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Vicary pensó en los desdeñosos comentarios acerca de él y un escalofrío de rabia le recorrió el cuerpo. Vicary era un condenado buen agente de Doble Cruz, ni siquiera Boothby podía negarlo. Estaba convencido de que sus conocimientos y experiencia como historiador le capacitaban a las mil maravillas para aquel trabajo. Con frecuencia, un historiador debe recurrir a la conjetura, tomando una serie de pequeñas pistas poco concluyentes para alcanzar una deducción razonable. Doble Cruz, el contraespionaje, tenía mucho de recurso a la conjetura, sólo que a la inversa. La misión de un agente de Doble Cruz consistía en proporcionar a los alemanes insignificantes indicios nada concluyentes para que pudieran llegar a las deducciones deseadas. El agente tenía que ser muy cuidadoso y detallista con los indicios que revelaba. Debían ser una minuciosa mezcla de realidad y ficción, de verdad y mentiras concienzudamente veladas. Los falsos espías de Vicary tenían que trabajar como forzados para conseguir su información. La inteligencia tenía que ir alimentando a los alemanes a base de bocaditos pequeños y a veces carentes de significado. Los datos debían ser coherentes respecto a la identidad falsa de los espías. Por ejemplo, no podía esperarse que un camionero de Bristol entrara en posesión de documentos robados de Londres. Y ningún dato secreto podía parecer demasiado bueno para ser cierto, porque toda información obtenida con demasiada facilidad se descartaba.

Los historiales del personal de la Abwehr se almacenaban en una estantería cuyos anaqueles iban desde el suelo hasta el techo de una habitación situada en el extremo del piso. Los de la V empezaban en el estante del fondo y saltaban hasta el superior. Vicary tuvo que ponerse a gatas, inclinarse y torcer el cuello como si estuviera buscando algo valioso debajo de un mueble. ¡Maldición! Naturalmente, el expediente se encontraba en el estante de arriba del todo. Se puso en pie trabajosamente, estiró el cuello y escudriñó los archivos mirando por encima de la media luna de sus gafas de lectura. ¡Puñetera mala suerte! Los expedientes estaban a metro ochenta de distancia, demasiado lejos para que pudiera leer los nombres; Boothby se vengaba así de todos aquellos que no alcanzaban la altura que exigía la normativa del departamento.

Una de las Reinas del Registro le vio forzar la vista mirando hacia las alturas y se brindó para traerle de la biblioteca una escalera de mano.

– Claymore trató la semana pasada de valerse de una silla y le faltó muy poquito para romperse la crisma -canturreó la moza, que al cabo de un momento volvía con la escalera. Echó otra mirada a Vicary, le sonrió como si el hombre fuera un tío suyo medio chalado y manifestó su predisposición a bajarle el historial que buscaba Vicary. Éste aseguró a la chica que podía arreglárselas solo.

Subió por la escalera de mano y utilizó el dedo índice como sonda para hurgar entre los archivos. Encontró una carpeta con una etiqueta escrita en rojo: VOGEL, KURT. ABWEHR, BERLÍN. La sacó, la abrió y miró dentro.

La carpeta del historial de Vogel estaba vacía.

Un mes después de su llegada al MI-5, Vicary descubrió sorprendido que Nicholas Jago también trabajaba allí. Jago había sido el archivero jefe del University College y el MI-5 lo incorporó a su servicio la misma semana en que enroló a Vicary. A Jago le destinaron al Registro y le ordenaron que impusiera allí disciplina sobre la a veces veleidosa memoria del departamento. Como el propio Registro, Jago era polvoriento, irritable y difícil de usar. Pero una vez traspasada la áspera capa exterior, podía ser amable, generoso y rebosante de información valiosa. Jago tenía también una virtud inapreciable: sabía perder un archivo con la misma facilidad con que podía encontrarlo.

A pesar de lo avanzado de la hora, Vicary encontró a Jago trabajando en su compacto y acristalado despacho. A diferencia de las salas de archivo, era un santuario de orden y limpieza. Cuando Vicary golpeó con los nudillos el cristal de la puerta, Jago levantó la cabeza, sonrió y agitó el brazo indicándole que entrase. Vicary observó que la sonrisa no se extendía a los ojos. Jago parecía exhausto; vivía en aquella oficina. Había algo más; en 1940 su esposa resultó muerta durante el blitz. Esa muerte dejó a Jago destrozado. Juró personalmente derrotar a los nazis, no con armas de fuego, sino mediante organización y precisión.

Vicary tomó asiento y declinó la invitación que le hizo Jago a tomar una taza de té. «Té de verdad, que tenía guardado antes de la guerra», aclaró Jago en tono agitado. Muy distinto al atroz tabaco de guerra que apretaba en la cazoleta de su pipa y que en aquel momento encendía con una cerilla. El repugnante humo que despedían las hojas al quemarse formó una tenue cortina y flotó entre ellos mientras comentaban nimiedades acerca de su vuelta a la universidad una vez estuviese cumplida la tarea que llevaban entre manos.

Vicary carraspeó para indicar cortésmente su deseo de enfocar de una vez el asunto que le llevaba allí.

– Estoy buscando el expediente de un agente de la Abwehr más bien oscuro -dijo Vicary-. Me ha extrañado no encontrarlo en su sitio. La cubierta exterior se encuentra en un estante, pero su contenido ha desaparecido.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Jago.

– Kurt Vogel.

Jago puso cara larga.

– ¡Dios! Deja que vaya a buscártelo. Aguarda aquí. Alfred. Es cuestión de un momento.

– Iré contigo -dijo Vicary-. Quizá pueda ayudarte.

– No, no -insistió Jago-. Ni hablar de eso. Yo no te ayudo a localizar espías, tú no tienes por qué ayudarme a encontrar archivos. -Rió su propio chiste-. Quédate aquí, ponte cómodo. Es cuestión de un momento.

Era la segunda vez que pronunciaba las mismas palabras. Vicary pensó: «Es cuestión de un momento». Vicary conocía la obsesión de Jago por sus archivos, pero el que se hubiera extraviado el historial de un agente de la Abwehr no era motivo para que se declarase una emergencia en el departamento. Los expedientes se perdían, se traspapelaban y se desechaban por error continuamente. Una vez Boothby provocó una alarma roja al perder toda una cartera repleta de importantes archivos. Según la leyenda del departamento, apareció al cabo de una semana en el piso de su amante.

Jago irrumpió precipitadamente en su despacho instantes después, con una nube del repulsivo humo de su pipa ondeando a su espalda como la humareda de una locomotora. Tendió a Vicary el historial y se sentó tras su escritorio.

– Exactamente lo que pensaba -dijo Jago, absurdamente orgulloso de sí mismo-. Estaba allí, en el mismo estante. Una de las chicas debió de meterlo en una carpeta equivocada. Es algo que ocurre continuamente.

Vicary escuchó la dudosa excusa y enarcó las cejas.

– Interesante… A mí no me ha ocurrido nunca.

– Bueno, quizás eso se deba sólo a que has tenido suerte. Aquí manejamos miles de expedientes a la semana. Nos vendría de perlas un aumento de personal. Ya le he planteado la cuestión al director general, pero dice que el presupuesto ya se ha agotado y que no podemos disponer de una sola persona más.

A Jago se le había apagado la pipa y estaba desplegando todo un espectáculo para encenderla de nuevo. Los ojos de Vicary empezaron a lagrimear cuando el humo inundó otra vez todo el ámbito de aquel minúsculo despacho. Nicholas Jago era un hombre bueno honesto a carta cabal, pero Vicary no creyó una sola palabra de su historia. En opinión de Vicary, alguien se había lo llevado recientemente aquel historial y luego la documentación no volvió a su estante. Y ese alguien que lo retiró debía de ser un personaje condenadamente importante, a juzgar por la expresión que decoró semblante de Jago cuando Vicary preguntó por el expediente.

Vicary agitó el historial a guisa de abanico para abrir un claro en la densa humareda.

– ¿Quién fue el último en consultar el expediente de Vogel?

– Vamos, Alfred, sabes que no puedo decirtelo.

Era cierto. Los simples mortales como Vicary tenían que estampar su firma al llevarse una documentación. Se tomaba nota qué expedientes se retiraban, de quién y cuándo lo hacían. Sólo personal del Registro y los jefes de departamento tenían acceso aquellas archivos. Sólo un puñado de funcionarios de alto podían retirar legajos sin tener que estampar su firma. Vicary sospechaba que uno de aquellos funcionarios superiores se había llevado el expediente de Vogel.

– Lo único que tengo que hacer es pedir a Boothby una autorización que me permita mirar la lista de acceso, y Boothby me dará -dijo Vicary-. ¿Por qué no me dejas echarle un vistazo ahora y me ahorras tiempo?

– Puede que Boothby te la dé y puede que no.

– ¿Qué quieres dar a entender con eso, Nicholas?

– Escucha, viejo, lo último que deseo es interponerme otra vez entre Boothby y tú. -Jago volvía a dedicar sus esfuerzos a la pipa: apretaba el tabaco de la cazoleta y extraía una cerilla de la caja. Se puso la boquilla entre los dientes, de modo que la cazoleta empezó a bailar al ritmo de las palabras que el hombre pronunciaba-. Habla con Boothby. Si él dice que puedes ver la lista de acceso, toda tuya.

Vicary le dejó sentado en la cámara encristalada llena de humo, dedicado una vez más a la laboriosa faena de conseguir que prendiese su tabaco barato; con cada calada, la cerilla emitía su llamarada. Al echar un último vistazo al hombre, mientras se alejaba el expediente de Vogel, Vicary pensó que Jago parecía un faro un punto envuelto en la niebla.

De regreso a su despacho, Vicary hizo un alto en la cantina. Se le había olvidado cuándo comió algo por última vez. El hambre era un dolor sordo en su interior. Ya no le apetecían exquisiteces. Comer se había convertido en una obligación funcional, algo que era imprescindible hacer por necesidad, no por placer. Como andar por Londres de noche: había que ir deprisa y eludir toda posibilidad de recibir algún daño. Recordó la tarde del mes de mayo de 1940, cuando fueron a buscarle. «El señor Asworth dejó hace un momento en su casa un par de estupendas chuletas de cordero…» Qué derroche de precioso tiempo.