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Al fin llegaron los mil escudos de oro de Aranda de Duero y cuando se enteró Hernán Duque, se admiró de que su padre hubiera podido reunir tanto dinero y se condolía de que por su culpa se hubiera arruinado. Durante el cautiverio, que duró casi un año, fray Ceiriño atendió espiritualmente al recluso en sus visitas y cuando supo de sus deseos de profesar en religión le animó a entrar en la orden mercedaria. Pero cuando fue a buscarlo al Muryayo, para devolverlo a Orán, cambió de parecer y le dijo con toda sinceridad: «De la bondad de vuestro corazón pocas dudas tengo después del trato que llevamos, pero de vuestro juicio para andar en los negocios del mundo no estoy tan cierto. En este negocio no habéis hecho nada a derechas, pues nos ha costado mil lo que podía haberse conseguido por cincuenta, y en la orden de la Merced para servir bien a Dios, y por Él al prójimo más desamparado, tenemos que andar manejando dineros y darnos gracia para trampear con unos y con otros aun a riesgo de nuestra vida. Y aunque muestras habéis dado de en cuán poco tenéis la vuestra, eso no basta. Considerad que somos como los tratantes de ganado, con la diferencia sublime de que nosotros tratamos con almas, y eso nos obliga a mucho. Mi consejo es que obtengáis cuanto antes la licencia y marchéis para vuestra tierra, buscad una Orden religiosa en la que los frailes vivan muy recogidos, entregados a la contemplación y al estudio, que es lo que corresponde a las almas cándidas, como la vuestra.»

Y fue quien le aconsejó que profesara en la orden de San Francisco, en la que con tanto acierto se conciliaba la humildad y la pobreza evangélica con el estudio de las Sagradas Escrituras.

Agradeció el caballero el consejo y poco le costó conseguir la licencia, ya que el gobernador de Orán no tenía demasiado interés en contarlo entre sus capitanes después de lo sucedido. Embarcó en una carraca rumbo a Algeciras y nada más desembarcar le llegaron noticias de que su anciano padre se encontraba en el lecho de muerte y no quería morirse sin abrazar a hijo tan querido. Los Duque tenían casa solariega en Berlangas de Roa, orilla del río Duero, y allá se encaminó el caballero a uña de caballo, llegando a tiempo de abrazar a su padre y de escuchar de sus labios su última voluntad: el dinero del rescate lo había obtenido aceptando la dote de una doncella, de nombre María Micaela, hija de unos labradores ricos, medio hidalgos, con la que le había comprometido en matrimonio. Excúsase decir el pasmo de quien venía dispuesto a profesar en orden religiosa y mendicante, y se encontraba obligado a desposar a doncella desconocida, pero con mucha hacienda. Este Hernán Duque sólo tenía una hermana ya casada y con hijos, a quien confesó cuando de allí a poco murió su padre:

«Más quisiera seguir cautivo con los moros que padecer el cautiverio de la vida matrimonial, dulce yugo para quien es llamado a él, pero penoso calvario para quien tiene otras miras.»

Y dicen que es la primera vez que se arrepintió de su precipitación en trocar su vida por la del alabardero. Por ser tiempos en los que los padres, y no sólo los de regia condición, concertaban los matrimonios de los hijos, no se le ocurrió discutir la decisión del suyo máxime cuando lo había hecho por salvarle la vida. Contaba a la sazón el Hernán Duque treinta y cinco años, y la María Micaela no había cumplido los veinticinco. El que hubiera llegado a esa edad doncella siendo hija única de los más ricos del lugar obedecía a la precariedad de su salud, ya que padecía auras epilépticas que se manifestaban en forma de convulsiones. Pero un cirujano árabe de renombre determinó que la vida matrimonial y los posibles embarazos podían remediar o, al menos, mejorar su mal y fue cuando sus padres decidieron casarla. Coincidió esta decisión con los apuros que estaba pasando el padre de Hernán Duque, quien para reunir los dineros del rescate se dirigió al rico hacendado con intención de venderle o darle en prenda sus tierras. Este labrador, hombre sencillo, le confesó la verdad: aun teniendo en mucho los blasones de la casa de los Duque, en más tenía la bondad de las que había dado muestras su hijo. El cirujano árabe les había dicho cómo convenía la vida conyugal para la salud de su hija, siempre que el marido elegido supiera ser moderado en el uso del matrimonio y paciente durante las adversidades de su salud. Y así fue como se cerró el trato.

Cumplió Hernán Duque en todo lo debido y hasta consiguió dejar en estado de buena esperanza a su delicada esposa, mostrándose coma amantísimo esposo durante el embarazo que alcanzó el octavo mes, en el que dio a luz una niña que murió al poco de nacer; de resultas del parto la madre contrajo unas fiebres y también falleció. Hernán Duque la lloró sinceramente porque María Micaela resultó ser una dulcísima esposa, profundamente enamorada de su marido. En el año y medio que duró el matrimonio no sufrió ninguna convulsión epiléptica, y desde que se quedara en estado no había mujer más feliz en este mundo. Cuando le dieron sepultura Hernán Duque entendió que Dios, de una vez por todas, le había hecho ver lo que daba de sí la felicidad de este mundo, y con las mismas se dirigió al noviciado que tenían los franciscanos en Valladolid para solicitar la admisión. El padre prior se alegró de tener entre ellos a caballero de tantas prendas, de cuya bondad se hacía lenguas la gente, sin por ello dejar de someterle a las pruebas por las que debían pasar todos los postulantes.

Este padre prior era también el director espiritual del cardenal Jiménez de Cisneros, que no por ser el hombre más poderoso de España dejaba de estar sujeto a la disciplina de la Orden a la que pertenecía. Por este trato entre ambos prelados se enteró el cardenal de la existencia de Hernán Duque Y entendió que reunía todas las condiciones para hacerse cargo de la infeliz reina de Castilla. El padre prior, mirando por el bien de la orden, se resistía a perder a tan ilustre postulante, pero el cardenal le hizo ver que el bien de la orden pasaba por el bien de España y cuánto importaba tener en buena salud a quien seguía siendo reina pese a la flaqueza de su entendimiento. «Que sea él mismo quien lo decida, y que el Espíritu Santo nos ilumine a todos», determinó el prior.

Cuando el prior comunicó a Hernán Duque lo que pretendía de él Jiménez de Cisneros, replicó que por nada de este mundo estaba dispuesto a abandonar los muros del convento, cuyas delicias había probado en aquellos pocos días, y había entendido que ése, y no otro, era el camino que Dios quería para él. El prior le dijo que en cuestión tan delicada no podía nadie forzar su voluntad, pero le rogó que pidiese luces al Altísimo, y que no mirase tanto a su deleite, como al bien de las almas.

Obedeció el postulante, se pasó un día, con su noche, en la capilla del Santísimo, sin apenas comer ni beber, bien sujeto el cilicio a su cintura, cuando fue requerido a presencia del cardenal Cisneros, que le esperaba en la sala capitular del monasterio. El cardenal en sus continuos desplazamientos por el reino gustaba de visitar los conventos de la orden, decía que para no olvidar dónde estaban sus raíces, pero también para cuidar que no se perdiera el espíritu de la reforma franciscana, ya que antes de ser cardenal había sido visitador y vicario general de la orden, y tenía en mucho que por nada se relajara la observancia franciscana.

Contaba a la sazón el cardenal Cisneros ochenta años, que para aquella época eran muchos años amén de muy trabajados, pero no por eso le fallaba la lucidez de su mente ni la agudeza de su mirada, y le razonó de manera que venció la resistencia del caballero. Le hizo ver que él también gustaba de vivir las austeridades de los primeros franciscanos, y que recordaba como los años más felices de su vida aquellos que había podido disfrutar de la observancia más rigurosa en los recónditos eremitorios de El Castañar y La Salceda. Pero cuando la Reina Católica le sacó de tales dulzuras para hacerle su confesor y más tarde arzobispo de Toledo, sabía que en ello estaba la voluntad de Dios, que siempre acierta a escribir derecho con renglones torcidos. Le arguyó que muchos caballeros, de los más principales del reino, se disputarían el ser gobernadores del castillo de Tordesillas, porque siempre se saca provecho cuando se anda cerca de las majestades, por eso buscaba un caballero que sirviera a la reina sin buscar otro provecho que el de agradar a Dios. Y acabó por confesarle que él nunca acertaba en el trato con doña Juana y aun antes de tener la cabeza tan perdida, bastaba que ella dijera blanco, para que a él le pareciera negro. También le dijo que se temía no haber estado muy acertado en la propuesta de matrimonio que le hiciera el rey Enrique VII de Inglaterra, que a saber si no hubiera sido otra la suerte de doña Juana de haberse marchado a reinar a Inglaterra, en lugar de quedarse encerrada en Tordesillas. Se acusaba de no haber sido diligente en este asunto y haber puesto poco de su parte en llevarlo a buen término. Y concluyó diciéndole que al punto que habían llegado, convencido como estaba de que ya el mal de su cabeza no tenía remedio, el único servicio que podía prestar a su majestad era poner cerca de ella a quien la tratara con cariño y tuviera mucha paciencia en soportar sus arrebatos, como expresamente le había pedido el Rey Católico en su lecho de muerte.