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Londres

Lo cierto era que, para conseguir un trabajo en el servicio de la información militar, durante la Primera Guerra Mundial, Alfred Vicary ya se había implicado en el juego del engaño. Tenía entonces veintiún años y estaba a punto de acabar sus estudios en Cambridge, mientras Inglaterra, convencida de que corría el peligro de irse a pique, necesitaba a cuantos buenos elementos pudiera echar mano. Vicary no quería saber nada de la infantería. Estaba impuesto lo suficiente en historia como para comprender que en ese arma no existía gloria alguna, sólo brindaba tedio, sufrimiento y, con mucha probabilidad, muerte o heridas graves.

Su mejor amigo, un inteligente estudiante de filosofía llamado Brendan Evans, dio con la solución perfecta. Brendan se había enterado de que el ejército estaba creando algo que respondía al nombre de Cuerpo de Inteligencia. Los únicos requisitos que se precisaban para ingresar en tal organismo eran hablar francés y alemán con fluidez, haber viajado ampliamente por Europa, saber conducir y reparar motocicletas y tener una vista perfecta. Brendan se había puesto en contacto con la Oficina de Guerra y concertó sendas citas para la mañana siguiente.

Vicary se sintió bastante desanimado; no cumplía los requisitos exigidos. Su alemán era fluido, aunque monótono, hablaba francés pasablemente y había recorrido Europa in extenso, incluido el interior de Alemania. Pero no tenía idea de conducir motocicletas -realmente, aquellos armatostes le ponían los nervios de punta-y su vista era atroz.

Brendan Evans era todo lo que no era Vicary: alto, rubio, bien parecido, asombrosamente apuesto, poseía un enorme afán de aventuras y tenía a su disposición todas las mujeres a las que fuese capaz de atender. Ambos, Brendan y Vicary, contaban con un rasgo común: una memoria colosal.

Vicary concibió su plan.

Aquel atardecer, durante el fresco crepúsculo de agosto, Brendan le enseñó a montar en moto sobre un tramo de carretera desierto, en los Fens. En varias ocasiones Vicary estuvo en un tris de pegarse un trastazo que acabara con la vida de ambos, pero al final de la sesión nocturna, mientras el motor rugía por los caminos, Vicary vivía ya una temeridad y unas emociones que no había experimentado nunca. A la mañana siguiente, durante el trayecto en tren de Cambridge a Londres, Brendan le instruyó sin tregua acerca de la anatomía de las motocicletas.

Cuando llegaron a Londres, Brendan entró en la Oficina de Guerra, en tanto Vicary aguardaba fuera, bajo el cálido sol. Brendan salió al cabo de una hora, con una amplia sonrisa en el semblante.

– Ya estoy dentro -anunció-. Ahora te toca a ti. Escucha con atención.

Procedió a repetirle de cabo a rabo todas y cada una de las pruebas oftalmológicas, incluidos los desesperanzadamente minúsculos caracteres de la última línea.

Vicary se quitó las gafas, se las entregó a Brendan y entró como un ciego en el oscuro e imponente edificio. Pasó la prueba con éxito: sólo cometió un error al confundir una B por una D, pero aquello fue culpa de Brendan, no de él. A Vicary le asignaron destino de inmediato, como alférez en la sección motociclista del Cuerpo de Inteligencia. Le entregaron un vale por el uniforme y equipo y le ordenaron que se cortase el pelo, que durante el verano le había crecido y se le había rizado. Al día siguiente le indicaron que se presentase en el Puesto de Euston y recogiera su motocicleta, un flamante modelo de Rudge, refulgente y embalada en un cajón de madera. Una semana después, Brendan y Vicary subían a bordo de un transporte naval de tropas y zarpaban, con sus motocicletas, rumbo a Francia.

¡Era todo tan sencillo entonces! Los agentes se deslizaban detrás de las líneas enemigas, contaban efectivos humanos y observaban el tráfico ferroviario como si tal cosa. Hasta se valían de palomas mensajeras para llevar comunicados secretos. Ahora las cosas eran más complicadas, un duelo de ingenio mediante transmisiones radiotelegrafiadas que requería inmensa concentración y los cinco sentidos puestos en cada detalle.

Doble juego…

Karl Becker era un ejemplo perfecto. Canaris lo había enviado a Inglaterra durante los vertiginosos días de 1940, cuando la invasión de Gran Bretaña parecía segura. Bajo el disfraz de hombre de negocios suizo, se instaló en Kesington con el adecuado estilo de vida y empezó a recoger todo secreto discutible que cayera en sus manos. El empleo de libras esterlinas falsas por parte de Becker fue lo que permitió a Vicary descubrirlo y, en cuestión de semanas, ya estaba en la telaraña del MI-5. Con la ayuda de los observadores, Vicary iba a todos los sitios a los que acudía Becker: a las fiestas en las que traficaba con rumores y bebía champán de mercado negro hasta pescar una buena borrachera; a sus reuniones con agentes vivos…; al dormitorio al que llevaba a sus mujeres, a sus hombres, a sus niños y Dios sabe a qué más. Al cabo de un mes, Vicary dio el mazazo. Detuvo a Becker, lo arrancó de los brazos de la muchacha con la que se había encerrado, ebrio de champán, y desmanteló una entera red de agentes germanos.

Luego vino la parte taimada. En vez de ahorcarle, Vicary trabajó a Becker y le convenció para que colaborase con el MI-5 en calidad de agente doble. En la noche siguiente a su encarcelamiento, Becker encendió su aparato de radio y marcó la señal en clave de reconocimiento, dirigida al operador de Hamburgo. Éste le indicó que permaneciese conectado, a la espera de instrucciones de su agente de control de la Abwehr en Berlín, el cual le ordenó que determinase la localización y proporciones exactas de la base de aviones de caza de la RAF en Kent. Becker acusó recibo del mensaje y cerró la transmisión.

Pero fue Vicary quien se presentó al día siguiente en el campo de aviación, obtuvo las coordenadas de la base y las remitió a la Abwehr, cosa que no hubiera sido fácil para un espía. Al objeto de dar la impresión de que el comunicado era auténtico, Vicary efectuó el reconocimiento de la base aérea exactamente igual a como lo hubiese hecho un espía. Tomó el tren en Londres y, a causa de los retrasos, no llegó a la zona aérea hasta el anochecer. Un policía militar le dio el alto en la ladera de un monte próximo y le ordenó que se identificara. Vicary vio la base aérea extendida en los llanos al pie del monte, en la misma perspectiva en que hubiera podido contemplarlo el espía. Vio un puñado de barracones Nissen y unos cuantos aparatos estacionados sobre una pista de hierba. Durante su regreso a Londres, Vicary redactó un breve informe acerca de lo que había observado. Dejó constancia de que la luz era escasa porque los trenes llegaban tarde y añadió que no le fue posible acercarse demasiado por culpa de la presencia de un policía militar. Aquella noche, Vicary obligó a Becker a enviar el informe con su propia mano, ya que cada espía tenía su estilo personal de transmisión, al que llamaban puño y letra, que los operadores de radio alemanes podían reconocer. Hamburgo le felicitó y dio por concluida la transmisión.

Vicary se puso en contacto con la RAF y dio cuenta de la situación. Se procedió a trasladar a otro aeródromo los verdaderos Spitfires, se evacuó al personal y sobre la pista de hierba se situaron con los dep6sitos de combustible llenos, unos cuantos cazas averiados. La Luftwaffe se presentó aquella noche. Los aviones inservibles puestos allí como cebo estallaron y se convirtieron en espectaculares bolas de fuego: ciertamente, las dotaciones de los bombarderos Heinkel se marcharon convencidas de que habían asestado un golpe directo. Al día siguiente, la Abwehr encargó a Becker que volviera a Kent para valorar los daños. De nuevo, Vicary fue el que hizo el viaje, preparó un informe acerca de lo que vio y obligó a Becker a remitirlo.

La Abwehr estaba en éxtasis. Becker era una estrella, un super-espía y todo el gasto que le supuso a la RAF aquella operación fue un día de trabajo para poner de nuevo en condiciones la pista dañada y el transporte de los calcinados esqueletos de los Spitfires.

Tan impresionados estaban los jefes directos de Becker que le encargaron que reclutase más agentes, cosa que hizo, mejor dicho, cosa que hizo Vicary. A finales de 1940, Karl Becker contaba con un cuadro de una docena de agentes que trabajaban a sus órdenes, algunos de los cuales le informaban a él mientras otros lo hacían directamente a Hamburgo. Todos los datos eran ficticios, producto de la imaginación de Vicary.

Vicary ideaba todos los aspectos de la vida de esos agentes: se enamoraban, tenían sus aventurillas sentimentales, se quejaban del dinero, perdían sus casas y sus amigos durante los bombardeos alemanes. Vicary incluso se permitió el virtuosismo de que arrestaran a un par de ellos; ninguna red que operase en suelo enemigo era infalible, y la Abwehr jamás creería que no iba a perder a ninguno de sus agentes. Era una labor endiablada, pesadísima, que obligaba a atender hasta el detalle más trivial, pero a Vicary le resultaba estimulante y disfrutaba al máximo hasta el último segundo de aquella tarea.

El ascensor volvía a estar averiado, así que Vicary tuvo que utilizar la escalera para trasladarse al Registro desde el cubil de Boothby. Al abrir la puerta, el olor de aquel departamento le propinó una bofetada en plena pituitaria: papel en descomposición, polvo, moho agrio filtrándose a través de las húmedas paredes del sótano. Le recordó la biblioteca de la universidad. Había expedientes en anaqueles a la vista, expedientes en archivadores metálicos, expedientes apilados en el frío suelo de piedra, montones de documentos que esperaban el instante de integrarse en los expedientes. Un trío de preciosas jovencitas -el vistoso turno de noche-se desplazaban sosegadamente por allí, expresándose en un lenguaje de inventario que era chino para Vicary. Las muchachas, a las que en la jerga del lugar se las conocía como las Reinas del Registro, parecían extrañamente fuera de lugar entre tanto legajo y penumbra. Vicary medio esperaba encontrarse, al doblar una esquina, con un par de monjes leyendo un manuscrito antiguo a la luz de una vela.

Se estremeció. Dios, aquel sitio estaba frío como una cripta. Deseó haberse puesto un jersey o contar con algo caliente que beber. Todo estaba allí: la historia secreta del Servicio al completo. Cuando vagaba entre los rimeros, a Vicary le asaltó la idea de que, mucho tiempo después de que hubiera dejado el MI-5, seguiría existiendo en aquel archivo el eterno registro de todas sus acciones. No estaba seguro de si aquella idea le resultaba confortante o nauseabunda.