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Asumimos que esa frase dice al agente todo lo que necesita saber. Desgraciadamente, a nosotros no nos dice nada. Sólo podemos hacer suposiciones acerca del modo en que proyectan introducirlo en el país. Y a menos que la suerte se alíe con nosotros, las probabilidades de capturarlo son mínimas, en el mejor de los casos, o sea, en el caso de tener alguna.

– ¡Maldita sea! -exclamó Churchill, al tiempo que su mano descendía hasta el brazo del sillón.

Se puso en pie y sirvió coñac para los dos. Contempló su vaso y murmuró algo para sí, como si se hubiera olvidado de la presencia de Vicary.

– ¿Recuerda la tarde de 1940 en que le pedí que entrara a colaborar con el MI-5?

_Claro, primer ministro.

– Tenía razón, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir?

– Se lo ha pasado en grande, ¿a que sí? Mírese, Alfred, es un hombre completamente distinto. Cielo santo, me gustaría tener un aspecto tan formidable como el suyo.

– Gracias, primer ministro.

– Ha hecho un trabajo fabuloso. Pero no servirá de nada si esos espías alemanes encuentran lo que andan buscando. ¿Entiende?

Vicary exhaló un prolongado suspiro,

– Me hago cargo de lo que está en juego, primer ministro.

– Quiero que les pare los pies, Alfred. Quiero que los aplaste.

Vicary parpadeó con rapidez e, inconscientemente, se llevó las manos al bolsillo de la pechera en busca de sus gafas de lectura de cristales de media luna. El cigarro de Churchill se le había apagado en la mano. Lo volvió a encender y se concedió un momento para disfrutar tranquilamente del tabaco.

– ¿Cómo está Boothby? -preguntó Churchill por último.

Vicary suspiró.

– Como siempre, primer ministro.

– ¿Le respalda a usted?

– Quiere que le informen de todo lo que hago. Estar al corriente.

– Por escrito, supongo. A Boothby le vuelve loco eso de tener todas las cosas por escrito. La oficina de ese hombre emplea más condenado papel que The Times.

Vicary se permitió una suave risita entre dientes.

– No se lo dije nunca, Alfred, pero albergaba serias dudas de que pudiera tener éxito. De que realmente se las arreglase bien operando en el mundo del espionaje militar. Ah, jamás dudé de que tuviera cerebro, inteligencia. Pero no acababa de convencerme de que poseyese la clase de astucia taimada que se precisa para ser un buen agente del servicio de inteligencia. Y también dudaba de que fuese lo bastante duro.

Las palabras de Churchill dejaron a Vicary de piedra.

– Y ahora, ¿por qué me mira así? Es uno de los hombres más decentes que he conocido. Por regla general, los hombres que triunfan en la actividad a la que se dedica usted en estos momentos son individuos como Boothby. Arrestaría a su propia madre si creyera que eso iba a significar un ascenso en su carrera. O asestaría una puñalada por la espalda a un enemigo.

– Pero yo he cambiado, primer ministro. He hecho cosas que ni por lo más remoto me creía capaz de hacer. Y también he hecho cosas de las que estoy avergonzado.

– ¿Avergonzado? -Churchill parecía perplejo.

– Cuando uno trabaja de deshollinador de chimeneas, uno se mancha de negro los dedos -dijo Vicary-. Sir James Harris escribió esas palabras cuando ejercía el cargo de ministro en La Haya en 1785. Detestaba que le pidieran que pagara sobornos a espías y confidentes. A veces, me gustaría que eso fuera tan sencillo.

Vicary recordaba una noche de septiembre de 1940. Su equipo y él permanecían escondidos entre los brezos de la cumbre de un acantilado que dominaba una playa rocosa de Cornualles. Se protegían de la helada lluvia bajo una lona negra impermeabilizada. Vicary sabía que el alemán iba a llegar aquella noche; la Abwehr había pedido a Karl Becker que organizase una partida de recepción. Vicary recordaba que el alemán apenas era un muchacho y que cuando alcanzó la playa en la balsa neumática se encontraba medio muerto de frío. Cayó en los brazos de los hombres de la Sección Especial y no pudo hacer más que balbucear incoherencias en alemán, feliz por el simple hecho de estar vivo. Su documentación era de pena, los billetes de sus doscientas libras estaban falsificados burdamente, su inglés se limitaba a unas cuantas frases vulgares de cortesía más o menos bien ensayadas. Era tan malo que Vicary no tuvo más remedio que efectuar el interrogatorio en alemán. A aquel espía le asignaron la misión de reunir informes sobre las defensas costeras y, cuando se produjese la invasión, realizar acciones de sabotaje. Vicary llegó a la conclusión de que era un elemento inútil. Se preguntó cuántos como él tendría Canaris: mal adiestrados, peor equipados y financiados, virtualmente sin la menor posibilidad de éxito. El mantenimiento de la compleja campaña de engaño del MI-5 requería la ejecución de algún que otro espía, de forma que Vicary recomendó que lo ahorcasen. Asistió a la mañana siguiente a dicha ejecución, en la cárcel de Wandsworth, y jamás olvidaría la expresión de los ojos del espía cuando el verdugo le pasó la capucha por la cabeza.

– Tiene que convertir su corazón en una piedra, Alfred -recomendó Churchill con ronco susurro-. No tenemos tiempo para sentimientos como la vergüenza o la compasión, ninguno de nosotros. Ahora, no. Debe desprenderse de los restos de ética y moral que aún le queden, prescindir de cuantos sentimientos de bondad humana posea todavía y hacer lo que sea necesario para alcanzar la victoria. ¿Está claro?

– Está claro, primer ministro.

Churchill se inclinó hacia adelante, acercándosele, y dijo en tono de confesionario:

– Respecto a la guerra, hay una desdichada verdad. Si bien a un hombre le es virtualmente imposible ganar una guerra, sí le es absolutamente posible a un hombre perderla. -Churchill hizo una pausa-. Por el bien de nuestra amistad, Alfred, no sea usted ese hombre.

Impresionado por la advertencia de Churchill, Vicary recogió sus cosas y se dispuso a salir. Abrió la puerta y salió al pasillo. En el cuadro meteorológico de la pared, actualizado hora tras hora, se leía lluvioso. A su espalda, Vicary oyó a Winston Churchill, a solas en su cámara subterránea, murmurar algo para sí. Vicary tardó unos segundos en entender lo que el primer ministro decía.

– Condenado tiempo inglés -farfullaba Churchill-. Condenado tiempo inglés.

Instintivamente, Vicary solía buscar pistas en el pasado. Leyó y releyó los mensajes, previamente descifrados, que los agentes establecidos en Gran Bretaña enviaron a los operadores de radio de Hamburgo. Los mensajes remitidos desde Hamburgo a los agentes radicados en Gran Bretaña. Los historiales e incluso los casos en los que había intervenido él. Leyó el informe final de uno de los primeros casos que había llevado, un incidente que concluyó en el norte de Escocia, en un lugar acertadamente llamado cabo de la Ira. Leyó la carta de recomendación, incluida en su historial, que a regañadientes había tenido que escribir sir Basil Boothby, jefe de división, copia remitida a Winston Churchill, primer ministro. Una vez más, Vicary volvió a sentirse orgulloso de sí mismo.

Harry Dalton iba y venía a toda velocidad del despacho de Vicary al Registro, y viceversa, llevando nuevos documentos en una dirección y devolviendo los antiguos en la otra. Otros funcionarios, al darse cuenta de la creciente tensión que se desarrollaba en el despacho de Vicary, empezaron a pasar por delante de la puerta, por parejas o de tres en tres, como automovilistas que circulan por el punto donde se ha producido un accidente: mirando hacia otra parte, lanzando rápidos, disimulados y temerosos vistazos de soslayo. Cuando Vicary concluía con una remesa de expedientes, Harry preguntaba:

– ¿Has descubierto algo?

Vicary fruncía el ceño con gesto de fastidio y confesaba:

– No, maldita sea.

Hacia las dos de la tarde, las paredes se le venían encima. Se había fumado demasiados cigarrillos y bebido demasiadas tazas de té turbio.

– Necesito un poco de aire fresco, Harry.

– Sal un par de horas. Te sentará bien.

– Voy a dar un paseo… Almorzaré un poco, quizá.

– ¿Te acompaño?

– No, gracias.

Mientras Vicary caminaba por el Embankment, una fría llovizna descendía sobre Westminster, casi flotando como el humo de una batalla cercana. Un viento glacial subía del río, provocaba el batir de los viejos letreros de las calles, silbaba al pasar por el montón de madera astillada y ladrillos rotos que ocupaban lo que en otro tiempo había sido un espléndido edificio. Vicary avanzó rápidamente con su mecánica cojera de articulaciones rígidas, agachada la cabeza, hundidas las manos en los bolsillos del gabán. Cualquier desconocido que se hubiera cruzado con él habría supuesto que aquel hombre llegaba tarde a una cita importante o huía de una reunión desagradable.

La Abwehr tenía diversos sistemas para introducir agentes en Gran Bretaña. Muchos de ellos habían llegado en pequeñas barcas botadas desde submarinos. Vicary acababa de leer los informes relativos a los agentes dobles cuyos nombres en clave eran Mutt y Jeff; pusieron pie en la costa, tras vadear un trecho desde el hidroavión Arado que los dejó cerca de la aldea de pescadores de arenques de MacDuff, en el Moray Firth. Vicary ya había avisado a los guardacostas de la Armada Real que extremaran la vigilancia. Pero el litoral inglés se extendía a lo largo de muchos miles de kilómetros, era imposible cubrirlo por entero, y las probabilidades de coger a un agente en una playa oscura eran muy escasas.

La Abwehr había lanzado en paracaídas numerosos espías sobre Gran Bretaña. Era imposible de todo punto tener bajo vigilancia hasta el último centímetro cuadrado de espacio aéreo, pero Vicary había pedido a la RAF que estuviera ojo avizor para localizar cualquier aparato extraño que apareciese en tal espacio aéreo.

La Abwehr había lanzado agentes en Irlanda y en el Ulster. Para llegar a Inglaterra tuvieron que tomar el transbordador. Vicary había encarecido a los maquinistas de los transbordadores, en Liverpool, que tomasen nota de cualquier pasajero extraño: alguien que diera la sensación de no estar familiarizado con la rutina del transbordador, que no se sintiera muy a gusto con el idioma o con la moneda. No les podía dar una descripción más exacta porque no la tenía.