A partir de ese momento se desató un terremoto de pasiones -en cuyo epicentro se encontraba la infeliz princesa- que hubiera hecho enloquecer al más cuerdo de los mortales. Su padre, don Fernando, había dejado de usar el título de rey de Castilla, que no le correspondía, pero pretendiendo gobernar como regente so pretexto de que su querida hija no estaba en su sano juicio. Por su parte, don Felipe se mostraba también conforme en lo de la insania de su no menos querida esposa, pero para gobernar, no como regente, sino á título de rey. Por contra, los nobles de Castilla, que habían visto muy mermados sus privilegios con los Reyes Católicos, por nada querían que se declarase loca a su nueva soberana, ya que confiaban en que siendo mujer, y no demasiado cuerda, les iría mejor que con su autoritario padre. A su vez, los aragoneses no se conformaban con que su señor fuese tan sólo regente del reino vecino, sino que le forzaban para que de una vez por todas se calzase la corona que tan al alcance de su mano le había dejado su egregia esposa. Y entre unos y otros, el rey de Francia echaba cuentas de qué era lo que más le convenía, si loca o cuerda, y otro tanto hacía el Papa de Roma, sin olvidarnos del rey de Inglaterra que, como consuegro de la fallecida reina, también tenía algo que decir.
En los meses que siguieron al fallecimiento de la Reina Católica se sucedió un vértigo de correos especiales que, a uña de caballo, recorrían la ruta que separaba Bruselas de Toledo, trayendo y llevando información y proponiendo arreglos que siempre terminaban en desarreglos. El pío de don Fernando era que su hija, la reina, le concediese de grado poderes para gobernar Castilla, y el de don Felipe el que nada se dispusiera hasta que él llegase a hacerse cargo del reino. Se sucedieron tal cúmulo de indignidades entre uno y otro, que haría falta más de un libro para contarlas. Ambos monarcas, así que prendían a un correo del otro, no se recataban de someterlo a tortura para sonsacarle las intenciones de su señor. El más sonado fue el prendimiento de un tal Lope de Conchillos, secretario del ya citado obispo de Córdoba, Juan Rodríguez de Fonseca, que se presentó en la corte de Bruselas, como muy adicto a la causa de don Felipe, cuando a lo que venía era a sacarle la firma de los poderes a doña Juana. A punto estaba de conseguirlo, cuando don Felipe receló de él y ordenó que le sometieran a tal tormento, que quedó contrahecho para el resto de sus días. Contrahecho, pero muy rico, pues el Rey Católico, para pagarle el buen servicio que le había hecho con su silencio, le hizo nombrar secretario del Consejo de indias en el que lucró tantas encomiendas, que se decía que no había en toda la isla de Cuba ningún indio que no llevase la marca del «jorobado Conchillos», que era como le llamaban sus enemigos.
De este vaivén de intrigas salió malparada doña Juana, como no podía ser por menos, pues hasta el mismo Teodoro Leyden la traicionó dejando de darle las medicinas opiáceas que tanto la sosegaban. En esto parece que influyó el consejero Filiberto de Vere, que dijo que tales remedios eran más bien embrujamientos y como mencionar esa palabra e ir a la hoguera podía ser todo uno, presto se abstuvo el turco de seguir el tratamiento. Con lo cual la reina unas veces parecía postrada, otras alterada y, con tal pretexto, los esbirros de Filiberto de Vere la tenían aislada, sin consentir que ninguno de los castellanos que residían en Flandes se acercasen a ella. Don Felipe en todo consentía pues le auguraba el señor de Vere que si seguía sus consejos a no mucho tardar sería coronado rey de Castilla.
El principal consejo que le dio fue que, para ceñirse tal corona, había de presentarse en Castilla con razones poderosas, y éstas no fueron otras que el reclutamiento de dos mil lansquenetes alemanes, para que no hubiera duda sobre sus intenciones.
Por su parte el Rey Católico, viendo que la nobleza castellana podía serle adversa, y que poco podía contar con la ayuda de otros monarcas europeos, tentó de asegurar la continuidad de su dinastía en el reino de Aragón, ya que si bien sus Cortes habían aceptado como herederos a doña Juana y a, don Felipe, al ser éste extranjero lo habían hecho sub conditione de que don Fernando no contrajera nuevo matrimonio y de él tuviera descendencia. Aun a riesgo de desordenar el relato, conviene anticipar que don Fernando se aplicó a esto último y al poco contrajo matrimonio con Germana de Foix, sobrina del rey de Francia, con las consecuencias que se verán.
Una vez tomada la decisión por don Felipe de hacerse con la corona de Castilla, por las buenas o por las bravas, en algo mejoró la condición de doña Juana, pues convenía que la que desembarcara en España fuera reina sin tacha de insania, y luego ya se vería. Cuenta Raimundo de Brancafort que cuando a doña Juana le daban trato de cuerda, como tal se mostraba, siempre que no coincidiera con la luna llena, que le era muy adversa.
Organizó don Felipe una expedición naval tan cumplida como la que llevara a su regia esposa a Flandes diez años antes; sólo las embarcaciones reales y las del séquito de damas y consejeros eran cuarenta, flanqueadas por la armada de los lansquenetes alemanes. También es de señalar, por lo que sucedió después, que los flamencos tenían la fea costumbre de embarcar en los navíos reales meretrices de servicio, con el agravio adicional para aquellas desventuradas mujeres, que las hacían viajar en la misma sentina que las caballerías.
A don Felipe le entraron las prisas y sin hacer caso de los consejos de sus hombres de mar, ordenó levar anclas desde el puerto de Flesinga, el 7 de enero del 1506, y si no lo hizo antes fue por respeto a la Epifanía del Señor. Como era de temer en esa estación del año, a la altura del estrecho de Calais se levantó una tormenta del sudoeste, que son las peores en aquella mar, que desbarató la escuadra, quedando cada navío a su suerte. El de sus majestades, que era una carraca de cuatrocientas cincuenta toneladas, salió muy malparado ya que separado del resto de la flota sufrió los peores embates del temporal, hasta el punto de que perdió el mástil principal y a poco estuvo de zozobrar. En trance de irse a pique estuvieron tres días los caballeros y las damas de la corte postrados por el mareo y el temor, sin poder comer ni beber, y sólo con fuerzas para rezar, salvada la reina doña Juana, que en ningún momento perdió ni la compostura ni el apetito. Por contra el archiduque don Felipe, que siempre fue muy mal marinero y estaba descompuesto, se hizo colocar un odre hinchado bien cosido al cuerpo, para que le sirviera de salvavidas, y se admiró de que su esposa no tuviera miedo. A lo que ésta le replicó: «¿Por qué había de tenerlo? ¿Es que acaso se conoce de algún monarca que haya perecido ahogado?»
Los que la oyeron se quedaron pasmados, aunque algunos pensaban que no estaba en su sano juicio, pero los siglos transcurridos le vienen a dar la razón pues no se conoce de ningún rey o reina que haya muerto ahogado.
Al tercer día, en lo más álgido de la tormenta, el piloto decidió que habían de desprenderse de parte de la carga, y a tanto llega la locura humana, cuando las mentes son presas del miedo, que al advertir que en la sentina iban las meretrices antes aludidas, un caballero de infausta memoria propuso que también habían de desprenderse de aquellas pecadoras mujeres que, con su mala conducta, habían concitado la cólera de Dios. A la marinería, gente de natural supersticioso y pocas luces, no le pareció mala solución y se dispuso a arriar un bote para dejarlas abandonadas a su suerte, que no podía ser otra que la muerte. A los gritos de las desventuradas mujeres apareció el capellán, que era un clérigo vizcaíno, de nombre Apellániz, hombre temeroso de Dios, que viendo lo que se proponían intentó mediar, sin fortuna, por lo que se dirigió a la reina, que era la única que se mantenía serena en aquella extrema situación. Ésta salió de su cámara, y sin arredrarse de las olas que barrían la cubierta, se dirigió a la marinería y les dijo: