A raíz del incidente hubo nueva ocasión de alboroto en el matrimonio real, y esta vez cedió la princesa, aunque muy a su pesar. Se encontraba, ya, en el octavo mes del embarazo de la infanta Isabel, y en extremo fatigada ya que el príncipe Carlos había padecido una escarlatina, tan aguda, que hasta temieron por su vida. La princesa se mostró como madre amantísima, velando el lecho del pequeño enfermo, noche y día, sin apenas comer y dormir, dando una vez más muestras de su prodigiosa naturaleza. En éstas, la ciudad de Bruselas, que se traía grandes piques con la de Gante, ofreció a su soberano cinco mil florines, en oro, si su regia esposa daba a luz en su ciudad, sólo por poder alardear de ello. Don Felipe accedió en el acto y doña Juana se resistió a tan penoso viaje, aunque terminó por consentir, pero admirada de que su esposo tuviera en más cinco mil florines que el buen fin del embarazo. Como ambos incidentes vinieron uno detrás del otro, la princesa comentó que como futura reina de España se debía a sus vasallos, en clara referencia a Beatriz de Bobadilla, pero como esposa debía estar sujeta a su marido y si éste quería que su hijo naciera en Bruselas, a ella sólo le tocaba obedecer. Con motivo de este viaje el embajador Gómez de Fuensalida escribió a los reyes de España, loando la conducta de su hija, y augurando un feliz reinado a quien tan buen juicio había demostrado tener, por lo que no parece que el embajador de su majestad católica gozara del don de profecía.
El 27 de julio del 1501 nacía en Bruselas la infanta Isabel, y en otoño de aquel mismo año los archiduques emprendían viaje hacia España para ser reconocidos por las Cortes como herederos de la corona de Castilla y Aragón. En este viaje estaban muy empeñados los Reyes Católicos, no sólo por el reconocimiento, sino también porque quienes estaban llamados a ser reyes de España debían conocer el país que habían de gobernar. A eso se añade que la Reina Católica seguía muy disgustada con las noticias que le llegaban sobre las licenciosas costumbres de la corte flamenca, tanto en lo que a la moral se refiere, como al tráfico de oficios y beneficios con desdoro de la Corona y de la iglesia. Sin embargo, en tanto tenía este viaje que ella misma consintió en aquel tráfico como único remedio para vencer la resistencia de los consejeros del archiduque. Éstos se resistían, porque si bien estaban conformes en que sus soberanos lo fueran también de España, no veían la necesidad de emprender tan largo y peligroso viaje, cuando había otros medios para que las Cortes españolas les prestasen el juramento preceptivo.
El arzobispo de Besançon cambió de parecer en cuanto que el Rey Católico le ofreció el obispado de Coria, muy rico en beneficios eclesiásticos, y lo mismo le ocurrió al otro consejero principal, Filiberto de Vere, del que lo único que consta es «que recibió dádivas suficientes y muy de su agrado». Cambiar de parecer los dos consejeros, y hacer lo mismo Felipe el Hermoso fue todo uno. Por su cuenta el archiduque obtuvo el siguiente beneficio: se encontraban fondeadas en el puerto de Brujas seis cocas vizcaínas, cargadas de lana, y dijo al embajador Gómez de Fuensalida que las precisaba para emprender el viaje a España. Eran estas embarcaciones de buena capacidad, pero muy rústicas, como correspondía a su condición de mercantes, por lo que se admiró el embajador de que tales realezas fueran a viajar en ellas. No obstante, como buen diplomático, nada objetó, y los funcionarios de Felipe se encargaron de descargar la lana, para arreglar las naves, y el único arreglo fue que tanto la lana como las embarcaciones las vendieron por cuenta del tesoro real. La explicación que recibió el embajador Gómez de Fuensalida fue que estando el invierno próximo era más seguro viajar por tierra que aventurarse en las procelosas aguas del mar del Norte; esto le pesó más al embajador que las cocas que le birlaron, pues viajar por tierra era tanto como decir que iba a ser huésped de los franceses, cuyas tierras había de atravesar. Y si algo temían sus Majestades Católicas, los reyes de España, eran los arreglos que se pudieran traer los monarcas de Borgoña y de Francia a sus espaldas.
Razón no les faltaba, pues si don Fernando el Católico andaba siempre con el pío de su reino de Nápoles, que se lo disputaba el rey de Francia, don Felipe el Hermoso decía tener más altas miras y quería la concordia de toda Europa, la cual se conseguiría cuando se restableciera el imperio de Carlomagno en la persona de su hijo primogénito, caso de que éste casara con una princesa de Francia. De ahí la ilusión que tenía puesta en este viaje, ya que al tiempo que se confirmarían en su condición de herederos del reino de España, trataría de concertar el matrimonio de su hijo Carlos con Claudia, hija del rey de Francia, como así fue. Con lo cual toda Europa, desde Gibraltar hasta los países del norte, estaría bajo una misma corona.
Doña Juana escuchaba con gusto a su esposo, que tanto miraba por el futuro de su hijo primogénito, pero advirtiéndole que por nada de este mundo quisiera engañar a su regio padre, pues bien claro tachaban las Sagradas Escrituras de mal nacido al hijo que no supiera corresponder al desvelo de sus padres. Por esta cuestión comenzaron algunas discusiones entre el matrimonio, sobre todo porque doña Juana quería llevarse consigo, en aquel viaje, a su hijo Carlos, a lo que Felipe se opuso, siempre temeroso de que los Reyes Católicos lo retuvieran y lo educaran más para ser rey de los españoles, que de flamencos y alemanes. Pero siendo doña Juana mujer apasionada y enamorada acababa por ceder ante los halagos y caricias de su esposo. Cedía siempre que no anduviera por medio el honor de Castilla, como se verá por el incidente del castillo de Blois.
El viaje comenzó en el mes de noviembre del 1501 con tal aparato y alarde de grandezas, que no desmerecía de la magna expedición naval que cinco años antes llevara a la princesa al reino de Flandes. Baste considerar que sólo para transportar el equipaje real fueron precisos cien carros de los de vara larga, algunos hasta con seis ruedas, y todos cubiertos de telas enceradas. Si a esto se unen los carros que transportaban los equipajes de la corte, más los carruajes de los nobles, la tropa de a caballo y de a pie, y las carrozas reales que eran cinco, se comprenderá que más parecía un ejército en marcha que un cortejo de paz.
Luis X11, que en tanto tenía la amistad y buenas relaciones con los borgoñones, y lo mucho que esperaba de las alianzas que se estaban concertando en las personas de sus hijos, dispuso que Felipe el Hermoso fuera recibido como monarca y árbitro de la paz europea. El viaje, que podía haberse hecho en un mes, duró más de dos, pues allí por donde pasaba el cortejo no faltaban los tedéums, festejos y torneos a los que tan aficionado era el archiduque. A tanto llegó la cosa que el rey francés concedió a don Felipe el privilegio de indultar a condenados a prisión, como si fuera el mismo Papa de Roma.
A la altura de Chartres, ya entrado el mes de diciembre, les cogió una nevada de tales proporciones que parecía que con aquella pesada impedimenta no habían de poder salir de allí en mucho tiempo. Pero el rey Luis, que les aguardaba en su castillo de Blois, el más hermoso de toda Francia, a la sazón, dijo que su impaciencia por estrechar entre sus brazos a príncipes tan queridos no consentía más demora, y ordenó movilizar a todas las gentes de la región para que, si preciso fuera, se trajeran los carros en andas. Mandó también herreros que, con grandes calderos de carbones encendidos, fueran desparramándolos por los caminos para derretir la nieve.
Así consiguieron alcanzar el castillo de Blois en lo más crudo del invierno, donde fueron recibidos con una calidez que hizo olvidar a los archiduques las penalidades del viaje. Calideces y cortesía no faltaron por parte de Luis XII, pero cuidando de que Felipe no olvidara que por parte de su madre era un francés y, como tal, podía ser considerado súbdito del cristianísimo rey de los galos. Durante los primeros días de su estancia en tan hermoso lugar se sucedieron las fiestas y agasajos, y doña Juana, que seguía conservando aquella hermosura sin parangón en las cortes europeas, tuvo ocasión de lucimiento bailando las danzas castellanas, apenas conocidas por aquellos pagos.