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Guardaba allí una cajita oculta debajo de las rocas, cubierta con una capa de agujas de pino. Jenny levantó la tapa de la caja y sacó lo que contenía, una raída manta de lana, un potecito metálico, un despostillado tazón de porcelana y una lata de té seco en polvo. Desplegó la manta y la tendió en el suelo, junto a la lumbre. Se sentó y empezó a calentarse las manos al amor de las llamas.

Dos años atrás, un aldeano encontró las cosas de Jenny y llegó a la conclusión de que en la playa vivía un gitano. Lo cual provocó en Hampton Sands una conmoción tremenda, como no se había visto desde el incendio de St. John’s de 1912. Durante un tiempo Jenny se abstuvo de aparecer por allí. Pero el escándalo se apaciguó rápidamente y la muchacha pudo volver.

Se extinguieron las llamas, que dejaron una capa de relucientes brasas rojas. Jenny llenó el pote con agua de una cantimplora que había llevado de casa. Puso el recipiente encima de la parrilla y esperó a que el agua rompiese a hervir, mientras escuchaba los rumores del mar y el silbido del viento al pasar entre los pinos.

Como siempre, el lugar desplegó su magia.

La joven empezó a olvidar sus problemas… su padre.

Aquella tarde, poco antes, al llegar a casa tras salir del colegio, se lo encontró sentado a la mesa de la cocina, borracho. No tardó en mostrarse agresivo, después colérico y finalmente violento. Siempre se desahogaba con la persona más próxima a él; inevitablemente, esa persona era Jenny. La muchacha decidió soslayar la paliza antes de que se produjera. Le preparó un plato de bocadillos y un puchero de té y se lo puso encima de la mesa. El hombre no dijo nada, no manifestó interés por saber a dónde iba su hija, mientras Jenny se ponía el abrigo y salía por la puerta.

El agua empezó a hervir y Jenny añadió el té, tapó el recipiente y lo retiró de la lumbre. Pensó en las otras muchachas del pueblo. En aquel momento estarían en casa, sentadas a la mesa con sus padres, a punto de cenar, comentando los acontecimientos de la jornada, y no ocultándose entre los árboles próximos a la playa, sin más compañía que el ruido de las olas al romper sobre la arena y una taza de té en las manos. Eso la hacía a ella distinta, más adulta, más espabilada. La habían privado de su infancia, de su etapa de inocencia, la habían obligado a afrontar prematuramente, en una época temprana de su vida, la circunstancia de que el mundo podía ser un lugar perverso.

«¡Dios! ¿Por qué me odia tanto? ¿Qué daño he podido causarle alguna vez?»

Mary se había esforzado cuanto pudo para explicarle el comportamiento de Martin Colville. «Él te quiere -le había dicho Mary infinidad de veces-, pero se siente herido, enojado e infeliz y la emprende con la persona a la que más aprecia.»

Jenny había intentado ponerse en el lugar de su padre. Recordaba confusamente el día en que su madre hizo las maletas y se marchó. Recordaba a su padre rogando y suplicando que se quedara. Recordaba la expresión de su cara cuando ella se negó, recordaba el ruido de los vasos hechos añicos, de los platos estrellados contra el suelo, las cosas horribles que se dijeron el uno al otro, Durante muchos años, no se le dijo a Jenny a dónde se había ido su madre; era una cuestión que sencillamente no se trataba. Cuando Jenny se atrevía a preguntar a su padre, éste daba la callada por respuesta, sumiéndose en un silencio tormentoso. Mary fue la que al final se lo contó. La madre de Jenny se había enamorado de un hombre de Birmingham, tuvo una aventura con él y ahora vivían juntos. Cuando Jenny le preguntó por qué su madre no había intentado ponerse en contacto con ella, con su hija, Mary no pudo contestar. Para empeorar las cosas, Mary le dijo a Jenny que se había convertido en la propia imagen de su madre. Jenny carecía de pruebas de ello, el último recuerdo qué tenía de su madre era el de una mujer desesperada y furiosa, con los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, y su padre había destruido mucho tiempo atrás todas las fotos de la mujer.

Jenny vertió té en la taza de porcelana esmaltada y la mantuvo cerca del rostro para aprovechar su calor. Soplaban ráfagas de viento que agitaban el dosel formado por las ramas de pino sobre la cabeza de la joven. Apareció la luna, seguida por las primeras estrellas. Jenny comprendió que iba a ser una noche muy fría. No iba a poder quedarse allí mucho rato. Echó a la lumbre un par de trozos de leña de cierta consistencia y observó el bailoteo de las sombras sobre las rocas. Acabó el té, se encogió hasta hacerse un ovillo y utilizó las manos a guisa de almohada.

Se imaginó a sí misma en algún otro lugar, en cualquier sitio, menos en Hampton Sands. Anhelaba hacer algo importante y no volver nunca más. Tenía dieciséis años. Algunas chicas mayores que ella de los pueblos circundantes se habían ido a Londres y a otras grandes ciudades para hacerse cargo de empleos que dejaron vacantes los hombres. Encontraría trabajo en alguna fábrica, atendería mesas en un café, cualquier cosa…

Empezaba a amodorrarse rumbo al sueño cuando le pareció oír un ruido procedente de algún punto próximo al mar. Durante unos segundos estuvo preguntándose si realmente vivirían gitanos en la playa. Sobresaltada, Jenny se puso en pie. El pinar terminaba en las dunas. Avanzó cautelosamente a través del bosquecillo, porque oscurecía a marchas forzadas, y emprendió la subida de la ladera de arena. Hizo una pausa en lo alto de la duna, con las hierbas agitándose a sus pies, impulsadas por el viento y miró hacia el punto de donde llegaba el ruido. Vio una figura vestida con chubasquero, botas de goma y sombrero impermeable de marino.

Sean Dogherty.

Parecía estar acumulando leña, andaba de aquí para allá, como si calculase distancias. Quizá Mary tenía razón. Tal vez Sean estuviera volviéndose loco.

Jenny avistó entonces a otra figura en la cima de las dunas. Era Mary, que, de pie allí frente al viento, cruzada de brazos, observaba a Sean en silencio. Luego, Mary dio media vuelta y se alejó tranquilamente, sin esperar a Sean.

Cuando Sean se perdió de vista, Jenny apagó las brasas vertiendo agua de la cantimplora, recogió sus cosas y pedaleó de vuelta a casa. Al llegar, la encontró desierta, fría y a oscuras. Su padre se había ido, el fuego del hogar llevaba bastante rato apagado. No encontró nota alguna que diese cuenta del paradero de su padre. Permaneció cierto tiempo tendida en la cama, despierta, mientras escuchaba el rumor del viento y revivía la escena de la que acababa de ser testigo en la playa. Había allí algo raro, concluyó. Algo muy raro, desde luego.

– Tiene que haber alguna cosa que podamos hacer, Harry, seguro -dijo Vicary, mientras paseaba por el despacho.

– Hemos hecho todo lo que podemos hacer, Alfred.

– Quizás deberíamos verificarlo otra vez con la RAF.

– Acabo de hablar con la RAF.

– ¿Algo nuevo?

– Nada.

– Bueno, llamaré a la Armada Real.

– Acabo de hablar por teléfono con la Ciudadela.

– ¿y?

– Nada.

– ¡Dios!

– Tienes que tener paciencia.

– La naturaleza no me dotó de la virtud de la paciencia, Harry.

– Ya lo he notado.

– ¿Qué más hay…?

– He llamado al transbordador de Liverpool.

– ¿Y bien?

– Suspendido el servicio a causa del mal estado del mar.

– De modo que esta noche no llegarán procedentes de Irlanda.

– No es condenadamente probable.

– Tal vez hemos abordado esto desde una dirección equivocada, Harry.

– ¿Qué quieres decir?

– Quizá deberíamos proyectar nuestra atención sobre la posibilidad de que los dos agentes se encuentren ya en Gran Bretaña.

– Te escucho.

– Volvamos a los registros de pasaportes e inmigración.

– Por Dios, Alfred, no han cambiado desde 1940. Hicimos una redada de sospechosos de espionaje e internamos a todos los que nos ofrecieron dudas.

– Ya lo sé, Harry. Pero puede que pasáramos algo por alto.

– ¿Como qué?

– ¿Cómo diablos quieres que lo sepa?

– Me haré con los expedientes. No perdemos nada.

– Quizá nos ha abandonado la suerte.

– Alfred, en mis buenos tiempos conocí a montones de agentes con suerte.

– ¿Sí, Harry?

– Pero jamás conocí a un solo agente holgazán que tuviera suerte.

– ¿A dónde quieres ir a parar.

– Traeré los expedientes y prepararé té.

Sean Dogherty se deslizó por la puerta trasera de la casita y caminó por la senda en dirección al establo. Vestía un grueso jersey y un impermeable y llevaba un farol de petróleo. Las últimas nubes habían desaparecido de las alturas. El cielo era un manto de color azul oscuro, cuajado de estrellas y presidido por la luna. El aire era glacialmente cortante.

Baló una oveja cuando Dogherty abrió la puerta y entró en el granero. El animal se había enredado en una cerca aquel día. Al forcejear en su intento de liberarse no sólo se desgarró una pata, sino que ademas hizo un boquete en la cerca. Ahora yacía en un rincón del granero, tendida sobre un montón de heno.

Dogherty encendió la radio y empezó a cambiar la venda, mientras tarareaba quedamente para calmar los nervios. Retiró la gasa ensangrentada, la cambió por otra limpia y la fijó en su sitio asegurándola con esparadrapo.

Admiraba su obra cuando la radio empezó a crepitar. Dogherty cruzó en dos zancadas el granero y se puso los auriculares. El mensaje fue breve. Dogherty remitió la señal de acuse de recibo y salió disparado del granero.

El trayecto hasta la playa lo cubrió en menos de tres minutos.

Dogherty desmontó al final de la carretera y empujó la bicicleta entre los árboles. Subió por las dunas, descendió por el otro lado y corrió a través de la playa. Los montones de leña estaban intactos, listos para convertirse en señales. Dogherty oyó a lo lejos el sordo zumbido de un avión.