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La viveza del paso y la frialdad de la temperatura le despertaron el apetito. Entró en una taberna próxima a la estación Victoria y pidió un pastel de verduras y media jarra de cerveza.

«Tienes que convertir tu corazón en una piedra», le había dicho Churchill.

Por desgracia, eso ya lo había hecho bastante tiempo atrás. Helen… Era la hija mimada y atractiva de un acaudalado industrial y Vicary, en contra de toda su sensatez y buen juicio, se enamoró de ella perdidamente. Sus relaciones empezaron a desmoronarse la tarde en que hicieron el amor por primera vez. El padre de Helen percibió los indicios correctamente: el modo en que se llevaban cogidas las manos al volver del lago, la forma en que Helen acarició el pelo, que ya clareaba, de Vicary. Aquella misma noche convocó a Helen para mantener con ella una conversación privada. Bajo ninguna circunstancia iba a permitirle casarse con el hijo de un empleado de banca de tres al cuarto que estudiaba en la universidad gracias a una beca. Helen recibió la orden explícita y terminante de cortar de raíz aquellas relaciones con la máxima rapidez y quietud posibles. Y la muchacha hizo exactamente lo que se le dijo. Era esa clase de chica. Vicary nunca le guardó rencor, antes al contrario, seguía enamorado de ella. Pero perdió algo aquel día. Supuso que era la capacidad de confiar. Se preguntaba si la recuperaría alguna vez.

«A un hombre le es virtualmente imposible ganar una guerra…» Vicary pensó: «Maldito sea el Viejo por cargarme eso sobre los hombros».

La tabernera, una mujer bien nutrida, apareció ante la mesa.

– ¿Tan malo está eso, querido?

Vicary bajó la mirada sobre el plato. Había puesto a un lado las zanahorias y las patatas y con la punta del cuchillo, inconsciente, distraídamente, había trazado un dibujo en el resto del pastel. Observó el plato con más atención y se dio cuenta de que había dibujado un mapa de Inglaterra en la espesa salsa de color pardo.

Pensó: «¿Dónde habrá aterrizado el maldito espía?».

– Estaba estupendo -respondió Vicary cortésmente, al tiempo que tendía el plato a la mujer-. Lo que pasa es que no tenía tanta hambre como supuse.

De nuevo en la calle, Vicary se subió el cuello del abrigo y echó a andar hacia el despacho.

«Sí le es absolutamente posible a un hombre perderla.»

Las secas hojas de los árboles chasqueaban al paso de Vicary mientras éste apresuraba la marcha por el Birdcage Walk. La última claridad de la tarde se retiraba sin ofrecer apenas resistencia. En la penumbra cada vez más densa del anochecer, Vicary vio cerrarse como párpados las negras cortinas de las ventanas que dominaban St. Jame’s Park. Se imaginó a Helen detrás de una de aquellas ventanas. observándole caminara ritmo rápido por el paseo. Se entretuvo concibiendo una bonita fábula: resolviendo el caso, arrestando a los espías y ganando la guerra, demostraría ser un hombre lo bastante valioso para ella y Helen volvería a él.

«No eres esa clase de hombre.»

Churchill había dicho algo más; se había lamentado de la lluvia incesante. El primer ministro, sano y salvo al abrigo de su fortaleza subterránea, se quejaba del tiempo.

Sin mostrar su placa de identificación, Vicary pasó raudo por delante del centinela que montaba guardia a la puerta de la sede del Ml-5.

– ¿Alguna idea? -le preguntó Harry, al verle entrar en el despacho.

– Quizá. Si necesitases colar de golpe y porrazo un espía en el país, Harry, ¿qué ruta utilizarías?

– Supongo que lo haría por el este: Kent, East Anglia o incluso por la parte oriental de Escocia.

– Precisamente lo que pensaba.

– ¿Y…?

– Si se te conminara a realizar una operación rápida, ¿qué sistema de transporte emplearías?

– Eso depende.

– ¡Vamos, Harry!

– Supongo que recurriría al avión.

– ¿Por qué no un submarino, hacer llegar al espía a la costa a bordo de una balsa?

– Porque es más fácil encontrar disponible a corto plazo un avión pequeño que un precioso submarino.

– Exactamente, Harry. ¿Y qué necesitas para soltar un espía sobre Inglaterra desde un avión?

– Que haga un tiempo decente, sin ir más lejos.

– Correcto otra vez, Harry.

Vicary descolgó bruscamente el receptor del teléfono y aguardó a que la operadora entrase en línea.

– Aquí, Vicary. Póngame inmediatamente con el servicio meteorológico de la RAF.

Instantes después, una joven respondía a la llamada.

– ¿Dígame?

– Aquí, Vicary, de la Oficina de Guerra. Necesito cierta información sobre las previsiones meteorológicas.

– Vaya temporadita antipática que llevamos, ¿verdad?

– Sí, sí -convino Vicary, impaciente-. ¿Cuándo va a cambiar por el este?

– Esperamos que el sistema actual se aleje mañana por la tarde, en algún momento.

– ¿Y tendremos cielos claros?

– Como el cristal.

– ¡Maldición!

– Pero no durará mucho. Por detrás llega otro frente, que avanza con rapidez a través del país en dirección sureste.

– ¿A cuánta distancia por detrás?

– Es difícil pronosticarlo. Probablemente de doce a dieciocho horas.

– ¿Y después?

– Durante la semana que viene, todo el país estará metido en la sopa, nevadas y lluvias intermitentes.

– Gracias.

Vicary colgó el teléfono y se volvió hacia Harry.

– Si tu teoría se confirma, nuestro agente intentará entrar en el país, lanzándose en paracaídas, mañana por la noche.

13

Hampton Sands (Norfolk)

El trayecto en bicicleta hasta la playa le llevaba normalmente unos cinco minutos. Entrada la tarde, Sean Dogherty lo cronometró de nuevo para estar más seguro. Pedaleó con cuidado, sin prisas, a ritmo normal, inclinada la cabeza contra la brisa marina, que había refrescado. Deseó que la bicicleta se encontrase en mejores condiciones. Como la propia Inglaterra en tiempos de guerra, estaba maltratada, deteriorada, necesitada de un repaso a fondo. Cada vuelta de los pedales producía chirridos y repiqueteos ominosos. La cadena pedía a gritos una mano de aceite, que escaseaba lo suyo, y los neumáticos estaban tan gastados y tenían tantos parches y remiendos que Dogherty lo mismo hubiera podido prescindir de ellos y rodar sobre las llantas.

La lluvia había amainado al mediodía. Gruesos, dispersos nubarrones flotaban sobre la cabeza de Dogherty como globos cautivos que se hubieran soltado de sus amarras. Tras ellos, el sol flameaba suspendido en el horizonte como una bola de fuego. Una espléndida luz color naranja incendiaba los pantanos y las faldas de los montes.

Dogherty notó que en su pecho crecía una intensa agitación. No había experimentado nada semejante desde la primera vez que se reunió en Londres con su contacto de la Abwehr, al principio de la guerra.

La carretera terminaba en un bosquecillo de pinos, al pie de las dunas. Un letrero deteriorado por la intemperie advertía de la existencia de minas en la playa; Dogherty, lo mismo que todos los vecinos de Hampton Sands, sabía que allí no había mina alguna. En la cesta de la bicicleta, Dogherty llevaba un bote cerrado con poco más de un litro de preciosa gasolina. Lo cogió, empujó la bicicleta hacia el interior del pinar y la apoyó cuidadosamente contra el tronco de un árbol.

Dogherty consultó su reloj: exactamente cinco minutos.

Un sendero se adentraba entre los pinos. Dogherty avanzó por él, la arena y las agujas de pino secas crujieron bajo sus pies, y luego continuó a través de las dunas. El estruendo de las olas rompientes llenaba el aire.

El mar apareció ante Dogherty. La pleamar había alcanzado su altura máxima dos horas antes. Ahora descendía la marea rápida y pronunciadamente. Para la medianoche, momento en que estaba programado el lanzamiento, habría una amplia y llana franja de arena endurecida a lo largo de la orilla del agua; un espacio perfecto para el aterrizaje de un agente lanzado en paracaídas.

Dogherty tenía aquella playa para su uso exclusivo. Regresó al pinar y dedicó los cinco minutos siguientes a recoger leña suficiente para tres pequeñas fogatas de señales. Tuvo que hacer cuatro viajes para llevar la leña a la playa. Comprobó la dirección del viento y calculó su velocidad: del noreste, unos treinta y dos kilómetros por hora. Dogherty formó los tres montones de leña separados veinte metros entre sí y en la línea recta que indicaba la dirección del viento.

El crepúsculo agonizaba. Dogherty abrió el bote de gasolina y roció la leña con el combustible. Aquella noche iba a esperar junto a su radio hasta recibir la señal de Hamburgo indicándole que el avión se acercaba. Entonces montaría en la bicicleta, se llegaría a la playa, encendería las fogatas y recibiría al agente. Sencillo, si todo salía conforme al plan.

Dogherty se dispuso a cruzar la playa de vuelta. Y entonces vio a Mary de pie en las dunas; la silueta de la mujer, que tenía los brazos cruzados bajo los senos, se recortaba contra la última claridad del ocaso. El aire le lanzaba hebras de su pelo sobre el rostro. Dogherty le había contado la noche anterior que la Abwher le acababa de pedir que recogiera a un agente. Pidió a Mary se ausentara de Hampton Sands hasta que el asunto hubiese acabado; tenían amigos y familiares en Londres con los que ella podría pasar una temporada. Mary se negó a marchar. Desde entonces, no le había vuelto a dirigir la palabra. Daban tumbos por las estrechuras de la casita sumidos en colérico silencio, desviada siempre la vista. Mary golpeando las ollas contra el hornillo y rompiendo platos y tazas a causa de la tensión de sus nervios. Era como si se hubiera quedado allí sólo para castigarle con su presencia.

Para cuando Dogherty llegó a lo alto de las dunas, Mary ya se había retirado. Dogherty continuó por el sendero hasta el lugar donde dejara la bicicleta. Mary se la había llevado. Dogherty pensó: «Otra escaramuza en nuestra guerra de silencio». Se subió el cuello para hacer frente al viento y caminó de vuelta a la casa de campo.

Jenny Colville había descubierto aquel sitio cuando contaba diez años: una pequeña depresión entre los pinos, a unos centenares de metros de la carretera, protegida del viento por un par de enormes peñascos. Un escondrijo perfecto. La muchacha se había preparado una tosca cocina de campaña formando un círculo de piedras y colocando encima una pequeña parrilla de metal. Dispuso allí ahora lo preciso para encender la lumbre -agujas de pino, hierbas secas de las dunas, ramitas caídas de los árboles-, encendió una cerilla y aplicó la llama. Sopló suavemente y al cabo de unos segundos el fuego crepitó y cobró vida.