En la noche del 21 al 22 de agosto se levantó un viento favorable y el almirante de la armada, el famoso marino Sancho de Bazán, dio orden de levar anclas. El cronista Bernáldez cuenta que, gracias a las mañas del mencionado Juan de Arbolancha, los navíos que emprendieron aquella primera singladura no bajaban de los ciento treinta, cifra nunca vista por aquellos mares.
El multicolor de tantas banderolas como adornaban los navíos producía la sensación de un gigantesco dragón desperezándose a la salida del sol. Pasó toda la noche, y gran parte del día siguiente, y todavía seguían saliendo naves por la bocana del puerto, y al atardecer aún se divisaban velas desde las atalayas costeras.
Dispuso el almirante que se navegara en conserva, los navíos emparejados para que se pudieran ayudar los unos a los otros, cada pareja siguiendo la estela de la precedente, cuidando los más veleros de no tomar ventaja para que ninguno se quedara rezagado. La carraca de la princesa navegaba en el centro del convoy, a resguardo de cualquier peligro, y en este su primer viaje por el mar abierto, demostró la buena disposición de su naturaleza en lo que a salud se refiere, salvada la de la mente, pues en ningún momento sintió mareo, y procuró siempre que el tiempo lo permitía estar en cubierta, muy atenta a las explicaciones que le daba el presidente de su corte, el almirante Enríquez, sobre las circunstancias de la navegación.
Era también la primera vez que salía al mar abierto de la vida sin el resguardo de su egregia madre, y aun sin perder su natural sencillo se le puso el aire de quien es consciente de ser personaje principal en medio de tanto fasto, a quien todos deben reverencia. Durante la primera semana se sucedieron singladuras muy plácidas, bajo un cielo azul, con un mar verde claro, y blanco espumoso bajo las quillas de las naves, entre las que jugueteaban los delfines como lebreles chicos con su dueño, hasta que al noveno día saltó un viento austral y traicionero, que acabó en tormenta tan alborotada que obligó a la armada a entrar en el puerto inglés de Portsmouth, de arribada forzosa, el día 31 de agosto.
Eran los ingleses, a la sazón, gente ruda, de costumbres poco refinadas, labradores y guerreros, muy encerrados en sus castillos a los que todavía no habían llegado los efluvios humanistas del Renacimiento europeo. De ahí el asombro que mostraron ante el esplendor de aquella expedición naval y, advertidos de quién viajaba en ella, se apresuraran a rendirle pleitesía los principales caballeros de la corte. La princesa Juana mostró en todo las maneras que aprendiera de su madre, siendo de admirar que tan núbil criatura recibiera el homenaje que por alcurnia le era debido, como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Edmond Blot, cronista inglés de la época, cuenta que tanto en la tripulación como en el pasaje se notaban los efectos de tres días de borrasca, excepto en la princesa, que lucía hermosos colores en sus mejillas, desprendiéndose de toda su persona una sensación de frescura y serenidad que hablaba mucho en su favor. También les admiró el que no consintiera en recibir ningún homenaje, sin antes rendírselo ella a quien está por encima de los hombres, disponiendo que se celebrara un tedéum de acción de gracias por haber salido con bien de la tormenta, en la principal iglesia de la ciudad de Portsmouth, a la que se encaminó por su propio pie, sin querer valerse de ningún carruaje.
Tanto alabaron al monarca inglés, Enrique VII, los encantos de la princesa española que, según nos cuenta el mismo Edmond Blot, se las ingenió para desplazarse hasta el puerto de Portsmouth y poder verla de manera oculta, pues el protocolo no permitía que un rey saliera al encuentro de una princesa de no mediar razones de estado. Su curiosidad en parte estaba justificada ya que por aquellos días andaba negociando el matrimonio de su hijo primogénito con Catalina de Aragón y a la vista de la princesa, y de lo que de ella le contaban, dijo: «Si su hermana Catalina en algo se le parece, no creo que hagamos mal negocio haciéndola nuestra reina, pues si el cuerpo es el estuche del alma, no es de suponer que estuche tan precioso contenga un mísero interior.»
Quedó tan prendado de aquella hermosura que pasados los años, siendo ambos viudos, y pese a que ella ya traía fama de estar loca, la pidió en matrimonio a su padre, el Rey Católico, quien no quiso dársela por las causas que se verán en su momento, si procede. Duró aquella primera estancia de la princesa en Inglaterra solamente dos días, ya que en cuanto se calmó el mar reembarcaron rumbo a Flandes, adonde arribaron el día 9 de setiembre. La recepción de la corte flamenca fue muy cálida, aunque con el contratiempo de que su prometido, Felipe el Hermoso, duque de Borgoña, no pudo salir a recibirla por encontrarse en Lindau, a orillas del lago Constanza, presidiendo la dieta en nombre de su padre, el emperador Maximiliano de Austria.
Como no hay mal que por bien no venga, tal contratiempo permitió a la princesa ir conociendo su nueva patria, sus costumbres, tan distintas de las de Castilla y, lo que es más importante, el idioma. Estaba convenido que ambos príncipes habían de entenderse en latín, pero pronto advirtieron a doña Juana que todo lo que tenía su prometido de ducho en toda clase de ejercicios físicos, bien de caza, de juegos de pelota, y no digamos de danzas y correrías, lo tenía de remiso para las humanidades, estando, por tanto, muy poco instruido en la lengua de Cicerón. Juana, que ya había estudiado el francés con su maestro políglota, Pedro Mártir de Anglería, se aplicó a él con tal devoción que los flamencos que se incorporaban a su cortejo se admiraban de ver cómo mejoraba su expresión, de día en día.
Cortejo fue, y de los más triunfales, ya que a su paso por las poblaciones era tal el afán que tenían sus habitantes de conocer a su futura soberana, que doña Juana se veía precisada a dejar su carruaje y entrar en ellas amazona sobre una mula ricamente enjaezada, para que pudiera ser bien vista de todos. Y, según corría la noticia de su belleza y encanto, hasta en los caminos se agolpaban las gentes para verla pasar. La futura archiduquesa recibía las aclamaciones con gran sencillez, procurando tener palabras de agradecimiento para todos los señores principales que salían a recibirla. En esto mucho le servía el consejo del almirante Enríquez, que no se separaba de ella. Las jornadas que precedieron a su entrada en Amberes, las tuvo que hacer sobre la mula pues durante todo el trayecto había gentes enfervorizadas que no cesaban de aclamarla. Fue de admirar que sus caballeros del cortejo no podían aguantar jornadas tan prolongadas, y debían turnarse, mientras que la princesa, grácil y sonriente, nunca parecía mostrar fatiga.
Acompañaban a doña Juana sus damas de honor, jóvenes también, y las más de ellas muy agraciadas, pues era política del rey Fernando el Católico el que casaran con nobles flamencos, siempre con el pío de que en las alcobas conyugales se reforzasen los lazos políticos entre ambos reinos. Bodas hubo entre flamencos y castellanas, pero no consta que por ello cambiasen de su sitio las fronteras.
A los holandeses les admiraba el talle de las españolas y sus rostros ovalados, muy distintos de los de las flamencas, abundantes en carnes y en colores, y, por la novedad, las ensalzaban poniéndolas como ejemplo de suma belleza, dando lugar a no pocos piques con las nativas. Por uno o por otro motivo aquel cortejo se convirtió en un acontecimiento, teniendo cada día noticias de él Felipe el Hermoso, que ardía en impaciencia de conocer a prometida que tanto le loaban, pero sin que pudiera apresurar su viaje, retenido como estaba en Lindau, presidiendo una dieta de la que se esperaban obtener fondos para las arcas siempre exhaustas del emperador.
Para compensar su ausencia, y siguiendo el consejo de su preceptor, Francisco de Buxleiden, arzobispo de Besançon, comenzó a enviarle por correos especiales, misivas de su puño y letra, con tales lindezas y ternuras que Juana no salía de su pasmo ante el talante poético de su regio prometido del que nadie le había hablado. El secreto estaba en que si bien la letra era del archiduque, la poesía se la dictaba un juglar de la corte, de nombre De Very, famoso en todas las justas poéticas. Juana aprovechaba los mismos correos de vuelta para enviarle misivas no menos rendidas y amorosas, por lo que no cabe dudar que ambos jóvenes llegaron a amarse sin conocerse.