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El consejero Chièvres, que era el más taimado de ellos, le interrogó sobre la vida en el castillo y sobre la salud mental de la reina, y el joven Flaviano le interpeló: «¿Qué os interesa? ¿Que esté loca o que esté cuerda?»

A lo que Chièvres respondió:

«Lo suficientemente loca para no poder gobernar, pero lo suficientemente cuerda para otorgar poderes en favor de su hijo, nuestro señor el rey.»

El cronista Raimundo de Brancafort, aquel que fuera caballero en la corte del archiduque de Borgoña, y ahora lo era en la del rey don Carlos, se refiere con comprensión a este episodio, justificando el comportamiento de Flaviano, quizá porque él mismo en su juventud había sido juglar y, como todos ellos, un tanto pícaro.

«Que se concertaran el señor de Chièvres y el hijo del conde de Bergenroth -discurre- es de natura, el primero porque era su deber asentar lo más posible a nuestro señor en el trono, y el segundo porque los que son bastardos se tienen que valer de estas artimañas para seguir cerca de los poderosos.»

La artimaña consistió en seducir mediante promesa de matrimonio a una doncella de la reina, de nombre Gertrudis, de la familia de los Verccelli de Nápoles, muchacha de carácter muy dulce que por aquellas fechas era la que mejor entendía a la reina y la que lograba atemperarla cuando le daban sus arrebatos, que por entonces no eran muchos pues todavía estaba bajo los efluvios de las buenas maneras que le inculcara el Hernán Duque. Se mostraba triste, añorando las atenciones del caballero, y a la única que le hacía confidencias era a Gertrudis Verccelli, a quien había tomado gran cariño, hasta el extremo de decirle que si encontraba un pretendiente de su gusto -se sobreentiende que del de la reina-, ella la dotaría para que pudiera bien casar. Esto lo decía porque la doncella era de noble linaje, pero sin fortuna. Doña Juana, excepto para sus manías, era muy avisada y pronto se apercibió de cómo bebía los vientos por Flaviano de Bergenroth, pero le advertía que no le convenía quien por su condición de bastardo difícilmente podría alcanzar el puesto que ella se merecía. No por eso le caía mal a la reina el joven Flaviano, que sabía ser seductor cuando quería, y los días buenos le invitaba a que las acompañara mientras hacían labores, y el caballero se lucía tocándoles la vihuela y recitándoles poemas. En alguna ocasión dijo de él que en apostura no le iba a la zaga a su llorado esposo, Felipe el Hermoso, y ése era el mayor elogio que podía hacer su majestad de un varón.

CAPITULO XIII

EL ENCUENTRO DE TORDESILLAS

El consejero Chièvres instigó a Flaviano para que hiciera cuanto pudiera en favor del rey en el negocio de los poderes, y que él sabría recompensarle. El joven le dijo que podía hacer mucho por el ascendiente que tenía sobre quien gozaba del favor de la soberana, y pidió como recompensa el que se le nombrara alcaide del castillo de Tordesillas. Chièvres, que todavía no sabía que el Consejo de Grandes de España había designado para tal cargo al marqués de Denia, accedió a la petición. (El marqués de Denia no se haría cargo del castillo hasta el mes de marzo de 1518.) Quienes bien le conocían decían que lo hubiera prometido en cualquier caso, pues poco se le daba de cumplir las promesas cuando mediaban razones de estado, que también fueran de su conveniencia.

Este encuentro tuvo lugar en Noceda, en la raya de Asturias con Castilla, y Flaviano retornó a Tordesillas a uña de caballo. Con apasionamiento le hizo ver a Gertrudis Verccelli cuánto les iba en que la reina concediese poderes al rey Carlos para gobernar, porque a él le nombrarían alcaide y así se podrían casar. Y le razonó el provecho que se derivaría para su majestad, pues tendría como alcaidesa a quien tan bien la entendía y tanto la quería. La joven, rendida ante tan sabias consideraciones y al ardor que le mostraba su enamorado, se entregó a él.

Desde tal momento, y sabiendo que en el matrimonio con Flaviano estaba el remedio para su deshonor, se dedicó con alma y vida a hacerle ver a la reina las excelencias que concurrían en la persona de su hijo, él príncipe Carlos, que estaba en camino desde Flandes para rendirle pleitesía. Doña Juana se encontraba en una fase de melancolía pacífica y resignada, y se condolía de que siendo madre llevara doce años sin ver a quien estaba llamado a sucederle en el trono de Castilla. Gertrudis la consolaba y le decía que de allí en adelante lo tendría siempre muy cerca de ella, sobre todo si se quedaba en España gobernando el reino en nombre de su majestad. La reina suspiraba y sólo en una ocasión dijo:

«¿Cómo puede ser eso siendo regente mi augusto padre?»

Gertrudis le respondía que ella no entendía de negocios de estado, pero que todos los que iban conociendo al príncipe Carlos -nunca le nombraba como rey- según se acercaba a Valladolid, se hacían lenguas de su persona y decían que en todo era la viva imagen de su padre, Felipe el Hermoso.

Mientras Gertrudis insistía cerca de la reina, diciéndole cosas muy de su gusto, el Flaviano intrigó con un gentilhombre de cámara muy ambicioso, de nombre Estrada, que fue quien se encargó de concertar el encuentro con todo el boato que permitía la austeridad del palacio de Tordesillas.

Carlos I llegó acompañado de su hermana mayor, la princesa Leonor, de su ayudante de cámara Laurent Vital, del consejero Chièvres, y de dos caballeros flamencos y de dos damas de la corte cuyos nombres no constan. A la princesa Leonor, que a punto estaba de cumplir los veinte años y era la que más recuerdos conservaba de su madre, se le saltaron las lágrimas al ver el lugar en el que la tenían retenida. El encuentro tuvo lugar al atardecer de un mes de noviembre, de suyo oscuros en Castilla, y más oscuro todavía en aquel palacio que estaba concebido como fortaleza contra los moros, con más troneras que ventanas. Cierto que doña Juana gustaba de la penumbra, sobre todo cuando le entraba la melancolía, y de eso nunca se quejó. El Laurent Vital, oficioso como suelen ser los ayudas de cámara, viendo que disgustaba a sus altezas aquella oscuridad ordenó a los lacayos que encendieran hachones y él mismo tomó uno para alumbrar al rey, quien lo apartó de un manotazo reprendiéndole por querer disponer en casa ajena.

Por fin entraron en el salón en el que les esperaba la reina, a la que cumplimentaron con las tres reverencias a que estaban obligados ante una majestad quienes eran inferiores a ella. Una reverencia en el dintel de la puerta, como solicitando permiso para entrar, otra en el centro de la habitación, como señal de pleitesía, y la tercera a los pies, acompañada de besamanos que la reina no consintió tomándoles entre sus brazos y así les tuvo por un largo rato. El primero que se desasió fue el rey Carlos, quien cumplimentó a su madre, en francés, diciéndole que se alegraban de encontrarla en buen estado de salud, y que le expresaban su más sumiso rendimiento. La reina, en respuesta, musitó varias veces: «¡Mis hijos! ¡Mis hijos! ¡Cuántos años han pasado! ¡Cómo habéis crecido!» Y acarició los cabellos de su hija Leonor, a la que seguía manteniendo entre sus brazos.

Laurent Vital se admira de que en momento tan crucial para la historia de España, la reina dijera tan sólo frases banales, olvidando que también era madre. Y como madre pensó que estarían cansados después de tan largo viaje, y sin entrar a discurrir sobre asuntos de estado, les autorizó a retirarse a descansar.

La entrevista fue breve, pero muy sentida, y cuando la reina se quedó sola con su doncella se le saltaron las lágrimas, lo cual era muy buena señal. La Gertrudis Verccelli la consoló diciéndole la gracia que suponía para una majestad tener un hijo tan prudente y comedido, y como viera que la reina asintiera, se apresuró a salir fuera de la estancia y contarle a su enamorado las buenas disposiciones de doña Juana respecto de su hijo. Aquél, a su vez, se lo comunicó al canciller Chièvres aconsejándole que sin más dilaciones acometiera el negocio de los poderes. El consejero dudó por considerarlo en exceso precipitado, pero Flaviano le razonó que a fases de melancolía en su majestad, se sucedían otras de arrebato en las que se encerraba en sí misma, sin que saliera una palabra de su boca que no fuera para decir desaires.