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– ¿Qué clase de verificaciones de seguridad han efectuado respecto a ellos? -fue Leamann quien volvió a hacer uso de la palabra.

Jordan adivinó que era alguna especie de policía, o al menos lo había sido en otra vida. Lo llevaba escrito en el mal aspecto de su traje raído y en la expresión tenazmente decidida de su rostro. Para Leamann, el mundo estaba lleno de gente mala y él era lo único que se intérponía entre el orden y la anarquía.

– No llevamos a cabo ninguna comprobación de seguridad respecto a ellos. Aquí construimos puentes, no fabricamos bombas.

– ¿Cómo saben que no simpatizan con el otro bando?

– Leamann. ¿No es un apellido alemán?

El carilleno semblante de Leamann se contrajo en un fruncimiento de cejas.

– Irlandés, en realidad.

Broome interrumpió su inspección de las maquetas de puentes para terciar con una risita entre dientes.

– ¿Conoce a un hombre llamado Walker Hardegen? -preguntó luego.

Jordan tuvo la incómoda sensación de que le habían sometido a una investigación previa.

– Creo que ya conoce la respuesta a esa pregunta. Y sí, su familia es alemana. Habla el idioma y conoce el país. Ha sido de un valor incalculable para mi padre político.

– ¿Se refiere a su anterior padre político? -inquirió Broome.

– Hemos permanecido muy unidos desde la muerte de Margaret.

Broome se inclinó sobre otra maqueta.

– ¿Esto es un puente colgante?

– No, es el diseño de un puente voladizo. ¿No es usted ingeniero?

Broome levantó la cabeza y sonrió como si la pregunta le resultase un sí es no es insultante.

– No, claro que no.

Jordan se sentó tras su mesa.

– Está bien, caballeros. Supongo que me explicarán a qué viene todo esto.

– Está relacionado con la invasión de Europa -dijo Broome-. Necesitamos su ayuda.

Jordan sonrió.

– ¿Quieren que construya un puente entre Inglaterra y Francia?

– Algo así -repuso Leamann.

Broome encendió un cigarrillo. Exhaló una elegante bocanada de humo hacia el río.

– En realidad, señor Jordan, en absoluto se trata de algo así.

12

Londres

Los cielos soltaron su aguacero en el preciso instante en que Alfred Vicary cruzaba a toda prisa la plaza del Parlamento, rumbo a las Salas de Guerra del Subsuelo, el cuartel general subterráneo de Winston Churchill, bajo el pavimento de Westminster. El primer ministro había telefoneado personalmente a Vicary para pedirle que fuera a verle de inmediato. Vicary se había puesto su uniforme en un santiamén y, raudo, salió disparado de la sede del MI-5, sin entretenerse en coger un paraguas. Ahora, su única protección frente al asalto de aquel frío diluvio era apretar el paso y utilizar como escudo sobre la cabeza el puñado de expedientes que llevaba. Pasó a la carrera por las estatuas contemplativas de Lincoln y Beaconsfield y a continuación, como una sopa, se presentó al centinela de la Armada Real que montaba guardia en la puerta protegida por sacos terreros del número 2 de la calle Great George.

Reinaba el pánico en el MI-5. La noche anterior, un correo en motocicleta había llevado desde Bletchley Park un par de mensajes de la Abwehr, previamente descodificados. Confirmaban los peores recelos de Vicary: al menos dos agentes operaban dentro de Gran Bretaña sin conocimiento del MI-5 y, al parecer, los alemanes proyectaban enviar otro más. Era una catástrofe. Después de leer los mensajes, con el ánimo por los suelos, Vicary había telefoneado a sir Basil a su casa para darle la noticia. Sir Basil se puso en contacto con el director general y otros altos funcionarios relacionados con Doble Cruz. A medianoche, en la quinta planta, las luces seguían encendidas. Vicary se encargaba entonces de uno de los casos más importantes de la guerra. Había dormido menos de una hora. Le dolía la cabeza, le ardían los ojos, sus pensamientos iban y venían en relampagueos caóticos, turbulentos.

El centinela miró la identificación y agitó el brazo, indicándole que podía entrar. Vicary bajó la escalera y cruzó el pequeño vestíbulo. No dejaba de ser una ironía que Neville Chamberlain hubiese ordenado que se iniciase la construcción de las Salas de Guerra del Subsuelo el día que regresó de Munich y declaró la «paz en nuestro tiempo». A Vicary siempre le parecería aquel lugar un monumento subterráneo dedicado al fracaso de la pacificación. Protegidos por un escudo de metro veinte de hormigón reforzado con raíles del tranvía de Londres, el laberinto de aquellos sótanos estaba considerado absolutamente a prueba de bombas. Junto con el puesto de mando personal de Churchill se albergaban allí los elementos más vitales y secretos del gobierno británico.

Vicary avanzó pasillo adelante, llenos los oídos del tableteo de las máquinas de escribir y el repiqueteo de una docena de teléfonos a cuyos timbrazos nadie respondía. El bajo techo estaba reforzado con maderas de uno de los buques de guerra de Nelson. Un letrero advertía: cuidado con la cabeza. Vicary apenas medía metro sesenta y ocho de estatura, y pasaba por debajo sin tener que agacharse. Las paredes, que en otro tiempo tuvieron un tono crema de Devonshire, habían perdido color como un periódico antiguo, hasta adoptar un matiz beige apagado. Un linóleo pardo bastante feo cubría el suelo. Por encima de su cabeza, en el conjunto de tuberías de desagüe, Vicary oyó el discurrir de las aguas fecales de las Nuevas Oficinas Públicas. A pesar del sistema especial de ventilación que filtraba el aire, la atmósfera no dejaba de oler a suciedad corporal y a humo rancio de cigarrillos. Vicary se acercó a una puerta en la que montaba guardia, en posición de descanso, otro centinela de la Armada Real. Al pasar Vicary, el guardia se puso firmes y el felpudo de caucho especial amortiguó el chasquido de su taconazo.

Vicary miró los rostros de aquel Estado Mayor cuyos miembros trabajaban, vivían, comían y dormían allí abajo, en la fortaleza subterránea del primer ministro. La palabra pálido no hacía justicia al estado de su epidermis; eran como trogloditas de cera pastosa que correteasen por su madriguera del subsuelo. De pronto, a Vicary no le pareció tan malo, después de todo, su cuchitril sin ventanas de la calle St. James. Por lo menos estaba en la superficie. Por lo menos se encontraba bastante cerca del aire fresco.

El alojamiento privado de Churchill estaba en el cuarto 65 A, contiguo a la sala de mapas y frente a la Sala del Teléfono Transatlántico. Un ayudante franqueó inmediatamente el paso a Vicary, que se ganó las gélidas miradas de una partida de burócratas que parecían estar allí esperando desde la última guerra. La habitación de Churchill era un minúsculo espacio ocupado en su mayor parte por una cama pequeña cubierta con mantas grises del ejército. A los pies del lecho había una mesa con una botella y dos vasos. La BBC había instalado un micrófono de línea abierta para que Churchill pudiera transmitir sus emisiones desde la seguridad de su fortaleza subterránea. Vicary observó el en aquel momento apagado luminoso que rezaba «Silencio. En Antena (al aire)». La estancia contenía un objeto que pudiera considerarse lujoso, el humidificador para los cigarros Romeo y Julieta del primer ministro.

Cubierto por una bata de seda verde y con el primer cigarro del día entre los dedos, Churchill estaba sentado a su pequeño escritorio. Continuó allí al entrar Vicary, que fue a sentarse en el borde de la cama y miró a la figura que tenía ante sí. Churchill no era el mismo hombre que Vicary había visto aquella tarde de mayo de 1940. Ni tampoco era la desenvuelta y desenfadada figura que aparecía en los noticiarios y en las películas de propaganda. Saltaba a la vista que era una persona que había trabajado más de la cuenta y dormido demasiado poco. Unos días antes había regresado de África del Norte, donde convaleció después de sufrir un leve ataque cardiaco y contraer una pulmonía. Un círculo rojizo rodeaba sus ojos y sus mejillas aparecían hinchadas y pálidas. Se las arregló para dedicar una débil sonrisa a su viejo amigo.

– Hola, Alfred, ¿qué tal le ha ido? -saludó Churchill cuando el ordenanza de la Armada Real cerró la puerta.

– Estupendamente, pero soy yo el que debería preguntarle eso. El que las ha pasado moradas fue usted.

– Nunca mejor dicho -repuso Churchill-. Póngame al día.

– Interceptamos dos mensajes de Hamburgo destinados a agentes alemanes que operan en suelo británico. -Vicary se los tendió-. Como sabe, actuamos sobre el supuesto de que habíamos arrestado, ahorcado o convertido en agente doble a todo espía alemán que actuase en Gran Bretaña. Evidentemente esto es un golpe muy duro. Si los agentes transmiten una información que contradiga el material que enviamos a través del contraespionaje, los alemanes lo sospecharán todo. Por otra parte, creemos también que proyectan introducir en el país un nuevo agente.

– ¿Qué están haciendo para detenerlos?

Vicary hizo un resumen de las medidas adoptadas hasta aquel momento.

– Pero, por desgracia, primer ministro, las probabilidades de capturar al agente ipso facto no son muchas. En el pasado, en el verano de 1940, por ejemplo, cuando enviaron espías con vistas a la invasión, nos fue posible detener a los que llegaban porque los alemanes solían informar a los viejos agentes que ya tenían en suelo británico, señalándole con precisión el momento, lugar y modo en que iban a llegar los nuevos espías.

– Y los antiguos espías trabajaban para nosotros como agentes dobles.

– O estaban encerrados en una cárcel, sí. Pero en este caso, el mensaje dirigido al agente establecido aquí era muy ambiguo, sólo una frase en clave: ejecuta procedimientos de recepción uno.