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Richardson pensó: «No es mala idea, desde luego».

Una vez se hubo retirado Saunders, Richardson escribió a máquina una nota en la que describió el modo en que el agente parecía haber bregado laboriosamente con el morse. Cinco minutos después, los mensajes descodificados y la nota mecanografiada emprendían dentro de una bolsa de cuero un viaje de sesenta y ocho kilómetros camino de Londres.

11

Selsey (Inglaterra)

– Era la cosa más extraña que he visto en la vida -le refería Arthur Barnes a su esposa mientras desayunaban.

Como todas las mañanas, Barnes había sacado a pasear por el muelle a Fionna, su querida perra galesa. Una pequeña parte del espacio portuario aún seguía abierto al público, pero el resto había sido clausurado y declarado zona militar restringida. Nadie hablaba de ello. Pero todo el mundo se preguntaba qué estaría haciendo allí el ejército. Tardaba en amanecer aquella mañana, una masa de nubarrones plomizos ocultaban el cielo y llovía de manera intermitente. Sin la correa que la sujetase, Fionna correteaba a sus anchas yendo de un lado a otro por los embarcaderos.

Fionna fue la primera en localizar aquello, después lo hizo Barnes.

– Un condenadamente gigantesco monstruo de hormigón, Mabel. Era como un bloque de pisos caído de lado.

Dos remolcadores lo sacaban al mar. Barnes llevaba unos prismáticos de campaña bajo el abrigo. Un amigo suyo avistó una vez la torre de mando de un submarino alemán y Barnes se moría por echarle también la vista encima a alguno. Sacó los prismáticos y se los llevó a los ojos. El monstruo de cemento estaba ligado a una embarcación cuya proa, ancha y plana; se abría paso a través de una mar bastante picada. Barnes escudriñó su lado del puerto-. «Ya sabes, desde estribor no se puede distinguir bien el puerto» -y localizó un pequeño buque sobre cuya cubierta había un puñado de militares.

– No podía creerlo, Mabel -explicó, al tiempo que daba cuenta del resto de su tostada-. Aplaudían y lanzaban gritos jubilosos, se abrazaban y se palmeaban la espalda. -Sacudió la cabeza-. Imagínate. Hitler tiene al mundo cogido por los pelos cortados al uno y nuestros muchachos se entusiasman porque son capaces de hacer flotar un gigantesco trozo de hormigón.

La gigantesca estructura de hormigón flotante que Arthur Barnes había divisado aquella deprimente mañana de enero respondía al nombre en clave de Phoenix. Tenía sesenta metros de longitud y quince de anchura y desplazaba más de seis mil toneladas de agua. Su interior -invisible desde el punto del puerto en que observaba Barnes- era un laberinto de cámaras huecas y válvulas de escotilla, porque el Phoenix no estaba diseñado para permanecer mucho tiempo en la superficie. Lo habían creado para remolcarlo a través del canal de la Mancha y que luego se hundiera en la costa de Normandía. Los Phoenix sólo eran una pieza del formidable proyecto aliado consistente en construir un puerto artificial en Inglaterra y remolcarlo hasta Francia el Día D. El nombre global en clave de dicho proyecto era Operación Mulberry.

Dieppe les enseñó aquella lección, Dieppe y los desembarcos anfibios en el Mediterráneo. En Dieppe, punto de la desastrosa incursión aliada en Francia en agosto de 1942, los alemanes negaron a los aliados el uso de un puerto durante el mayor espacio de tiempo posible. Antes de abandonarlos destruyeron todos los puertos mediterráneos, inutilizándolos para largos períodos. Los planificadores de la invasión determinaron que era inútil pretender conquistar intacto un solo puerto. Decidieron que hombres y suministros tenían que desembarcar del mismo modo, en las playas de Normandía.

El problema era el estado del tiempo. Los estudios de las condiciones meteorológicas a lo largo de la costa francesa indicaron que allí sólo podía esperarse buen tiempo durante un máximo de cuatro días consecutivos. En consecuencia, los proyectistas de la invasión tuvieron que asumir que los suministros debían trasladarse a tierra firme durante una tormenta.

En julio de 1943, el primer ministro Winston Churchill y una delegación de trescientos oficiales zarpó rumbo al Canadá a bordo del Queen Mary. Churchill y Roosevelt iban a reunirse en Quebec en agosto, al objeto de aprobar los planes de la invasión de Normandía. Durante la travesía, el profesor J. D. Bernal, un físico distinguido, llevó a cabo una espectacular demostración en uno de los lujosos cuartos de baño del buque. Llenó parcialmente la bañera con unos cuantos centímetros de agua: el extremo más superficial representaba las playas de Normandía, la parte más honda era la Bahía del Sena: Bernal posó en la bañera veinte barcos de papel y empleó un cepillo para simular las condiciones de una tormenta. Los barquitos se fueron a pique inmediatamente. Bernal infló entonces un chaleco salvavidas y lo atravesó en la bañera como un rompeolas. Recurrió de nuevo al cepillo para originar una tormenta, pero en esa ocasión los barcos se mantuvieron a flote. Bernal explicó que en Normandía iba a ocurrir lo mismo. Una tormenta crearía caos; se necesitaba un puerto artificial.

En Quebec, británicos y norteamericanos acordaron construir dos puertos artificiales para la invasión de Normandía, cada uno de ellos con la misma capacidad del gran puerto de Dover. Construir el de Dover llevó siete años; los puertos británico-norteamericanos estuvieron listos en aproximadamente ocho meses. Fue una tarea de proporciones inimaginables. Cada Mulberry costó noventa y seis millones de dólares. La economía británica, maltrecha tras cuatro años de guerra, tendría que aportar cuatro millones de toneladas de acero y cemento. Se iban a necesitar centenares de ingenieros de primera clase, así como decenas de miles de cualificados trabajadores del ramo de la construcción. Para trasladar los Mulberries desde Inglaterra hasta Francia el Día D, se precisarían todos los remolcadores disponibles en Gran Bretaña y en la costa oriental de Estados Unidos. La única misión equivalente a la tarea de construir los Mulberries sería mantenerlos en secreto. Que se cumplió lo demostraba el hecho de que Arthur Barnes y su perra Fionna estuvieran aún de pie en el puerto cuando el buque de cabotaje en el que iba el equipo de ingenieros británicos y estadounidenses de Mulberry enfiló la proa hacia el muelle. Los hombres desembarcaron y se encaminaron a un autobús que los esperaba. Uno de ellos se separó del resto para dirigirse a un automóvil del Estado Mayor que aguardaba para llevarlo de vuelta a Londres. El conductor se apeó, abrió con gran ceremonia la portezuela posterior y el comandante Peter Jordan subió al vehículo.

Nueva York, octubre de 1943

Fueron a buscarle un viernes. Siempre los recordaría como Laurel y Hardy: el corpulento y rechoncho estadounidense que olía a loción para después del afeitado barata y a almuerzo a base de salchichas y cerveza; el delgado y flemático inglés que estrechó a Jordan la mano como si pretendiera echarle un pulso. En realidad, se llamaban Leamann y Broome, o al menos eso era lo que decían las tarjetas de identificación que agitaron al pasar junto a él. Leamann afirmó que pertenecía al Departamento de Guerra; Broome, el inglés anguloso, murmuró algo acerca de estar adjunto a la oficina de Guerra. Ninguno de ellos vestía uniforme. Leamann llevaba un raído traje marrón que se tensaba a través del obeso estómago y trepaba por la entrepierna. Broome lucía un elegante y bien cortado terno gris marengo, acaso un poco grueso para el otoño estadounidense.

Jordan los recibió en su magnífico despacho de Manhattan. Leamann contuvo unos cuantos pequeños eructos mientras admiraba la espectacular vista sobre los puentes del East River: el de Brooklyn, el de Manhattan, el Williamsburg. Broome, que casi no manifestaba el menor interés por las cosas realizadas por la mano del hombre, comentó la meteorología: un perfecto día de otoño, un cristalino cielo azul, un sol luminoso y anaranjado. Una tarde para hacerle a uno creer que Manhattan era el lugar más fastuoso de la Tierra. Se trasladaron a la ventana del sur y charlaron mientras contemplaban el movimiento de los buques de carga que entraban y salían del puerto de Nueva York.

– Háblenos del trabajo que está usted haciendo ahora, señor Jordan -dijo Leamann, en cuya voz se apreciaba un ligero acento del sur de Boston.

Era un tema lacerante. Jordan continuaba siendo ingeniero jefe de la Compañía de Puentes del Nordeste, empresa que aún era la firma constructora de puentes más importante de la costa Este. Pero el sueño de Jordan de fundar su propia firma de ingeniería había fenecido con la guerra, tal como se temió. Leamann parecía haberse aprendido de memoria el currículo que debía exponer y lo recitó como si a Jordan lo hubiesen propuesto para un premio.

– Primero de su curso en el Instituto Politécnico Rensselaer. Ingeniero del año 1938. La revista Scientific American asegura que es usted el más importante desde el individuo que inventó la rueda. Es usted algo fantástico, señor Jordan.

Impecablemente enmarcada en negro colgaba en la pared una ampliación del artículo de la Scientific American. En la fotografía que habían tomado de él parecía otro hombre. Ahora estaba más delgado -un poco más guapo- y aunque aún no había cumplido los cuarenta sus sienes estaban salpicadas de canas.

Broome, el espigado inglés, se dedicó a recorrer el despacho y a examinar las fotografías y las maquetas de los puentes que la empresa había proyectado y construido.

– Tienen trabajando aquí a muchos alemanes -le comentó a Jordan como si le estuviera comunicando un boletín de noticias.

Era cierto, contaban con alemanes en el cuadro de ingenieros y en el personal administrativo. La propia secretaria de Jordan era una mujer llamada señorita Hofer cuya familia emigró a Estados Unidos, procedente de Stuttgart, cuando ella era una adolescente. Aún hablaba inglés con acento alemán. En aquel momento, como si pretendieran confirmar las palabras de Broome, dos muchachos encargados del correo pasaron por delante de la puerta de Jordan hablando en cerrado alemán de Berlín.