Del alzamiento de los comuneros no le dieron cuenta hasta que se presentaron a las puertas de Tordesillas y el marqués de Denia fue obligado a abandonar el cargo. La entrada de Flaviano, con las insignias de capitán, gozando de la confianza de Juan de Padilla y encargado de preparar a la reina, fue del todo triunfal.
Los comuneros habían hecho el recorrido desde Ávila hasta Tordesillas en medio del fervor popular, sin encontrar apenas resistencia ya que los concejos habían logrado reunir una milicia de quince mil hombres, mientras que los nobles justo habían alcanzado los cuatro mil, muy desorganizados puesto que sus mandos no estaban de acuerdo en lo que había de hacerse. El cardenal Adriano, el menos animoso de todos ellos, se inclinaba por claudicar ante las ciudades rebeldes; el almirante de Castilla abogaba por una negociación que terminara en reconciliación; y el único que quería la acción resuelta y el castigo era don Íñigo de Velasco, condestable de Castilla, que no encontraba el respaldo suficiente para llevarlo a cabo.
En medio de esas disensiones fue cuando tuvo lugar la toma de Tordesillas con Flaviano de Bergenroth a la cabeza, quien manifestó a su enamorada que ya no se conformaba con la gobernación del castillo puesto que podía aspirar a un generalato y a un título de nobleza que su majestad la reina habría de concederle por el servicio que le iban a prestar.
Como en la anterior ocasión, fue también Gertrudis Verccelli la encargada de informar a la reina de lo que estaba sucediendo y lo que se esperaba de ella, puesto que los comuneros la habían reconocido como única y legítima soberana de Castilla, a lo que doña Juana, en presencia de don Juan de Padilla, del obispo Acuña y de don Pedro Lasso de la Vega, manifestó con gran serenidad:
«Si me habéis reconocido como reina, no habéis hecho más que lo que debéis. ¿O es que acaso no lo soy?»
Excúsase decir el contento con que los reunidos recibieron semejante declaración y más aún cuando puntualizó que si bien había otorgado poderes a su hijo Carlos, al estar éste ausente y no poder hacerse cargo del gobierno del reino, los poderes habían de retornar a su fuente, que no podía ser otra que la que los concedió.
De tales declaraciones se hicieron comunicados que se repartieron por todas las ciudades alzadas, en las que se celebraron festejos, porque entendían que contar con la reina era liberarse de la tiranía extranjera representada por el rey Carlos y su corte de flamencos. En la cumbre de su triunfo y soñando Juan de Padilla con que toda España estaba a sus pies -en Valencia y Mallorca se había producido un levantamiento similar llamado de las Germanías- no se conformó con lo manifestado de palabra por la reina y quiso que constara por escrito y con su firma, para que por todo el reino circulara la noticia de quiénes eran los que gozaban de la confianza de la única soberana legítima. Y con gran desesperación de Flaviano de Bergenroth, que bien les advertía que la reina no había de firmar, se empeñaron en esta pretensión el obispo Acuña y el general Lasso de la Vega que junto con Padilla eran los de más ascendiente en el movimiento de las comunidades. El obispo y el general fueron los únicos nobles que se unieron a los sublevados y lo hicieron por rencillas personales con el Consejo de Grandes de España.
Flaviano de Bergenroth les recordó que el señor de Chièvres se había salido con la suya, conformándose en recoger ante escribano las declaraciones de su majestad, y que otro tanto debían hacer ellos, puesto que la reina había prometido a su difunto esposo no firmar y en ese punto no cedía.
Pero los comuneros, comerciantes y funcionarios la mayoría de ellos, se mostraron menos duchos que los nobles en los enredos de la política y se pusieron muy ternes con el asunto de la firma y hasta proclamaron a los cuatro vientos que la reina firmaría una pragmática para que no quedara duda de la legitimidad del movimiento comunero.
El tiempo pasaba, la reina no firmaba, y las tropas reales se iban ordenando y disponiéndose a la lucha, perdiendo así la ventaja inicial que habían tomado los comuneros. La inactividad no benefició a las milicias concejiles que comenzaron a practicar las mañas propias de los soldados en guerra, entre otras la rapiña, porque las soldadas no llegaban a tiempo ya que las ciudades alzadas mostraban su descontento por los gastos crecientes de la guerra, que exigían nuevos impuestos para sufragarlos.
En medio de estas incertidumbres el cardenal Adriano dirigió un escrito al emperador advirtiéndole que, en el caso de que la reina firmase el documento que le solicitaban los comuneros, podía dar por terminado su reinado en España. En esta ocasión el emperador, mejor aconsejado, reaccionó oportunamente y nombró como regentes a los dos títulos más relevantes de Castilla, al condestable y al almirante. Así comenzó a dar cumplimiento a su promesa de nombrar a castellanos para los más altos cargos del reino, y los demás nobles, pensando que a ellos también les llegaría su turno, se aglutinaron en torno al condestable, cuya primera medida fue tomar el camino de Tordesillas para hacerse con la villa que hacía cabeza del reino, por residir en ella la reina.
Flaviano de Bergenroth, viendo que se le escapaba el sueño que había tenido al alcance de la mano, mantuvo una acalorada disputa con Juan de Padilla, en la que según cuenta un cronista anónimo le dijo:
«"¿Queréis una firma de la reina? Pues por los clavos de Cristo os aseguro que la tendréis." "¿Cómo ha de ser eso? -le replicó el capitán general-. ¿Es que acaso pensáis darla tormento?" "De ningún modo pondría yo las manos sobre nuestra señora -le contestó Bergenroth-, y de poco serviría hecha como está a sufrir." Y ante la insistencia del capitán general, el Bergenroth se comprometió a fingir una firma de la reina en todo igual a la que figuraba en los documentos, antes de casar con don Felipe el Hermoso. Don Juan de Padilla se admiró ante tanto atrevimiento y dijo que no se conocía en el mundo entero quien se atreviera a tanto. Pero no hizo mala cara a la propuesta, aunque argüía que la reina podría negar que aquella firma fuera la suya, a lo que Bergenroth replicó: "La reina no firma, pero tampoco afirma ni niega, ni le daremos oportunidad para esto último si tenemos el castillo bien guardado como ha estado hasta ahora." El capitán general quedó convencido y lo puso en conocimiento del obispo Acuña, para que el prelado diese también su conformidad y así salvar su conciencia. Pero este prelado, que en otros órdenes de la vida era muy ligero, en éste se mostró en exceso escrupuloso diciendo que robar la firma a otra persona era como robarle el alma, y que los que tal hicieran merecerían caer en manos del verdugo en esta vida, y en la condenación eterna en la otra.
»Y por culpa de este prelado -concluye el cronista, que por la forma de expresarse ya se ve de parte de quién estaba- no llegó a buen término la justa causa de los comuneros, ni él se libró del verdugo pues fue de los que ordenó degollar el emperador cuando regresó a Castilla. En cuanto a su condenación en la otra vida tampoco está claro que se salvara de ella, pues fue de los que luchó hasta el final y por su culpa muchos inocentes perdieron la vida. A este prelado se le daba más de una firma, que de tantas madres como quedaron sin sus hijos, y tantas esposas sin sus maridos.»
De todo este enredo salió muy mal parada doña Juana, por la presión que le hacían unos y otros, y para colmo un mal día se le ocurrió preguntar por su padre, de quien parecía haberse olvidado, y Gertrudis no se encontró con fuerzas para seguir mintiéndole y le confesó la verdad. La reina se quedó sumida en un pasmo del que sólo salía para decir que habían de celebrar funerales por su alma, y algunas noches soñaba que su padre le pedía cuentas desde los infiernos, o como mucho desde el purgatorio, por haber descuidado durante tanto tiempo las exequias.