A doña María de Ulloa, ante tanto candor, se le saltaron las lágrimas y le encareció que por nada de este mundo dejara de hacer lo que estaba haciendo, y le razonó que nunca supone desdoro para una soberana el saberse amada por sus súbditos y cómo, cuanto más próximos están a ella, mayor es el halago. Y le contó casos muy sonados de pajes enamorados de su señora y gentileshombres de su reina que, pese a su amor, sabían respetarla como se respeta a una diosa.
Cumplió don Hernán el encargo durante el tiempo de su mandato que, para desgracia de doña Juana, no llegó a los dos años por intrigas de la corte.
Al fallecimiento del Rey Católico apresuráronse los flamencos a proclamar como rey de Castilla y Aragón al primogénito de doña Juana, el príncipe Carlos, que ya había alcanzado la mayoría de edad. Pero el Consejo de Grandes de España, presidido por el duque de Alba y el almirante de Castilla, determinó que en tanto viviera doña Juana sólo ella podía ostentar el título de reina de España y quien quisiera gobernar había de hacerlo en su nombre. Sobre tal declaración hubo sus más y sus menos, pues el cardenal Cisneros por nada quería que se mermara la autoridad de quien estaba llamado a ser el mayor rey de la cristiandad, pero de allí a poco falleció el cardenal y cuando Carlos V entró en. España en el 1517 hizo difundir una proclama por la que se declaraba que venía a gobernar en unión de su madre, y a proceder en todos los negocios del reino de acuerdo con su voluntad.
Los Grandes de España que, recelosos del príncipe Carlos y su corte de flamencos, por encima de todo querían mantener la legitimidad dinástica de doña Juana, dispusieron que convenía dar a la residencia de la reina todo el lustre que se merecía y a tal fin nombraron como primer caballero de su corte a don Bernardo de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, personaje de abolengo. A doña Juana, como educada que había sido para ser reina, no le desagradó el nombramiento de caballero de tanta alcurnia, pero no entendió que por ello el Hernán Duque hubiera de abandonar el castillo. Pero éste, que bien sabía que el de Denia venía a sustituirlo por expresa determinación del Consejo de Grandes de España, se lo hizo ver a su majestad de muy buenas maneras, que de poco sirvieron porque la reina montó en una de aquellas temibles cóleras que hacía tiempo que no le daban, y volvió a amenazar con no comer y no lavarse.
El arrebato le duró dos días y a continuación cayó en un abatimiento más preocupante todavía, pero en ese estado le fue más fácil al Hernán Duque hacerle otra clase de consideraciones que lograron el milagro de consolarla. El milagro fue que el caballero le dijo la verdad: que estaba desengañado de los amores de este mundo y que su único deseo era profesar en religión. Y la reina entendió que esa decisión obedecía a la desesperanza de que ella no pudiera corresponder al amor tan subido que le mostraba el caballero.
La María de Ulloa, que fue requerida una vez más en este trance, cuenta que entre ambos tuvo lugar una escena muy tierna, con lágrimas en los ojos de la reina, lo cual era muy conveniente porque cuando su majestad lloraba se le sosegaba el ánimo. Lo que más temían eran sus cóleras secas, con los ojos alumbrados. Cuenta, también, que la reina tomó las manos del caballero con mucho amor, se las acarició y le hizo ver cómo, en su condición de reina, se debía a todos sus súbditos aunque él siempre ocuparía un lugar de preferencia en su corazón. Y concluía doña María de Ulloa:
«Nunca agradeceremos suficientemente al caballero Hernán Duque el trato que dio a nuestra señora, que la hizo muy dichosa, dentro de su mal, y es de lamentar que por su linaje no tuviera suficiente alcurnia para seguir al frente del castillo. En cuanto al amor que tenía a nuestra señora, aparte de sus gracias personales (pues conviene no olvidar que en aquellos años se mostraba muy hermosa y aseada), se debía en no menor medida a que veía en ella al mismo Cristo, como corresponde a alma tan entregada a Dios.»
Por fin pudo cumplir Hernán Duque su anhelo de profesar en religión y los superiores de la orden acordaron que lo hiciera en un noviciado que tenían en Galicia, para que estuviera lo más distante posible de Tordesillas y de la influencia de la reina, quien en más de una ocasión manifestó que cuando recibiera las órdenes sagradas lo tomaría como su confesor, ya que si tan bien había sabido cuidar de su alma siendo laico, cuánto mejor lo haría con la especial gracia que confiere el sacramento del orden sacerdotal. En otras ocasiones decía que al igual que hizo su excelsa madre con Jiménez de Cisneros, en su momento le nombraría arzobispo de Toledo. Esto último lo dijo cuando transcurrieron los años y su mente estaba cada vez más deteriorada, pero en medio de ese progresivo deterioro siempre que le venía el recuerdo de Hernán Duque era para añorarle y otorgarle en su imaginación prebendas que le compensaran del amor que le mostró y al que no pudo corresponder.
CAPÍTULO XII
Traían fama de flemáticos los flamencos, pero de muy aplicados cuando mediaban intereses económicos o de poder, que viene a ser lo mismo. Al igual que cuando falleció Miguel, el unigénito de Isabel, hermana mayor de doña Juana, se apresuró Felipe el Hermoso a declararse príncipe de Asturias, y al fallecimiento de Isabel la Católica, rey consorte de Castilla; al morir el Rey Católico al tiempo que celebraban en Flandes las fúnebres exequias por el difunto, proclamaban rey de Castilla y Aragón al príncipe Carlos, haciendo caso omiso de la recomendación del Consejo de Castilla, quien mucho encareció al joven príncipe que para evitar motines y revueltas no tomara el título de rey mientras viviera su madre, doña Juana. Esto lo decían porque el pueblo, más dinástico que los nobles, veía en ella a su legítima reina y dudaban de la insania que se le atribuía.
Esto sucedía a primeros de marzo del 1516 y dos semanas más tarde, en la catedral de Santa Gúdula, de Bruselas, se proclamaba rey a don Carlos, en francés, entre otras razones porque la nueva majestad no sabía ni media palabra de español. El heraldo, después de anunciar la muerte del rey Fernando y guardar unos minutos de silencio, clamó: «Vive doña leanne et don Charles, par la grâce de Dieu rois catholiques.»
Como comenta uno de los cronistas más calificados de la infeliz reina, «así quedó cumplido en cuanto a la letra la recomendación del Consejo de Castilla, pero despreciado en cuanto a su sentido». Doña Juana, según esta fórmula, seguía siendo reina, y además ascendía a la condición de «reina católica», pero en paridad de gobierno con su hijo, tan rey católico como ella, pero con más posibilidades de hacer efectivos sus poderes.
Para que no quedaran dudas al respecto, el gran canciller Sauvage dispuso que el nuevo soberano había de trasladarse a Castilla acompañado de una corte que dejara bien claro quién había de mandar, en adelante, en aquellos territorios. A tal fin reunió en el puerto de Flesinga una armada compuesta por cuarenta naves, y el séquito de su majestad lo formaban cincuenta gentileshombres de cámara, cien criados entre camareros y coperos, doce ayudas de cámara, dieciséis pajes nobles y treinta caballerizos. En otras naos, de las denominadas vizcaínas, viajaba la gente de armas, la artillería y los caballos.
Antes de su partida, que tuvo lugar el 9 de setiembre del 1517, el futuro emperador hizo reunir en Gante a los Estados Generales de los Países Bajos y se despidió de ellos con una alocución tan sentida que hizo llorar a sus súbditos. Vino a decir que se marchaba por fuerza para tomar posesión de su nuevo reino y a dejar en él a quien pudiera gobernarlo en su nombre -y al decir esto miró a sus cancilleres Sauvage, Chièvres y Adriano de Utrecht- y que en cuanto pudiera retornaría allí donde estaba su corazón: Flandes.