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CAPÍTULO XI

EL CABALLERO HERNÁN DUQUE, ANGEL TUTELAR DE DOÑA JUANA

Se rindió Hernán Duque a tantas razones y en el mes de marzo del 1517 se hizo cargo de la intendencia del castillo y no pudo entrar con peor pie. Era el comienzo de una primavera radiante, pero de esas que en su mismo esplendor alteran más a los que no están en sus cabales. La sangre todavía joven de doña Juana le bullía en su encierro y todo se le iba en tratar con malos modos a los que la rodeaban.

En uno de los días peores, la reina maltrató de palabra y de obra a una doncella que le había hecho daño al peinarla, y a los lamentos de ésta compareció el Hernán Duque, que no andaba lejos de allí, recomendándole mesura, a lo que doña Juana respondió clavándole una peineta en la mejilla. Bien sabía la infeliz mujer que estas hazañas iban seguidas de encierro en su celda y, a veces, parecía que buscaba el castigo como si en ello encontrara alguna complacencia. O quién sabe si la complacencia estaba en ser apartada de las gentes.

Pero en esta ocasión el caballero se limitó a restañarse la herida y pidió permiso a la reina para retirarse de su presencia, todo ello sin un mal gesto.

Al día siguiente se mostró Hernán Duque como si nada hubiera pasado y la reina, más sosegada, fingió sorprenderse: «¿Seré yo, acaso, quien os ha hecho esa señal en la cara?»

El caballero no dijo ni sí, ni no, y la reina compungida le acarició la mejilla sentidamente, a lo que Hernán Duque respondió:

«Si con una mano me habéis herido, con la otra me habéis sanado más de lo que merece el más humilde de vuestros servidores.»

Desde aquel día comenzó un trato entre la reina y su guardián tan fluido y con tan buenos modales, que apenas se notaba el desequilibrio de su majestad. Como ya queda dicho que el caballero era aficionado a las humanidades y la reina buena latinista, gustaban de departir en latín, lengua que su majestad no hablaba desde que regresara de Flandes.

La villa de Tordesillas, emplazada en el valle del río Duero, era muy famosa en el siglo XVI por sus viñedos, cuyo verdor al llegar el estío contrastaba con la seque dad de los páramos castellanos que la circundaban. Todo en ella tenía un aire muy ameno, por la frondosidad de los árboles de sus riberas y el rumor constante de las aguas de uno de los pocos ríos caudalosos que cruzan la meseta castellana. El edificio más notable era el monasterio de Santa Clara, y en él seguía el cadáver de Felipe el Hermoso, pero ya en una capilla aneja a la iglesia principal, en la que la reina seguía rindiéndole culto, pero no más, como declaró la abadesa del monasterio en su momento, que el que se debe a los seres que nos han sido muy queridos y cuyos restos están a nuestro alcance.

El gran cambio en la vida de doña Juana fue que salía y entraba del castillo en los días soleados, bien a pasear por la ribera del Duero, bien para galopar por los pinares que en aquella época se extendían hasta Salamanca. La reina era excelente amazona pues no en balde se había pasado su infancia sobre un caballo, acompañando a la Reina Católica en sus avatares por el reino de Granada, por lo que estaba muy hecha a la vida al aire libre y aquel cambio no pudo por menos que beneficiarla.

Cuidaba el Hernán Duque de no perderla de vista en estas salidas, pero no tenía mucho que esforzarse en ello por ser doña Juana la que cuando lucía el sol le solicitaba:

«¿Cómo así, mi caballero Hernán Duque, que no salimos a disfrutar de tanta hermosura como nos brinda el Señor?»

Los que bien la querían, como doña María de Ulloa, estaban muy felices con el cambio y no se cansaban de alabar el acierto del nuevo alcaide. Pero los había que entendían que a nada bueno podía conducir dar tantas libertades a quien no estaba en su sano juicio. Y un episodio que sucedió en el mes de agostó pareció que vino a darles la razón. Nos lo cuenta doña María dé Ulloa en escrito dirigido al cardenal Cisneros.

«Nuestra señora, la reina, se mostraba muy pacífica desde que tuvimos entre nosotros al señor Hernán Duque, a quien natura le ha dotado de una especial gracia para pacificar a las almas. De él se cuenta que estuvo casado con una rica hacendada de Aranda de Duero, que padecía de convulsiones, pero matrimoniar con el caballero y cesar el mal todo fue uno. Y otro tanto se puede decir de nuestra señora, que con peores modos no pudo recibirlo y, sin embargo, pronto se calmó y por darle gusto al caballero conserva siempre las formas y dignidad que corresponde a su regia condición. Las salidas al campo también han sido muy provechosas, y de ellas vuelve nuestra señora con las mejillas arreboladas y el apetito mejorado. Eso no quiere decir que no tenga sus desvaríos y uno de ellos le dio un día que amenazaba tormenta y el Hernán Duque le dijo que no convenía que salieran a pasear y cuánto menos a caballo, porque los campesinos de la región temían alguna avenida del río, que ya venía caudaloso por las aguas que habían caído en las montañas. Pero la señora hizo caso omiso del consejo y en un descuido del caballero tomó un caballo y se fue sola, campo a través.

»El escapar sola ya sabe vuestra eminencia que no es la primera vez que lo hace, sobre todo con los cambios de la luna, o los barruntos de tormenta, que es cuando más se le altera el ánimo. Pero nunca lo había hecho en ocasión de tanto peligro, porque acertaron los campesinos y riada hubo que asoló muchos de los predios ribereños y se cobró algunas vidas de animales, aunque por fortuna no de personas.

»Cuando el alcaide fue advertido de la salida de la señora ordenó ir en su busca, él a la cabeza y como más conocedor de los lugares por los que le gustaba discurrir fue el primero en dar con ella cuando tentaba de atravesar un arroyo que venía muy crecido, por Torrecilla de la Abadesa, y al sentir aquel tropel de gentes en su busca, forzó al caballo, que se negaba a entrar en aguas tan revueltas, y salió despedida por encima de las orejas. El caballero Hernán Duque descabalgó y pudo hacerse con la señora no sin que entre ambos cayeran al río y tuvieran que asirse a unas ramas, hasta que el resto de la tropa dio con ellos y les sacaron del trance. La tormenta fue muy recia y parecía que se habían abierto las puertas del cielo para que pudieran caer con soltura aguas suficientes para llenar un mar. Apuros pasaron para poder volver al palacio y tardaron más de dos horas, todos muy preocupados con la salud de la reina, que volvió muy serena, como si nada hubiera pasado, mientras que el Hernán Duque lo hizo muy quebrantado, y durante tres días tuvo que guardar cama cogido el pecho por la mojadura de tantas horas.