juicio, si así era tratada quien venía de Flandes como reina, en todo obedecida y respetada, como correspondía a su majestad? Por contra, en Castilla seguía siendo tan sólo una princesa muy sujeta a la voluntad de una madre excelsa, pero autoritaria, que deseaba ahormarla a su gusto, para que pudiera sucederle en el trono en su día.

Pero doña Juana acabó por enterarse de lo de la tregua y fue cuando se desató en ella una cólera, con todos los visos de una locura que hasta entonces se había mantenido soterrada. Fue aquel mes de noviembre muy triste y lluvioso, sin otro entretenimiento para la princesa en el austero castillo de la Mota que los oficios religiosos que, por ser de difuntos como corresponde al mes de noviembre, la sumieron en una melancolía que la tenía postrada, durmiendo mal y comiendo peor.

Estas noticias llegaban a la corte, en Segovia, en la que se encontraba aquella doña Beatriz de Bobadilla, la que fuera doncella de la princesa en Flandes, y que tan agradecida le estaba por haberle permitido casar con quien quería, y no con un sobrino de Filiberto de Vere, como pretendía Felipe el Hermoso.

Esta dama, no pudiendo soportar la tristeza de señora a la que tanto debía, se trasladó por su cuenta al castillo de la Mota y puso al corriente a doña Juana de lo que sucedía y cómo estaba ya expedito el camino de Flandes, a través de Francia. Oírlo y dar un brinco todo fue uno y con la autoridad que le confería su condición de archiduquesa y soberana de Borgoña, dio órdenes por medio de correos para que los carros que con su equipaje esperaban en Fuenterrabía atravesaran la frontera. Y al mismo tiempo ordenó a sus criados y despenseros que empaquetasen sus enseres personales para partir al día siguiente.