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– Tonterías -terció Heinrich Himmler-. Bajo el mando del Führer, la victoria definitiva de Alemania es algo fuera de duda. Las playas de Francia serán una tumba para británicos y norteamericanos.

– No -dijo Hitler, al tiempo que agitaba la mano-. Rommel tiene razón. Si el enemigo establece una cabeza de playa, la guerra está perdida. Pero si desbaratamos la invasión antes incluso de que se desencadene… -Hitler inclinó la cabeza hacia atrás, fulgurantes los ojos-. Tardarían meses en organizar otro intento. El enemigo no volvería a probar suerte. Roosevelt jamás sería reelegido. ¡Hasta es posible que acabara en la cárcel! La moral británica se derrumbaría de la noche a la mañana. ¡Churchill, ese viejo gordo enfermo, acabaría destruido! Con los estadounidenses y británicos paralizados, lamiéndose las heridas, podríamos tomar hombres y material del oeste y trasladarlos al este. Stalin estaría a nuestra merced. Pediría la paz. De eso, estoy seguro.

Hitler hizo un pausa para permitir que sus palabras calasen.

– Pero si hay que detener al enemigo, hemos de conocer el emplazamiento de la invasión -dijo-. Mis generales creen que será en Calais. Yo soy escéptico. -Dio media vuelta y proyectó su llameante mirada sobre Canaris-. Herr almirante, quiero que zanje esta discusión.

– Eso tal vez no sea posible -repuso Canaris precavidamente.

– ¿No es misión de la Abwehr proporcionar inteligencia militar?

– Desde luego, mi Führer.

– Tiene espías operando dentro de Gran Bretaña, lo demuestra ese informe acerca de la llegada a Londres del general Eisenhower.

– Evidentemente, mi Führer.

– Entonces le sugiero que ponga manos a la obra, herr almirante. Quiero pruebas de las intenciones del enemigo. Quiero que me traiga el secreto de la invasión… ¡y en seguida! Permítame asegurarle que no disponemos de mucho tiempo.

Hitler palideció visiblemente y pareció súbitamente agotado.

– Ahora caballeros, al menos que tengan na mala noticia más que darme, voy a dormir unas horas. Ha sido una noche muy larga.

Todos se pusieron en pie y Hitler subió la escalera.

5

Norte de España, agosto de 1936

Él está de pie delante de las puertas, abiertas a la noche calurosa, con una botella de vino blanco fresco en la mano. Se sirve otro vaso, sin brindarse a llenar de nuevo el de ella. Tendida en la cama, la mujer fuma y escucha la voz del hombre. Y escucha también el rumor que produce el cálido viento al agitar las ramas de los árboles que crecen más allá del porche. Relámpagos de calor centellean silenciosamente sobre el valle. Su valle, como él siempre dice. «Mi jodido valle. Y si los cabrones de los republicanos intentan quitármelo, les cortaré las putas pelotas y se las echaré a los perros.»

– ¿Quién te enseñó a disparar así? -pregunta él. Habían salido a cazar por la mañana y ella cobró cuatro faisanes mientras él sólo abatió uno.

– Mi padre.

– Tiras mejor que yo.

– Ya me he dado cuenta.

El relámpago vuelve a iluminar quedamente la habitación y ella puede distinguir claramente a Emilio durante unos segundos. Emilio tiene treinta años más que ella, lo que no es óbice para que la muchacha crea que es guapo. Tiene el pelo rubio ceniza y el sol ha dado a su cara el color de una silla de cuero engrasada. La nariz es larga y aguda, como la hoja de un hacha. Estaba deseando que sus labios la besaran, pero él la anheló con excesiva premura e ímpetu la primera vez. Y Emilio siempre consigue lo que condenadamente quiere, muñeca.

– Hablas inglés muy bien -la informa, como si ella escuchase tal elogio por primera vez-. Tu acento es perfecto. Yo nunca pierdo el mío, por mucho que me esfuerce.

– Mi madre era inglesa.

– ¿Dónde está ahora?

– Murió hace mucho tiempo.

– ¿También hablas francés?

– Sí -responde ella.

– ¿Italiano?

– Sí, italiano también.

– Aunque tu español no es tan bueno.

– Es lo suficientemente bueno.

Él se está acariciando el pene con los dedos mientras habla. Le gusta su pene, como le gusta su dinero y sus tierras. Se refiere a él, al pene, como si se tratara de uno de sus más excelentes caballos. En la cama, el pene es como una tercera persona.

– Estuviste acostada con María junto al arroyo; luego, por la noche, me dejaste ir a tu cama y echarte un polvo -dice él.

– Es una forma de expresarlo -responde ella-. ¿Quieres que corte con María?

– La haces feliz -replica él, como si la felicidad fuese la base para cualquier cosa.

– Ella me hace feliz a mí.

– Nunca conocí una mujer como tú. -Él se pone un cigarrillo en la comisura de la boca y lo enciende, ahuecadas protectoramente las manos contra la brisa del atardecer-. Te follas a mi hija y me follas a mí el mismo día sin pestañear.

– No creo en los compromisos formales.

Él deja oír su risa tranquila y controlada.

– Eso es maravilloso -dice, y vuelve a reír sosegadamente-. No crees en los compromisos formales. Eso es maravilloso. Compadezco al pobre hijo de puta que cometa el error de enamorarse de ti.

– Yo también.

– ¿Tienes sentimientos?

– No, realmente no.

– ¿Quieres a alguien o algo?

– Quiero a mi padre -dice ella-. Y me encanta acostarme con María junto al arroyo.

María es la única mujer que ha conocido cuya belleza representa una amenaza para ella. Neutraliza esa amenaza saqueando la belleza de María en beneficio propio. Su melena de rizado pelo castaño. Su inmaculada piel color aceituna. Sus senos perfectos, que en la boca de ella son como peras del estío. Sus labios, la cosa más suave que ella haya tocado jamás.

– Ven a España en el verano y vive conmigo en la finca de mi familia -le dijo María una tarde de lluvia en París, donde ambas estudiaban en la Sorbona. Su padre se sentirá decepcionado, pero a ella no le seduce en absoluto la idea de pasar el verano en Alemania contemplando los desfiles de los jodidos nazis por las calles. Lo que ignoraba era que, en cambio, iba derecha a darse de manos a boca con una guerra civil.

Pero la guerra no penetra en el insolente enclave paradisíaco de Emilio, en las estribaciones de los Pirineos. Es el verano más fantástico de su vida. Por la mañana, los tres van de caza o hacen correr los perros y, por la tarde, María y ella cabalgan hasta el arroyo, nadan en las frías aguas de las balsas profundas y toman el sol tendidas sobre las rocas. Lo que más le gusta a María es estar al aire libre con ella. Adora la sensación del sol acariciándole los pechos mientras tiene a Anna entre las piernas.

– Mi padre también te desea, ya lo sabes -anuncia María una tarde, mientras están tendidas a la sombra de un eucalipto-. Puedes poseerlo. Pero no te enamores de él. Todo el mundo está enamorado de él.

Emilio habla de nuevo:

– Cuando vuelvas a París el mes que viene quiero que veas a alguien. ¿Me harás ese favor?

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De quién sea ese alguien.

– Se pondrá en contacto contigo. En cuanto le hable de ti, se sentirá muy interesado.

– No voy a dormir con él.

– No tendrá ningún interés en acostarse contigo. Es hombre de familia. Como yo -añade, y se echa a reír de nuevo.

– ¿Cómo se llama?

– Los nombres carecen de importancia para él.

– Dime su nombre.

– No sé con certeza qué nombre puede usar estos días.

– ¿Qué hace ese amigo tuyo?

– Se dedica al tráfico de información.

Emilio vuelve a la cama. La conversación le ha excitado. Tiene la verga erecta y desea a Anna otra vez, ya mismo, al instante. Le separa las piernas y busca el camino de acceso al interior de la muchacha. Ella le coge entre sus manos para ayudarle y luego le clava las uñas.

– ¡Aaayyyy! ¡Anna, por Dios! ¡No tan fuerte!

– Dime cómo se llama.

– Va contra las normas… ¡No puedo!

– Dime su nombre -insiste ella, y le clava las uñas con más fuerza.

– Vogel -murmura él-. Se llama Kurt Vogel. ¡Dios mío!

Berlín, enero de 1944

La Abwehr tenía operando en Gran Bretaña dos clases fundamentales de espías. Los agentes de la Cadena-S, que llegaban al país, se establecían en él con identidad supuesta y se dedicaban al espionaje. Los agentes de la Cadena-R eran principalmente ciudadanos de un tercer país que entraban periódicamente en Gran Bretaña de forma legal, recogían información y la transmitían después a sus jefes de Berlín. Había una tercera red de espías, más reducida y altamente secreta, a la que se aplicaba el nombre de Cadena-V: un puñado de agentes «dormidos», adiestrados de manera excepcional, que se sumergían a gran profundidad en la sociedad inglesa y aguardaban, a veces durante años, a que se los activase. Recibía el nombre de su creador y único oficial de control, Kurt Vogel.