Выбрать главу

Y desde aquel día dispuso que se viviera en el castillo con las virtudes del monasterio y hasta escribió al rey, muy ufano, contándole que gracias a la disciplina monacal conseguía que doña Juana llevara una vida muy arreglada, aunque tuviera que darle cuerda para comer como hacían los buenos priores con los monjes que se mostraban díscolos.

Tan a pecho se tomó mosén Ferrer su papel de prior de un monasterio inexistente, que hace dudar que estuviera en su sano juicio, pues no se comprende que no discurriera que la vida monacal buena es para los que son llamados por Dios a ella, pero más contraria no puede ser para los que no tienen semejante vocación.

Tan contraria le resultó a doña Juana que tomó asco a los oficios divinos y hasta se negó a asistir al Santo Sacrificio de la Misa, todo ello en medio de gran des ataques de cólera, de manera que el mosén Ferrer, con anuencia del doctor Soto, médico de la corte, acordó llamar a un clérigo de Burgos, con fama de exorcista, para que le sacara los demonios del cuerpo. No obtuvieron ningún fruto, escribió el mosén a su Majestad Católica, porque la reina no se prestó a ello y hasta tentó de descalabrar al clérigo sirviéndose de un taburete. Y termina esta carta el mosén tranquilizando al rey Fernando de que, por lo demás, de su salud corporal seguía bien, y hasta lustrosa, salvada la faz, que la tenía desvaída y angulosa y los ojos tristes. Con lo que queda claro que mosén Ferrer, con tal de mantener con vida a doña Juana, para que continuara siendo reina y, por tanto, su padre pudiera seguir gobernando en Castilla como regente, todo lo daba por bueno.

Cuando don Fernando, como consecuencia de los maléficos efectos del afrodisíaco sintió que sus días llegaban a término, se dispuso a visitar a su hija en Tordesillas, quién sabe si para pedirle perdón por el rigor con el que la había tratado, pero el mosén le encareció por carta que no lo hiciera y que considerase que doña Juana era como una novicia, recién profesa, y nada podía ser más contrario para la perseverancia de éstas que el recibir visitas de los padres o allegados.

Aunque no es de creer que tan necia consideración hiciera mella en el ánimo del monarca, lo cierto es que no llegó a ir a Tordesillas, ya que la muerte le sorprendió en el camino de Guadalupe. Le sorprendió relativamente porque avisado debía estar, desde el momento en que justo el día de la víspera, el 22 de enero del 1516, dictó su último y definitivo testamento, en el que se contienen disposiciones muy puntuales. Según un testigo de presencia, Galíndez Carvajal, el monarca se mostró con gran lucidez, sólo atento a mirar al bien de su alma y al de sus reinos. Por eso aceptó designar como heredero del trono al príncipe don Carlos, pese a la poca confianza que le merecía quien había sido educado en la corte del emperador Maximiliano, y que tan poco interés había mostrado por el reino de su madre, que ni siquiera sabía hablar una palabra de castellano. Por su gusto hubiera designado al príncipe Fernando, educado a su vera, pero sus consejeros, entre ellos el citado Galíndez Carvajal, le hicieron ver que eso sería tanto como enemistarse con los Habsburgo y quién sabe si provocar una guerra civil. Y por paradojas de la vida, el «Habsburgo», príncipe Carlos, acabó siendo un buen rey de España y su hermano, el español Fernando, emperador de Alemania.

En lo que atañe a su hija Juana dispuso que no se le diera cuenta de su muerte para que todo siguiera igual y pensara que era su padre quien seguía gobernando en Castilla, en su nombre. Y en este punto se equivocó y en mucho perjudicó al quebrantado ánimo de su hija, que en los cuatro años que duró el engaño no alcanzaba a comprender que su padre nunca dispusiera de tiempo para ir a visitarla, mayormente cuando la corte tenía como residencia principal Valladolid, a media jornada de Tordesillas.

En compensación tomó otra buena disposición: encareció al cardenal Jiménez de Cisneros, a quien nombró regente en el mencionado testamento, que prescindiera de los servicios del mosén Ferrer en el palacio de Tordesillas, y que en su lugar nombrara a un caballero, que sin ser clérigo o fraile, tuviera temple para sobrellevar con paciencia los cambios de carácter de quien no siempre se encontraba en sus cabales.

Este Jiménez de Cisneros, pese al enorme poder que ostentaba, nunca dejó de ser un hombre benéfico y se esmeró en cumplir este encargo y, como se verá, acertó plenamente. Como primera medida solicitó un informe al depuesto mosén Ferrer, pidiéndole cuentas de su gestión, y el hombre por toda defensa arguyó que si bien la reina, por su edad, estaba en condiciones de volver a casar y prendas le sobraban para ello, le faltaba la más principal, que era el discernimiento, por lo que siendo viuda siguió el consejo de san Pablo y la hizo vivir con gran recogimiento. Y pensando que al cardenal, por ser fraile, le habría de gustar especialmente, le detallaba cómo había convertido el palacio en un convento de los más rigurosos, todo ello con detalles tan necios que le faltó tiempo al cardenal Cisneros para ordenarle salir del castillo, a lo que el mosén replicó:

«¿Así se me pagan los años que he dedicado a sus majestades y el arte que me he dado en mantener a la reina lustrosa, siguiendo el mandato que recibiera de su Majestad Católica?»

El cardenal Cisneros, que era en extremo africanista, muy empeñado en acercar a tantos infieles a la fe de Cristo, y que por aquellos años andaba defendiendo la bandera de Castilla en las plazas del norte de África, le contestó que le iba a pagar como se merecía quien tanto celo mostraba por la vida religiosa; y le envió a misionar a Argel, que estaba siendo acometida por Horuc Barbarroja. En una de esas acometidas fue herido de muerte el mosén Ferrer, quien murió agradeciendo al cardenal Cisneros que le hubiera dado la oportunidad de consumar de manera tan gloriosa una vida dedicada al servicio de la Corona de Aragón.

La siguiente medida fue enviar a Tordesillas a doña María de Ulloa, aquella que antes de la venida del Rey Católico a España fuera dama de la mayor confianza de la reina, quien quedó espantada de las trazas de su señora. «Dicen que por su gusto está en un aposento interior -escribió al cardenal-, porque sus ojos no soportan la luz, lo cual no es de extrañar ya que cuando no quería comer disponía el camarero mayor que la encerrasen en un cuarto oscuro hasta que cambiara de parecer. Algún provecho sacó de eso para su cuerpo, que no anda escaso de carnes, aunque más bien flojas por el poco ejercicio, ya que últimamente ni al monasterio de Santa Clara se le consentía ir para que no desvariase delante del túmulo de don Felipe, que Dios tenga en su gloria. Pero el desvarío le venía por otras trochas, y en todo lo demás la he encontrado peor que cuando la dejé. Así que me vio me reprochó el que de tal modo la hubiera abandonado y aunque yo le hice ver que no había sido por mi gusto, sino por atender a mis obligaciones en la corte del rey, no pude por menos de romper a llorar amargamente, a lo que ella correspondió con igual llanto, lo que según su camarera hacía años que no sucedía, ya que por muy furiosa que se pusiera siempre tenía los ojos secos y alumbrados. En conservarle la vida habrá acertado el mosén don Luis Ferrer, pero en lo demás no tanto, aunque dice el doctor Soto, que es quien mira por su salud, que el mal lo lleva dentro de sí, y que antes o después habría de aflorar aunque no estuviera entre los muros de un castillo. Este doctor estaba muy concertado con el mosén Ferrer y muy convencido de que el mal de nuestra señora no tiene remedio y, por tanto, entiende que ya hace mucho de mantenerla en vida.

»Si el estado de nuestra señora mueve a compasión, otro tanto ocurre con la princesa Catalina que, a punto de cumplir nueve años, no conoce el mundo fuera de este castillo. Cuanto haga vuestra eminencia por mejorar la suerte de nuestra señora, no dude de que será obra de gran justicia y gratísimas a los ojos de Nuestro Señor Jesucristo.»

No cayó en saco roto la recomendación de esta dama y el cardenal discurrió y se ocupó en buscar a la persona idónea, hasta dar con el caballero Hernán Duque, a quien convenció para ser el alcaide del castillo de Tordesillas. Le costó lo suyo convencerle porque este caballero, cumplido que había los cuarenta años, tenía decidido profesar como fraile franciscano.