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– No hay tiempo para entretenerse, señorita Blake.

Catherine volvió la cabeza y se encontró con el severo rostro de Enid Pritt. Antes de la guerra, Enid había sido una mujer bonachona, a veces despistada, acostumbrada a entendérselas con casos de gripe y, alguna que otra vez, con las heridas del perdedor de una reyerta a navajazos delante de una taberna. Todo había cambiado con la guerra. Ahora se erguía más derecha que una vela, hablaba con voz clara y autoritaria de patio de armas y nunca empleaba más palabras que las estrictamente imprescindibles para decir lo que era preciso decir. Regía sin ningún problema una de las salas de urgencias más atareadas de Londres. Un año antes, su marido, que a la sazón contaba veintiocho años, murió víctima de uno de los bombardeos. Enid Pritt no le lloraba, eso era algo que podía esperar hasta haber derrotado a los alemanes.

– No les permita adivinar lo que está usted pensando, señorita Blake -dijo Enid Pritt con brusquedad-. Eso los aterroriza aún más. Quítese el abrigo y póngase a trabajar. Sólo en este hospital hay por lo menos ciento cincuenta heridos y el depósito se está llenando con rapidez. Dicen que aún van a venir más.

– Desde septiembre de 1940 no había visto una situación tan grave.

– Por eso la necesitan. Ahora ponga manos a la obra, joven, dése toda la prisa que pueda.

Enid Pritt se movió a través de la sala de urgencias como un comandante que cruzase el campo de batalla. Catherine la vio ordenar a otra joven enfermera que aplicase un vendaje. Enid Pritt no tenía favoritismos, era tan dura con las enfermeras como con las voluntarias. Catherine colgó el abrigo y echó a andar por un pasillo rebosante de heridos. Empezó con una niña que aferraba contra sí un chamuscado oso de felpa.

– ¿Dónde tiene pupa esta pequeña?

– En el brazo.

Catherine arremangó el jersey de la niña y puso al descubierto un bracito que, evidentemente, estaba roto. La criatura llevaba encima tal susto que no sentía el dolor. Catherine siguió hablándole intentando apartar la herida de la mente de la niña.

– ¿Cómo te llamas, tesoro?

– Ellen.

– ¿Dónde vives?

– En Stepney, pero mi casa ya no está. -La voz de la chiquilla era sosegada, inexpresiva.

– ¿Dónde están tus padres? ¿Están aquí contigo?

– El bombero me dijo que se marcharon y ahora están con Dios.

Catherine no dijo nada, se limitó a mantener cogida la mano de la niña.

– El doctor vendrá a verte en seguida. Quédate aquí quietecita y no intentes mover el brazo. ¿De acuerdo, Ellen?

– Sí -dijo la niña-. Eres muy guapa.

Catherine sonrió.

– Gracias. ¿Sabes una cosa?

– ¿Qué?

– Tú también eres muy guapa.

Catherine siguió pasillo adelante. Un anciano con una contusión que la cruzaba la parte superior de la calva cabeza alzó la mirada cuando Catherine empezaba a examinarle la herida.

– Estoy perfectamente, joven. Hay un montón de personas mucho peor que yo. Véalas a ellas primero.

Catherine se atusó un desgreñado rizo e hizo lo que se le sugería. Era una cualidad que ella había visto en el pueblo inglés una y otra vez. Berlín cometía un disparate al reanudar los bombardeos aéreos. A Catherine le hubiera gustado tener atribuciones para decírselo.

Continuó pasillo adelante, atendiendo a los heridos y escuchando sus historias al tiempo que trabajaba.

– Me servía una puñetera taza de té en la cocina cuando ¡PUMBA! Una bomba de cuatrocientos kilos estalla a la puñetera puerta de mi casa. Y lo único que sé es que al despertarme estaba tendido boca arriba en lo que antes era mi puñetero jardín, mirando el montón de escombros de lo que antes era mi puñetera casa.

– Habla bien, que no cuesta nada, George. Hay niños presentes.

– Mis palabrotas tampoco son tan soeces. La casa que estaba justo enfrente de la mía recibió el impacto de lleno. Una familia de cuatro, todos a hacer puñetas.

Cayó cerca una bomba y el hospital se estremeció.

Una monja, herida de gravedad, se santiguó, dando el ejemplo, y empezó a rezar el Padrenuestro, con la intención de que los demás la imitaran.

– Esta noche hará falta algo más que la oración para echar del cielo a la Luftwaffe, hermana.

– … Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad…

– Perdí a mi esposa en los bombardeos de 1940. Temo que puedo perder a mi única hija en el de esta noche.

– … así en la Tierra como en el Cielo…

– Qué guerra, hermana, qué maldita guerra.

– … así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden…

– ¿Sabes una cosa, Mervin? Tengo la impresión de que no le caemos muy simpáticos a Hitler.

– También yo me he dado cuenta de eso.

Estalló una carcajada en la sala de urgencias.

Diez minutos después, cuando la monja decidió que la oración ya había agotado sus posibilidades, empezó el inevitable cántico.

– Que ruede el tonel…

Catherine sacudió la cabeza.

– Un tonel lleno de diversión…

Al cabo de un momento, sin embargo, Catherine cantaba con los demás.

A las ocho de la mañana siguiente, Catherine entraba en su piso. El correo matinal ya había llegado. La señora Hodges, su casera, siempre se lo echaba por debajo de la puerta. Catherine se inclinó, cogió las cartas e inmediatamente arrojó tres sobres al cubo de la basura que tenía en la cocina. No necesitaba leer aquellas misivas porque ella misma las había escrito y echado al buzón en distintos puntos de Londres. En circunstancias normales, no era lógico que Catherine recibiese correspondencia personal, dado que carecía de amigos y de familiares en Gran Bretaña. Pero habría resultado extraño que una joven educada y atractiva no mantuviese correspondencia con nadie -y la señora Hodges era una cotilla de cuidado-, de modo que Catherine puso en práctica una elaborada treta para asegurarse la recepción de una más o menos periódica y fluida corriente de correo personal.

Pasó al cuarto de baño y abrió los grifos de la bañera. La presión era baja y por la boca del grifo apenas salía una hilillo de líquido, pero al menos aquel día era caliente. El suministro de agua se servía con cuentagotas a causa de la sequía del verano y otoño, y el gobierno amenazaba con racionar también eso. La bañera tardaría varios minutos en llenarse.

En el momento en que la reclutaron, Catherine Blake no se encontraba en situación de plantear exigencias, pero de todas formas presentó una: recibir dinero suficiente para vivir con comodidad. Se había criado en casas de ciudad grandes y en mansiones rurales amplias -sus padres pertenecían a la clase alta- y pasarse la guerra en el cuartucho infame de una pensión de tres al cuarto, compartiendo el cuarto de baño con otras seis personas, era algo que ni por lo más remoto iba a aceptar. Su cobertura era la de una viuda de guerra, perteneciente a una respetable familia de clase media, con recursos económicos saneados, y aquel piso encajaba a la perfección; un modesto pero confortable conjunto de habitaciones en un edificio victoriano de Earl’s Court.

El salón era acogedor y estaba amueblado modestamente, aunque a cualquier extraño le sorprendería la absoluta falta de detalles u objetos personales. No había fotografías ni recuerdos. Contaba con un cómodo dormitorio independiente, que disponía de una cama de matrimonio, una cocina dotada de todos los aparatos modernos y su propio aseo con una señora bañera.

El piso tenía otros artilugios y comodidades que era improbable se le ocurriera pedir a una mujer inglesa corriente. Estaba en la última planta, donde una radiomaleta AFU podía recibir transmisiones desde Hamburgo con escasas interferencias. y un mirador victoriano de la sala de estar proporcionaba una vista diáfana y despejada de la calle que discurría debajo.

Se dirigió a la cocina y puso encima del hornillo una tetera llena de agua. El trabajo de voluntaria consumía una barbaridad de tiempo y resultaba agotador, pero era esencial para su cobertura. Todo el mundo colaboraba de una manera o de otra. No hubiese parecido bien que una joven saludable y sin familia no aportase su granito de arena al esfuerzo de la guerra. Solicitar su ingreso en una fábrica de municiones habría sido arriesgado -era posible que su tapadera no resistiese la comprobación del historial que presentara-y ni pensar en hacerse miembro femenino de la marina británica. El Servicio de Voluntariado Femenino era el compromiso perfecto. Andaban desesperados buscando personal. Cuando Catherine firmó ese compromiso en septiembre de 1940 la pusieron a trabajar aquella misma noche. Cuidaba de los heridos en el Hospital de St. Thomas y distribuía libros y bizcochos en el metro durante las incursiones nocturnas de los bombarderos. Todas las apariencias indicaban que era la joven inglesa modélica entregada a la aportación de su parte de esfuerzo.

A veces no podía contener la risa.

Silbó la tetera. Volvió a la cocina y preparó el té. Como todos los londinenses se había hecho adicta al té y a los cigarrillos. Parecía que el país en pleno vivía a base de tabaco y tanino, y Catherine no era la excepción. Había consumido ya toda su ración de leche en polvo y de azúcar, así que tuvo que tomarse el té a palo seco. En momentos como aquel echaba de menos nostálgicamente el café fuerte de su casa y una buena porción de dulce pastel de Berlín.

Acabó la primera taza y se sirvió otra. Deseaba tomar un baño, meterse en la cama y dormir veinticuatro horas seguidas, pero tenía algo que hacer y necesitaba estar despierta. Hubiera llegado a casa una hora antes si anduviese por Londres como una mujer normal. Habría tomado el metro sin más y atravesado la ciudad hasta Earl’s Court. Pero Catherine no anduvo por Londres como una mujer normal. Tomó un tren, luego un autobús, después un taxi y a continuación otro autobús. Se había apeado del autobús antes de llegar a su destino y recorrió a pie los cuatrocientos metros que le separaban de su piso, cerciorándose cada dos por tres de que no la seguían. Cuando por fin llegó a casa, estaba empapada por la lluvia pero tenía la seguridad de encontrarse sola. Al cabo de cinco años de cometido secreto, algunos agentes podían caer en la tentación de confiarse. Catherine nunca se confiaría. Esa era una de las razones por la que había sobrevivido cuando otros fueron arrestados y ahorcados.