De ahí que la nobleza se mantuviera indecisa, sin tomar partido, y más indeciso aún el cardenal Adriano, que desbordado por los acontecimientos se limitó a enviar correos a Aquisgrán pidiendo instrucciones al emperador, sin que recibiera respuesta, ocupado como estaba su majestad con las ceremonias de su coronación, y con otro problema no menos grave con el que se encontró en Alemania: el cisma religioso motivado por la doctrina de Lutero que tanta trascendencia política había de tener.
El 29 de julio del 1520, reunidas todas las ciudades rebeldes en Ávila, se constituyeron en junta Santa, declararon como única soberana legítima de Castilla a la reina doña Juana, y emprendieron la marcha sobre Tordesillas, que mal defendida pronto cayó en poder de los alzados. Este triunfo produjo una gran conmoción en todo el reino, máxime cuando se supo que la reina doña Juana aprobaba la conducta de los comuneros y les ofrecía su apoyo. Todos los cronistas de la época están acordes en considerar que fue el momento en el que más peligró la corona sobre las sienes de Carlos I.
Y en episodio tan relevante jugó un papel no despreciable Flaviano de Bergenroth, que seguía con el pío de ser nombrado alcaide de la plaza para así poder casar con Gertrudis Verccelli, que continuaba de doncella de confianza de la reina, aunque había perdido la doncellez por culpa de los amores ya relatados.
En el tiempo que medió entre el cese del caballero Hernán Duque y la toma de posesión del marqués de Denia, la administración del castillo estuvo a cargo de un gentilhombre pacífico y descuidado, cuyas únicas preocupaciones -salvada la salud de su regia confinada- eran la cetrería y la buena mesa; gustaba de hacer pruebas con los viñedos de la región y se jactaba de conseguir caldos mejores que los franceses. No ostentaba título de gobernador, ni de alcaide, sólo el de administrador, y estaba deseando cesar en él pues era propietario de hermosas fincas en Medina del Campo y se le daba poco de enredos y medros políticos. En lo que al cuidado de la reina se refiere le dejaba hacer a la Gertrudis Verccelli y, a su amparo, también enredaba Flaviano, confiado en el nombramiento de alcaide que le prometiera el señor de Chièvres y que no acababa de llegar.
En esta confianza vivía la pareja de enamorados, tomándose más libertades de las debidas de manera que en la primavera del 1520 resultó embarazada. Al mismo tiempo llegó el nombramiento del marqués de Denia sumiendo primero en el desconcierto, y luego en la desesperación al joven Flaviano, que se desplazó a la corte de Valladolid para pedirle cuentas al señor de Chièvres, sin conseguir ser recibido por él; después de mucho insistir, rogar y hasta amenazar, consiguió que un secretario suyo le prometiera gestionar cerca del cardenal Adriano el puesto tan anhelado, u otro semejante, pero de paso le recordó la bolsa con ducados de oro que había recibido por sus servicios.
La desolación de los enamorados no tuvo límites y la Gertrudis Verccelli dijo que por nada de este mundo quisiera que su señora, que en tanto la tenía, se ente rara del mal paso que había dado y que cuando no pudiera disimular su gravidez se apartaría de su servicio, para ocultar su deshonra.
Flaviano, con un desprendimiento que poco tenía que ver con el joven libertino que había sido, le propuso renunciar a medrar en la corte y marchar a las Indias aunque fuera en un puesto inferior al que por linaje le correspondía. Manifestóse indecisa la joven, haciéndole ver que conforme a las reglas imperantes una doncella de la reina no podía contraer matrimonio sin su anuencia, y que en ningún caso la concedería doña Juana si era para abandonarla. Insistió Flaviano proponiéndole casarse en secreto, y le brindó un prelado amigo que lo haría con gusto a la vista del problema de conciencia que tenían; andaba Gertrudis dudosa entre suspiros y dengues propios de una embarazada, cuando les llegó la noticia de que en la junta de Ávila los comuneros habían declarado como soberana de Castilla a la reina doña Juana.
«Sea por doña Juana de una vez por todas -determinó Flaviano de Bergenroth- y paguen su traición quienes tan poco honor hacen a su palabra.»
Sintiéndose traicionado por el señor de Chièvres y su camarilla de flamencos, no dudó en probar fortuna con el bando de los comuneros, y con la diligencia y habilidad que ponía en estos enredos se presentó en el campamento rebelde, que ya iba camino de Tordesillas. El recelo con el que fue recibido por los alzados, por su condición de hijo de flamenco, pronto se disipó cuando se confesó bastardo y postergado de puestos y sinecuras de la corte, ya que en circunstancias no muy diferentes se encontraban muchos de los alzados, segundones e hidalgos pobres que se sentían asfixiados por los poderosos con el rey a la cabeza.
Cuando se supo lo cerca que se movía de la reina fue recibido por el mismo Juan de Padilla, hombre de carácter noble y apasionado que había prometido a los sublevados conseguir la libertad para las comunidades, o perder la vida en el empeño, y en esto último cumplió lo prometido.
Fue Flaviano de Bergenroth quien le informó de las fuerzas que componían la guarnición de Tordesillas y el mejor modo de hacerse con la plaza sin excesivo derramamiento de sangre. Y, como ocurriera dos años antes con el señor de Chièvres, don Juan de Padilla le preguntó por la salud de la reina, y en esta ocasión Bergenroth contestó conforme a sus conveniencias, que eran también las de los comuneros:
«En cuanto a la salud del cuerpo más notable no puede ser, bien cuidada como está por su dama de confianza Gertrudis Verccelli, y en cuanto a la del alma tiene días de tristeza, pero ¿qué mujer no los tendría, abandonada de sus hijos y traicionada por su primogénito que dice reinar en su nombre y todo lo hace a sus espaldas con menosprecio de su realeza?»
Y del modo más favorable a sus intereses le detalló el mal trato que había recibido la reina del mosén Luis Ferrer, por orden del Rey Católico, y la crueldad de su hijo Carlos, que le arrebató el único consuelo que le quedaba, la princesa Catalina, y cómo se había sosegado cuando no les quedó más remedio que devolvérsela, y los años tan felices que había pasado cuando había estado rodeada de amor, bien del caballero Hernán Duque, bien de su doncella Gertrudis, y el temor que tenían de que el nuevo gobernador, el altivo marqués de Denia, volviera a las andadas y endureciera el encierro hasta hacerla enloquecer.
«¿Entonces -le preguntó Juan de Padilla- vos creéis que está para gobernar?
»¿Es que acaso -le respondió cautamente el Flaviano- no gobiernan sus majestades por el acierto que tienen en nombrar a sus ministros? ¿Y pensáis que nuestra señora ha de estar más desacertada que su hijo, que ha venido rodeado de ladrones aunque me duela reconocerlo en la parte que me toca, por la sangre que corre por mis venas?»
No podían ser más del agrado del caudillo comunero semejantes declaraciones y, por ser costumbre de la época concertar intereses sin olvidar el provecho personal, le preguntó a Flaviano cuáles eran sus pretensiones, a lo que éste con la misma sinceridad le contestó que la primera de todas era la de cesar al marqués de Denia de su cargo, confirmar a Gertrudis Verccelli como dama principal y a él conferirle el grado que le correspondiera en el nuevo ejército de los comuneros, que entendía que por lo menos sería el de capitán, dado el arte que tenía en manejar la espada, y luego ya se vería.
Cumplieron ambos, fue cesado el marqués de Denia, pasó a mandar en el castillo la Gertrudis Verccelli, y se batió con gran valor en los campos de batalla el Flaviano de Bergenroth y, sin embargo, el alzamiento no prosperó porque no acertaron en lo más principal, que fue el tratamiento que habían de dar a doña Juana la Loca.
La reina estaba en una estación de altibajos, pero sin llegar a los arrebatos de tiempos pasados porque bien se cuidaba la Verccelli de evitarle lo que pudiera contrariarla. Su majestad, en los días buenos, reconocía su mal y acostumbraba a decir: «Si yo fuera vihuela que difícil sería de templar.» También en esos días se admiraba de que su hijo Carlos no fuera a visitarla para darle cuenta del gobierno del reino que le había confiado. Pero cuando le dijeron que había sido elegido emperador de Alemania se tranquilizó y comprendió, como majestad que era, la obligación que tenía su hijo de hacerse con corona tan importante. De su padre el Rey Católico parecía haberse olvidado y para nada le mentaba.