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Vogel observó la cuña de luz que llegaba desde la puerta y oyó el roce de la pata de palo de Ulbricht contra el suelo. El bombardeo alteraba a Ulbricht de una manera que no podía expresar con palabras y que Vogel nunca lograba entender. Vogel tomó el llavero del cajón de la mesa y se acercó a uno de los archivadores metálicos. El expediente estaba en una carpeta negra sin rótulo. Vogel regresó a la mesa, se sirvió un coñac largo y alzó la tapa de la carpeta. Todo estaba allí: las fotografías, los antecedentes, los informes sobre comportamientos y resultados. No le hacía falta leerlo. Lo había escrito él mismo y, al igual que la protagonista, tenía una memoria sin tacha.

Pasó unas cuantas páginas más y encontró las notas que había tomado a raíz de su primer encuentro en París. Debajo había una copia del telegrama que le remitió el hombre que la había descubierto, Emilio Romero, un acaudalado terrateniente español, un fascista, un cazatalentos al servicio de la Abwehr.

Ella es y tiene todo lo que estás buscando. Me gustaría quedármela en exclusiva para mí, pero como soy amigo tuyo te la cedo. A un precio razonable, naturalmente.

En la estancia entró de súbito un frío que helaba los huesos. Se echó sobre el camastro militar y se cubrió con la manta.

«Hitler quiere resultados, Kurt. Quizás ha sonado la hora de que entre en juego tu pequeño nido de espías.»

A veces se le ocurría la idea de dejarla donde estaba hasta que todo hubiera terminado, para luego encontrar algún modo de sacarla de allí. Pero era perfecta para aquella misión, naturalmente. Era hermosa, era inteligente y su inglés y conocimiento de la sociedad británica eran impecables. Volvió la cabeza y miró la fotografía de Gertrude y las niñas. Pensar que había fantaseado con abandonarlas por ella. Qué estúpido. Apagó la luz. La incursión aérea había concluido. La noche era una sinfonía de sirenas. Intentó dormir de nuevo, pero resultaba inútil. Ella estaba otra vez bajo su piel.

«¡Pobre Vogel…! He vuelto a sembrar el caos en tu corazón, ¿verdad?»

Desde la fotografía, los ojos de su familia le taladraban. Era obsceno, mirarlas y al mismo tiempo recordarla a ella. Se levantó, fue a la mesa, cogió la fotografía y la guardó en el cajón.

– ¡Por el amor de Dios, Kurt! -exclamó Müller cuando, a la mañana siguiente, Vogel entró en su despacho-. ¿Quién te ha cortado el pelo en estas fechas, amigo mío? Deja que te dé el nombre de mi peluquera… Quizás ella pueda ayudarte.

Agotado tras una noche en la que el sueño le fue bastante esquivo, Vogel se sentó y contempló en silencio la figura sentada frente a él.

Paul Müller tenía a su cargo las redes de espionaje de la Abwehr en Estados Unidos. Era bajo, regordete e iba impecablemente vestido con un deslumbrante traje francés. Llevaba la rala cabellera engominada y peinada hacia atrás desde la frente de su rostro de querube. La boquita era opulenta y roja, como la de un chiquillo que acabara de comerse un caramelo de cereza.

– Hay que imaginárselo, el gran Kurt Vogel aquí, en mi despacho -dijo Müller con una sonrisita de suficiencia-. ¿A qué debo tal privilegio?

Vogel estaba acostumbrado a la envidia profesional de los demás altos cargos. Debido a la condición especial de la red de su Cadena-V, recibía más dinero y prebendas que los otros funcionarios del ramo. También se le permitía meter la nariz en los casos y asuntos de los demás, lo que le hacía excepcionalmente impopular dentro de la agencia.

Vogel se sacó del bolsillo de la pechera de la chaqueta la copia del memorándum de Müller y la agitó ante él.

– Háblame de Escorpión -dijo.

– Vaya, así que por fin el Viejo se ha decidido a poner en circulación mi nota. Comprueba la fecha de ese maldito comunicado. Lo entregué hace dos meses. Desde entonces ha estado aplastado en su escritorio, acumulando polvo. Esa información es oro puro. Pero entra en el cubil del zorro y ya no vuelve a salir nunca. -Müller hizo un alto, encendió un cigarrillo y lanzó hacia el techo un chorro de humo-. ¿Sabes, Kurt?, a veces me pregunto de qué lado está Canaris.

El comentario no tenía nada de insólito en aquellos días. Desde la detención de varios miembros del cuadro ejecutivo de la Abwehr, acusados de traición, la moral en Tirpitz Ufer había sufrido un nuevo e importante bajón. Vogel se daba cuenta de que la agencia de espionaje militar germano andaba peligrosamente a la deriva. Había oído rumores que aseveraban que Canaris había perdido el favor de Hitler. También circuló entre el Estado Mayor el rumor de que Himmler conspiraba para derribar a Canaris y colocar la Abwehr bajo el control de las SS.

– Háblame de Escorpión -repitió Vogel.

– Cené con él en casa de un diplomático estadounidense. -Müller echó hacia atrás su redonda cabeza y contempló el techo-. Antes de la guerra, en 1934 creo que fue. Los muchachos alemanes eran una mina; o algo mejor. Pensaba que los nazis eran una estupenda panda de compadres que hacían grandes cosas por Alemania. Sólo odiaba una cosa más que a los judíos: a los bolcheviques. Era como una audición. Le recluté en persona al día siguiente. La captación más fácil de mi carrera.

– ¿Qué hay de sus, antecedentes?

Müller sonrió.

– Inversiones bancarias. Ivy League, ya sabes, esa asociación elitista universitaria, buenos contactos en la industria, amigo de la mitad de Washington. Sus informes sobre la producción bélica han sido excelentes.

Vogel estaba doblando el memorándum y guardándoselo en el bolsillo.

– ¿Su nombre?

– Vamos, Kurt. Es uno de mis mejores agentes.

– Quiero su nombre.

– Este lugar es como un tamiz, ya sabes. Te lo aseguro, todo el mundo sabe eso.

– Dentro de una hora quiero una copia de su historial en mi despacho -dijo Vogel, con su voz rebajada hasta resultar apenas un susurro-. Y quiero también todo lo que tengas sobre el ingeniero.

– Puedo darte la información sobre Jordan.

– Lo quiero todo, y si no me queda más remedio que recurrir a Canaris, recurriré a Canaris.

– ¡Oh, por los clavos de Cristo, Kurt! No me digas que vas a ir corriendo a tío Willy, ¿eh?

Vogel se levantó y se abrochó la chaqueta.

– Quiero su nombre y quiero su historial.

Vogel dio media vuelta y salió del despacho.

– Kurt, vuelve -le llamó Müller-. Arreglemos esto. ¡Dios mí0!

– Si quieres hablar, estaré en el despacho del Viejo -respondióVogel, que ya se alejaba por el estrecho pasillo.

– Está bien, tú ganas. -Las pálidas manos de Müller excavaban ya en un archivador-. Aquí está la jodida documentación. No necesitas ir a ver a tío Willy. Dios santo, a veces eres peor que esos condenados nazis.

Vogel dedicó el resto de la mañana a leer lo referente a Peter Jordan. Cuando terminó, extrajo un par de carpetas de sus archivadores, volvió a la mesa y leyó atentamente sus documentos.

La primera carpeta contenía datos relativos a un irlandés que había colaborado como espía durante una breve temporada y al que se despidió porque la información que proporcionaba carecía de valor. Vogel se hizo cargo de su expediente y lo colocó en la nómina de la Cadena-V. A Vogel no le preocupaban las críticas desfavorables que el sujeto recibiera en el pasado, no buscaba un espía. El agente tenía otras cualidades que a Vogel le parecieron atractivas. Trabajaba en una pequeña granja situada en una zona aislada de la costa británica de Norfolk. Era una casa franca perfecta, lo bastante cerca de Londres como para cubrir el trayecto en tres horas, por ferrocarril, y lo bastante distante como para que el lugar no estuviera plagado de agentes del MI-5.

En la segunda carpeta estaba el historial de un antiguo paracaidista de la Wehrmacht al que se había apartado del salto por haber sufrido una herida en la cabeza. El hombre contaba con todos los atributos que le gustaban a Vogeclass="underline" perfecto inglés, ojo atento al detalle, inteligencia fría. Ulbricht lo había encontrado en un puesto de escucha de radio de la Abwehr, en el norte de Francia. Vogel lo colocó en la nómina de la Cadena-V y lo pasó a la reserva, a la espera de la misión oportuna. Apartó a un lado las carpetas y redactó dos mensajes. Añadió las claves que debían emplearse, la frecuencia en que tenían que enviarse los mensajes y el programa de transmisión. Luego levantó la cabeza y llamó a Ulbricht.

– Sí, herr capitán -dijo Ulbricht al entrar en el despacho cojeando pesadamente sobre su pierna de madera.

Vogel alzó la vista y contempló a Ulbricht durante unos segundos antes de hablar. Se preguntó si aquel hombre estaría a la altura de las exigencias de una operación como la que se aprestaba a desencadenar. Ulbricht tenía veintisiete años, pero no aparentaba menos de cuarenta. Su negro pelo cortado al uno estaba jaspeado de hebras grises. Arrugas dejadas por el dolor descendían como regatos desde el borde de su único ojo sano. El otro lo había perdido en una explosión y un limpio parche negro ocultaba la cuenca vacía. Pendía de su cuello una Cruz de Caballero. Llevaba desabrochado el botón superior de la guerrera porque el esfuerzo del más mínimo movimiento le acaloraba y le hacía sudar. En todo el tiempo que llevaban trabajando juntos, Vogel no había oído quejarse a Ulbricht una sola vez.

– Quiero que vayas a Hamburgo mañana por la noche. -Tendió a Ulbricht la transcripción de los mensajes-. No te muevas del lado del radiotelegrafista mientras envía esto. Asegúrate de que no se producen errores. Comprueba que el acuse de recibo de los agentes está en orden. Si observas algo fuera de lo normal, quiero enterarme de ello. ¿Entendido?

– Sí, señor.

– Antes de irte, localízame a Horst Neumann.

– Creo que está en Berlín.

– ¿Dónde se hospeda?

– No estoy seguro -dijo Ulbricht-, pero me parece que hay una mujer por medio.

– Eso es lo normal. -Vogel se llegó a la ventana y miró la calle-. Ponte en contacto con el personal de la granja de Dahlem. Diles que nos esperen esta noche. Quiero que te reúnas con nosotros allí mañana, cuando vuelvas de Hamburgo. Indícales que monten la plataforma de saltos del granero. Ha transcurrido una eternidad desde la última vez que Neumann se tiró desde un avión. Necesitará entrenamiento.