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Boothby hizo una pausa, aplastó la colilla del cigarrillo y encendió otro inmediatamente.

– Pero veo que sacudes la cabeza, Alfred. Supongo que has localizado el talón de Aquiles de todo este plan de embaucamiento.

Los labios de Vicary se curvaron en una prudente sonrisa. Conocedor del aprecio que Vicary tenía por la historia y las tradiciones griegas, Boothby daba por sentado que, por asociación de ideas, el profesor pensaría automáticamente en la guerra de Troya cuando él, Boothby, empezara a exponerle los detalles de la Operación Fortaleza.

– ¿Me permite? -preguntó Vicary e indicó con un gesto el paquete de cigarrillos Players de Boothby-. Me temo que dejé los míos abajo.

– Faltaría más -dijo Boothby. Tendió a Vicary los cigarrillos y mantuvo encendida la llama del mechero para darle lumbre.

– Aquiles murió al ser alcanzado por una flecha que fue a clavársele en su único punto vulnerable, el talón -explicó Vicary-. El talón de Aquiles de Fortaleza es la circunstancia de que puede echarlo por tierra un sólo informe genuino de alguna fuente en la que Hitler confíe. Requiere, pues, la total manipulación de todas las fuentes informativas que poseen Hitler y sus agentes de inteligencia. Para que Fortaleza funcione hay que intoxicar a todos y cada uno de ellos. Hitler tiene que quedar envuelto en una completa telaraña de mentiras. Si un hilo de verdad la atravesara, el plan entero podría desenredarse. -Vicary, que se interrumpió para darle una calada a su Players, no logró resistir la tentación de plantear un paralelo histórico-. Cuando Aquiles cayó, concedieron su armadura a Ulises. Nuestra armadura, me temo, se la otorgarán a Hitler.

Boothby cogió su vaso vacío y lo hizo rodar deliberadamente en la palma de su enorme mano.

– Ese es el peligro inherente a todo ardid militar, ¿no es cierto, Alfred? Casi siempre señala el camino de la verdad. El general Morgan, planificador de la invasión, lo expresó mejor. No haría falta más que un espía alemán decente recorriese a pie la costa sur de Inglaterra, desde Cornualles hasta Kent. Sí eso sucediera, todo el proyecto se vendría abajo estrepitosamente y, con tal fracaso, se desmoronarían todas las esperanzas de Europa. Ese es el motivo por el que nos hemos pasado la tarde encerrados con el primer ministro y por el que estás tú aquí ahora, Alfred.

Boothby se puso en pie y empezó a pasear despacio a lo largo del despacho.

– Precisamente en este momento estarnos actuando bajo la razonable certidumbre de que ya hemos intoxicado todas las fuentes de información de Hitler. También actuamos bajo la razonable certidumbre de que tenemos localizados a todos los espías de Canaris y que ninguno de ellos opera al margen de nuestro control. No nos embarcaríamos en una estratagema como la de Fortaleza si no fuera ese el caso. Empleo las palabras razonable «certidumbre» porque no existe forma de tener la completa y absoluta certeza de ese hecho. Doscientos sesenta espías, todos arrestados, ahorcados o convertidos en agentes dobles a nuestro favor.

Boothby se alejó de la débil claridad de la lámpara y se desvaneció en la oscuridad del rincón de su despacho.

– La semana pasada, Hitler organizó una conferencia en Rastenberg. Asistieron a ella todos los pesos pesados: Rommel, Von Rundstedt, Canaris e Himmler. El tema era la invasión. Concretamente, el momento y lugar de la invasión. Hitler puso una pistola en la cabeza de Canaris -figurada, no literalmente- y le ordenó que averiguase la verdad o afrontase unas consecuencias más bien desagradables. Canaris, a su vez, pasó el muerto a un hombre de su nómina llamado Vogel, Kurt Vogel. Hasta ahora, siempre habíamos creído que Vogel era el consejero jurídico personal de Canaris. Es evidente que estábamos equivocados. Tu misión consiste en impedir que Kurt Vogel se entere de la verdad. No he tenido oportunidad de leer su historial. Supongo que es muy posible que en el Registro haya algo acerca de él.

– Seguro -dijo Vicary.

Boothby había vuelto a entrar en el espacio tenuemente iluminado. Esbozó un suave fruncimiento de ceño, como si desde la otra habitación hubiera llegado a sus oídos algo desagradable, y luego se sumió en un silencio especulativo.

– Alfred, quiero ser completamente sincero contigo desde el principio de este caso. El primer ministro se empeñó en que te asignáramos la misión, en contra de las enérgicas objeciones que presentamos tanto el director general como yo.

Vicary sostuvo la mirada de Boothby durante un momento, al cabo del cual, un poco molesto por aquel comentario, desvió la vista y dejó vagar sus ojos por las paredes. Por las docenas de fotografías de sir Basil acompañado de celebridades. Por los bien pulimentados paneles de roble. Por el viejo remo colgado de una pared, extrañamente fuera de lugar en aquella protocolaria decoración. Tal vez era un recuerdo de épocas más dichosas y menos complicadas, pensó Vicary. Un río cristalino a la salida del sol. Oxford contra Cambridge. Un tren que rueda hacia casa en las frescas tardes de otoño.

– Permíteme explicarte esas observaciones, Alfred. Has realizado un trabajo maravilloso. Tu red de Becker ha sido un éxito de fábula. Pero el director general y yo tenemos la impresión de que para un caso como este quizá sea más adecuado una persona veterana.

– Comprendo -dijo Vicary. Una persona más veterana quería decir, en su código, un agente de carrera, no uno de los nuevos reclutas en los que Boothby tenía tan poca confianza.

– Pero, evidentemente -prosiguió Boothby-, fuimos incapaces de convencer al primer ministro de que no eras el hombre más apropiado para el caso. Así que tuyo es. Tenme al corriente de tus progresos. Y buena suerte, Alfred. Sospecho que te va a hacer falta.

7

Londres

Por el mes de enero de 1944 el tema del tiempo había recuperado el lugar preponderante que le correspondía entre las obsesiones de los británicos. Verano y otoño habían sido anormalmente secos y calurosos; el invierno, cuando llegó, inusitadamente frío. Gélidas nieblas se levantaban de las aguas fluviales, se cernían ominosas sobre Westminster y Belgravia, flotaban como humo de armas de fuego por encima de los escombros de Battersea y Southwark. El blitz era poco más que un recuerdo lejano. Los niños habían vuelto. Colmaban las tiendas de juguetes y los grandes almacenes, con las madres a remolque. Madres que intercambiaban regalos de Navidad por artículos más apetecibles. En la Nochevieja, un gentío enorme se aglomeró en Piccadilly Circus. Aquello hubiera parecido normal de no ser por el hecho de que se celebró en la oscuridad impuesta por el oscurecimiento. Pero horas después, la Luftwaffe, tras una larga ausencia que todos agradecieron, había vuelto a aparecer en el cielo de Londres.

A las ocho de la tarde, Catherine Blake cruzaba presurosa el puente de Westminster. En el cielo nocturno se entrecruzaban el resplandor de las llamas de los incendios del East End y los muelles, el relampagueo de las trazadoras y el rayo luminoso de los reflectores. Catherine oía el zum zum de las baterías antiaéreas apostadas en Hyde Park y a lo largo del Embankment y paladeaba el sabor acre del humo de los disparos. Sabía que para ella iba a ser una noche larga y atareada.

Al desembocar en la Lambeth Palace Road le asaltó un pensamiento absurdo, tenía un hambre de lobo. La escasez de alimentos nunca había sido tan descomunal. El árido otoño y el amargamente frío invierno se asociaron para eliminar del campo casi la totalidad de las verduras. Las patatas y las coles de Bruselas se convirtieron en golosinas. Sólo abundaban los nabos y colinabos. Pensó: «Si tengo que comer un nabo más, me pegaré un tiro». A pesar de todo, sospechaba que las cosas iban mucho peor en Berlín.

Un policía, un hombre bajito y regordete, que parecía demasiado viejo para llevar uniforme del ejército, montaba guardia a la entrada de la Lambeth Palace Road. Levantó la mano y, a gritos para que su voz resultase audible por encima del ulular de las sirenas que anunciaban la incursión aérea, le pidió el documento de identidad.

Como siempre, a Catherine le dio un vuelco el corazón.

Tendió al hombre la placa que la acreditaba como miembro del Servicio de Voluntariado Femenino. El policía le echó un vistazo y después alzó la mirada sobre Catherine. La muchacha tocó al policía en el hombro y agachó la cabeza para llevar la boca hacia su oreja y hablarle al oído. Era una técnica que llevaba años utilizando para neutralizar a los hombres.

– Soy enfermera voluntaria en el Hospital de St. Thomas -dijo Catherine.

El agente levantó la cabeza. Por la expresión de su rostro, Catherine comprendió que ya no representaba ninguna amenaza para ella. Sonreía estúpidamente y la contemplaba como si acabase de enamorarse de su palmito. Aquella reacción no era nueva para Catherine. Era despampanantemente bonita y había utilizado el arma de su belleza durante toda su vida.

El policía le devolvió la identificación.

– ¿Es muy fuerte? -preguntó la muchacha.

– Bastante. Tenga cuidado y mantenga agachada la cabeza.

Londres necesitaba muchas más ambulancias de las que disponía. Las autoridades requisaban todo vehículo disponible al que pudieran echar mano: furgonetas de reparto, camiones de leche, todo lo que tuviese cuatro ruedas, un motor y espacio trasero lo suficientemente amplio para permitir trasladar un herido y un médico. En una de las ambulancias que irrumpían a toda velocidad por la entrada del servicio de urgencias del hospital, Catherine observó la cruz roja pintada encima del descolorido letrero de una popular panadería de la localidad.

La mujer apretó el paso, detrás de la ambulancia, y entró en el hospital. Aquello era de locura. El departamento de urgencias rebosaba de heridos. Parecía haberlos por todas partes, en el suelo, en los pasillos, en la sala de enfermeras. Unos cuantos lloraban. Otros tenían la vista clavada en el techo, demasiado aturdidos para comprender lo que les había pasado. Docenas de pacientes aún esperaban el reconocimiento de un médico o de una enfermera. Y no paraban de llegar más, minuto tras minuto.

Catherine notó que una mano se le posaba en el hombro.