Informada Gertrudis de la rendición de Toledo y de que la vida de su amado dependía de la gracia del emperador, en su dolor no dudó en echarse a los pies de la reina y suplicarle por la vida de Flaviano. Educada doña Juana para ser majestad y disponer, por tanto, sobre la vida y la muerte de sus súbditos, no le sorprendían estas peticiones y razonaba sobre ellas mejor que cuando se le planteaban cuestiones de la vida ordinaria como, por ejemplo, las relacionadas con su aseo personal.
«¿Es que acaso pensáis casaros con él y abandonar mi servicio?», le preguntó doña Juana en esta ocasión.
A lo que la dama replicó que sólo pretendía salvar su vida, y que aunque desterrado tuviera que marchar a las indias, ella seguiría a su servicio hasta el fin de sus días.
Y entonces se produjo uno de los hechos más sorprendentes de la vida de doña Juana la Loca. Se hizo traer recado de escribir y de su puño redactó y firmó un escrito por el que otorgaba la gracia de la vida a Flaviano de Bergenroth. Eso se lo había visto hacer a la Reina Católica en más de una ocasión y ella lo repitió con la misma desenvoltura y majestad que su egregia madre. Era el primer documento que firmaba desde 1506, año en el que vino por segunda vez a España, y ya nunca volvió a firmar ninguno más.
Le faltó tiempo a la Gertrudis Verccelli para ordenar un carruaje y sin dar descanso a los caballos, cambiando de postas cada seis leguas, se presentó en la ciudad de Toledo, logrando ser recibida por el gobernador al invocar que traía un escrito de su majestad. El gobernador era don Diego Martínez de Escosura, militar muy aguerrido, que alcanzaría notoria fama en los tercios de Flandes años más tarde. En aquella época era un joven noble, muy disciplinado y adicto al emperador, que no sabía qué hacer con el papel que le presentaba aquella suplicante dama, por lo que requirió el consejo de los principales de la villa.
Don Carlos había ya cruzado la frontera de España, con la corona imperial ceñida sobre las sienes, y con los famosos tres mil lansquenetes y su par que de artillería, para avalar cuanto dijera y dispusiera. No era de temperamento cruel Carlos I, pero entendía que los sublevados merecían un escarmiento para evitar que se repitieran tales alzamientos y tomaran nota de ello los de las germanías levantinas, que todavía andaban arriscados. El partido de la nobleza le encareció que supiera mostrarse clemente con los vencidos y el emperador accedió y de los trescientos comuneros sujetos a juicio, sólo mandó ejecutar a veinte y al resto perdonó la vida, aunque confiscándoles los bienes.
Entre esos veinte condenados se encontraba Flaviano de Bergenroth, a quien el emperador no quiso excluir del castigo merecido, no tanto porque estuviera al frente de la última guarnición rendida, sino porque no se entendiera que le hacía favor por ser hijo de flamenco.
El gobernador Martínez de Escosura se mostró muy misericordioso con Gertrudis Verccelli, consintiéndole el ver a su enamorado, pero nada pudo hacer por su vida, ya que el consejo de notables de la ciudad determinó la invalidez del documento de gracia, no porque la reina careciera de tal facultad, puesto que reina seguía siendo por disposición del emperador, sino porque a todas luces tenía que ser falsificado pues era sobradamente conocido que su majestad no firmaba documento alguno.
El cronista anónimo comenta este triste episodio en los siguientes términos:
«Si su majestad el emperador, que ya andaba por tierras de Valladolid, hubiera sabido de la existencia de este decreto de gracia firmado por su augusta madre, hubiera consentido en él, por no desdecirla y darle gusto en lo poco que podía, siempre que no afectara a su realeza. Pero los regentes de la ciudad de Toledo no quisieron molestarle por esa minucia y prefirieron descabezar a Bergenroth. A éste le perjudicó el que se había corrido la voz de su intento de falsificar la firma de la reina y pensaron que su prometida había hecho otro tanto por salvarle la vida. A la Gertrudis Verccelli no le pidieron cuentas por ello y la perdonaron como mujer enamorada, pero a Flaviano le cortaron la cabeza en la plaza mayor de Toledo; el alférez que tantas muestras de valor había dado en los campos de Villalar, y en las murallas de Toledo, no las dio menos ante el verdugo, poniendo la cabeza en el tajo con gran resignación, pero sin dar voces por las libertades como hicieran otros jefes comuneros que corrieron la misma suerte. Al alférez todo se le iba en suspirar por la mujer amada, lo cual es de admirar en quien cuando llegó muy joven a España, en el séquito de don Felipe el Hermoso, era de los más arrastrados, siempre a la flor del berro, en garitos y lupanares, y faltando a la mujer del prójimo, por lo que tuvo más de un duelo y en trance estuvo de ser desterrado de la corte. Pero morir murió como el más cumplido y enamorado de los caballeros.»
Francisco López de Gómara, ilustre cronista de indias, coetáneo de estos acontecimientos, entiende que la autoridad del emperador salió muy fortalecida con la derrota de los comuneros, pero que no por eso el sacrificio de los alzados fue baldío. Muchos de los flamencos que habían venido a España, como depredadores, se volvieron a su país al ver que peligraban sus vidas durante el apogeo del alzamiento de las comunidades, y ya nunca más volvieron, y eso que ganó nuestro país.
También cambiaron las disposiciones de ánimo del emperador Carlos V, que se dio a aprender el castellano y acabó hablándolo aunque siempre con un deje afrancesado. Hizo caso de algunos de los puntos que se contuvieran en el memorial que le dirigiera María de Pacheco, tanto en lo relativo a no abusar de los impuestos, como en el de casar con mujer de estirpe española, para que así todos los súbditos le tuvieran por más suyo. Efectivamente, casó con su prima Isabel, portuguesa de origen castellano, que fue muy buena administradora del reino durante las largas ausencias del emperador por tierras de Europa. A pesar de tantas ausencias acabó siendo más español que alemán, quiso que su primogénito y heredero Felipe II naciera en Valladolid, y él mismo para morir eligió el monasterio de Yuste, en tierras de Castilla.
CAPÍTULO XV
Gertrudis Verccelli retornó al castillo de Tordesillas y, pese al tremendo dolor que laceraba su corazón por la acerba muerte de su amado, tuvo la caridad de no contarle a su majestad el poco caso que habían hecho de su decreto de gracia, y le decía que Flaviano había sido desterrado a las indias. La reina le razonaba que se alegraba pues el caballero no le convenía, y la consolaba diciéndole que ella seguía comprometida a dotarla cuando encontrara un pretendiente que fuera de su gusto. Como este pretendiente era imposible que apareciera, Gertrudis Verccelli acabó profesando en religión en el convento de Nuestra Señora de Gracia, de Ávila, que pertenecía a las madres agustinas de la Ordo Sancti Augustini, del que llegó a ser priora. Era éste un convento muy abierto, y en más de una ocasión la antigua doncella volvió a visitar a su reina, aunque no siempre era bien recibida porque el marqués de Denia se mostraba muy celoso de todo lo que pudiera recordar a su ilustre prisionera los tiempos gloriosos en los que estuvo a punto de ser reina efectiva con los comuneros.
La reclusión a perpetuidad de la reina doña Juana había de durar todavía treinta y cuatro años a contar de la rendición de Toledo, que para ella no tuvieron más historia que la de ver pasar los días uno detrás de otro, y hasta cambiar de monarcas, pues le dio tiempo a su hijo don Carlos de conquistar vastos territorios en las indias occidentales, ser dueño de medio mundo y retirarse ya anciano al monasterio de Yuste, para ceder el trono a su hijo, el rey Felipe II.