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Comenzó a desvariar como en tiempos pasados, y los jefes comuneros, pensando que en tales circunstancias ya no podían servirse de ella, abandonaron la villa de Tordesillas, acosados por los realistas, y decidieron retirarse hacia la ciudad de Toro, plaza bien amurallada, para hacerse fuertes en ella.

Esto sucedía en la primavera del 1521, que fue muy lluviosa, y por el camino les sorprendieron tormentas y riadas, que embarraron aquellas llanuras dificultando la marcha de los infantes y obligándoles a abandonar parte de la artillería. Del ejército de quince mil hombres, sólo les quedaban a los comuneros poco más de cuatro mil, que también fueron desertando según se sentían cercados por las tropas reales. Por eso cuando llegó la jornada definitiva, la del 23 de abril del 1521, festividad de san Jorge, en los campos de Villalar, los primeros sorprendidos fueron los jinetes de la caballería real que apenas encontraron resistencia en los rebeldes, cuyas tropas se dieron a la desbandada.

Sólo los tres jefes comuneros más heroicos, Padilla, Juan Bravo y Maldonado, lucharon hasta el final, espada en mano, y junto a ellos Flaviano de Bergenroth, que en la desesperación ante tanta adversidad deseaba morir con un honor del que tan poco aprecio hiciera en su vida pasada. Hechos presos y sin necesidad de juicio, fueron degollados en la plaza pública de Villalar los tres citados jefes, que afrontaron la muerte gallardamente dando vivas a la libertad, y sin querer pedir perdón a su majestad el emperador, aunque eso pudiera significarles el descuartizamiento en lugar del tajo. Pero el capitán general de los realistas, por no enconar más las cosas, consintió en que los degollaran tan sólo.

Flaviano de Bergenroth, bien porque no fuera considerado jefe de la rebelión, bien por la admiración que causara, incluso entre sus enemigos, su destreza y coraje en el manejo de la espada, no fue ejecutado en aquella ocasión, sino confinado junto a otros trescientos comuneros, en espera de lo que el emperador dispusiera. Pero un flamenco que militaba en las filas realistas, pariente suyo, sabiendo cuán pocas esperanzas tenía de salir con vida quien tanto había urdido en contra de los intereses imperiales, le facilitó aquella misma noche la huida, lo que no le resultó difícil dado el desorden que reina en los campamentos después de las batallas.

Consiguió alcanzar la ciudad de Toledo, la única que no se rindió al emperador después de la derrota de Villalar, y en la que seguía enarbolando la bandera comunera María de Pacheco, viuda de Padilla, mujer muy brava, amén de dolorida por la suerte que había corrido su marido, que recibió con agrado a Flaviano de Bergenroth, de cuyo valor se hacían lenguas las gentes.

Esta María de Pacheco resultó más sesuda que su marido y consciente de que no podrían hacer frente a las tropas reales que estaban en trance de aumentarse con tres mil lansquenetes alemanes a punto de llegar a España, con el emperador a su cabeza, sólo trató de hacerse fuerte en plaza tan bien amurallada como Toledo, para desde ella negociar una rendición honrosa. A tal fin, y con ayuda de letrados, preparó un memorial para hacerlo llegar a su majestad, muy moderado, en el que se reconocía el derecho del rey Carlos al trono de Castilla, y sólo le pedían reformas muy discretas, de orden económico, muy convenientes para el buen gobierno de los pueblos.

Durante cerca de un año estuvo la ciudad de Toledo sitiada por las tropas del rey, muy bien defendida por los sitiados que habían logrado concentrar en sus murallas el grueso de la artillería que no se perdió en la batalla de Villalar. Cada atardecer la María de Pacheco, en persona, discurría por las murallas y se mostraba en las torres almenadas del castillo arengando a los defensores, siempre en nombre de las libertades. Era mujer de hermosa figura y de verbo muy cálido, que sabía decir las cosas con mucho fundamento y les hacía discurrir a los sitiados que estaban luchando, no contra el emperador, sino contra quienes le aconsejaban mal y no le hacían ver que las libertades que pedían redundarían en provecho de la Corona. junto a ella se mostraba siempre Flaviano de Bergenroth, a quien había nombrado su alférez con mando sobre la infantería.

La ciudad de Toledo, hecha a resistir durante siglos las embestidas de los árabes, estaba preparada para soportar un sitio de semejante naturaleza durante lustros, y al cabo el emperador hubiera consentido en lo que le pedían, si no se hubieran producido disensiones internas que propiciaron la entrada de las fuerzas del rey.

Según el cronista anónimo al que antes nos hemos referido, la culpa la tuvo el obispo Acuña, que fue de los que también encontró refugio en la plaza sitiada. «Pero en lugar de conformarse con ser uno más entre los sitiados -cuenta el cronista- quiso alzarse con el mando y eso no podía ser estando la María de Pacheco, que tenía más títulos y más gracia para hacerse obedecer de las tropas. Más le hubiera valido a ese prelado ocuparse de su diócesis de Zamora, que la tenía del todo abandonada, en lugar de meterse en guerras en las que nada se les ha perdido a quienes visten el traje talar, salvados los remedios a enfermos y moribundos.»

Sin que se conozcan exactamente las causas, el 20 de febrero del 1522 se produjo un motín en el interior de la ciudad, que fue aprovechado por los sitiadores para hacerse con la plaza. Doña María de Pacheco logró huir y refugiarse en Portugal y otro tanto hizo el obispo Acuña, aunque no estuvo tan prudente como la viuda de Padilla, y al cabo de unos meses, como siguiera enredando por tierras de, Castilla, fue hecho prisionero y ejecutado por orden del emperador.

Entre el motín y la rendición de la plaza mediaron dos días, que aprovecharon otros jefes comuneros para huir también, de manera que cuando entraron las fuerzas reales la autoridad militar de mayor graduación era el alférez Flaviano de Bergenroth, quien se sintió muy orgulloso de entregar su espada, ensangrentada hasta la empuñadura, al condestable de Castilla, aun consciente de que en eso le iba la vida. Vencedores absolutos los nobles, no tuvieron prisa en ejecutar las sentencias, lo que dio tiempo a que la noticia llegara al castillo de Tordesillas y se enterara la Gertrudis Verccelli de la suerte que le esperaba a su enamorado.

Como era de temer, la situación de la infeliz reina había empeorado notablemente después de la derrota de los comuneros, y hay quienes sostienen que de no ser tenida por loca, hubiera merecido la muerte como reo de alta traición por hacer causa común con los enemigos del emperador. No sería la primera vez en la historia de las realezas que un hijo consintiera en la muerte de su madre por el bien de la Corona, pero en esta ocasión el rey don Carlos para nada quiso oír hablar de ello e insistió en que se le guardaran las consideraciones debidas a su majestad, y él mismo hasta su muerte siguió firmando en su nombre y en el de su madre la reina doña Juana.

Pero el marqués de Denia, que infamemente había sido expulsado del castillo por los comuneros con anuencia de la reina, volvió con ánimo de revancha y la primera disposición fue cesar en su cargo de dama de confianza a la Gertrudis Verccelli, aunque no se atrevió a echarla del palacio por temor a la reacción de la reina. Como consecuencia de tantos disgustos, o porque así lo tenía dispuesto natura, Gertrudis perdió la criatura que llevaba en su seno, sin que conste cómo se las arregló para salir de tan amargo trance sin que se enterara la reina.

Lo que sí consta es que el marqués venía decidido a asentarse en el castillo hasta su muerte, como así fue, y se trajo consigo a toda la familia, ocupando el ala principal del castillo y relegando a la reina y a su disminuida corte a las partes más oscuras. A su esposa, la marquesa, le encomendó lo relativo al cuidado personal de doña Juana, arduo trabajo cuando la reina estaba de malas, lo que en circunstancias tan adversas sucedía los más de los días. Esta marquesa, mucho más joven que su marido, y de carácter tímido y apocado, pronto se tuvo que apoyar en la Verccelli para poder hacer carrera de su majestad y así nació una amistad entre ambas mujeres, y puede que fuera la marquesa quien la ayudara cuando perdió a la criatura.