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Caso cerrado.

Seis horas después, la furgoneta dejaba atrás la aldea de Whitchurch, en las West Midlands, y torcía por un áspero camino que bordeaba la linde de un campo de cebada. La sepultura había sido excavada la noche anterior, lo bastante honda como para ocultar un cadáver, pero no lo suficiente como para que no pudiera descubrirse nunca.

La asesina arrastró el cuerpo de Beatrice Pymm desde la parte posterior de la furgoneta y luego le quitó las ensangrentadas ropas. Cogió por los pies el cadáver desnudo y lo llevó a rastras hasta la tumba. Regresó entonces a la parte trasera de la furgoneta y tomó tres cosas: una maza de hierro, un ladrillo de color rojo y una pala pequeña.

Aquella era la parte de la misión que más le aterraba; por varias razones, era peor que el propio asesinato. Soltó los tres objetos junto al cadáver e hizo acopio de valor. Combatió como pudo la oleada de náuseas, empuñó la maza con la mano enguantada, la levantó y la abatió con fuerza para aplastar la nariz de Beatrice Pymm.

Cuando todo estuvo cumplido, apenas tenía ánimo para mirar lo que quedaba del semblante de Beatrice Pymm. Utilizando primero la maza y después el ladrillo había convertido la cabeza de la víctima en un amasijo de sangre, tejido, huesos destrozados y piezas dentarias rotas.

Había logrado el efecto que pretendía: las facciones quedaron borradas, el rostro irreconocible.

Había hecho todo lo que le ordenaron que hiciese. Ella tenía que ser distinta. La habían entrenado en un campamento especial a lo largo de muchos meses, durante un período bastante más prolongado que el de otros agentes. La iban a plantar a bastante más profundidad. Por eso había tenido que matar a Beatrice Pymm. No derrocharía su tiempo haciendo lo que podían hacer otros agentes menos dotados: efectuar recuento de tropas, controlar ferrocarriles, evaluar daños producidos por bombardeos. Eso era fácil. A ella la reservarían para misiones mejores y más importantes. Iba a ser una bomba de relojería, cuyo tictac iba a sonar durante bastante tiempo en Inglaterra, en tanto aguardaba a que la activasen, en tanto esperaba el momento de estallar.

Apoyó una bota en las costillas de su víctima y le dio un empujón. El cadáver cayó dentro de la fosa. Cubrió el cuerpo de tierra. Recogió las prendas de ropa manchadas de sangre y las echó en la parte de atrás de la furgoneta. Tomó del asiento delantero un bolso de mano que contenía una cartera y un pasaporte holandés. En la cartera había diversos documentos de identificación, un permiso de conducir expedido en Amsterdam y la fotografía de una familia holandesa sonriente y regordeta.

Todo falsificado en Berlín por la Abwehr.

Arrojó el bolso entre los árboles que bordeaban el campo de cebada, a escasos metros de la tumba. Si todo salía de acuerdo con el plan, el cuerpo mutilado y en avanzado estado de descomposición se descubriría al cabo de unos cuantos meses, junto con el bolso de mano. Las autoridades policíacas creerían que la mujer muerta era Christa Kunt, una turista holandesa que había entrado en el país en octubre de 1938 y cuyas vacaciones tuvieron un fin desdichado y violento.

Antes de marcharse, la asesina lanzó una última mirada a la tumba. Sintió un ramalazo de pena por Beatrice Pymm. En la muerte, le habían robado el rostro y el nombre.

Y algo más: la asesina también había perdido su propia identidad. Durante seis meses había vivido en Holanda, porque el holandés era uno de sus idiomas. Se había fabricado cuidadosamente un pasado, votó en las elecciones locales de Amsterdam e incluso se permitió el lujo de tener un amante joven, un muchacho de diecinueve años con un enorme apetito y una no menos inmensa voluntad de aprender cosas nuevas. Ahora, Christa Kunt yacía en el fondo de una sepultura poco profunda, al borde de un campo de cebada inglés.

A la mañana siguiente, la asesina asumiría una nueva identidad. Pero esa noche no era nadie.

Repostó y condujo la furgoneta durante veinte minutos. La aldea de Alderton, lo mismo que Beatrice Pymm, había sido seleccionada meticulosamente: un lugar donde no se repararía de inmediato en una furgoneta que era pasto de las llamas en plena noche.

Bajó la motocicleta haciéndola rodar por un grueso y pesado tablón de madera, tarea bastante ardua incluso para un hombre fuerte. Bregó con la moto y cedió cuando estaba a un metro de la carretera. La motocicleta se estrelló contra el suelo con estrépito, el único fallo que la mujer cometió en toda la noche.

Levantó la moto y la hizo rodar, con el motor apagado, cuarenta y cinco metros, carretera adelante. En uno de los bidones aún quedaba algo de gasolina. La vació dentro de la furgoneta, si bien vertió la mayor parte del combustible sobre las ropas ensangrentadas de Beatrice Pymm.

Para cuando la furgoneta se había convertido en una bola de fuego, la mujer ya había puesto en marcha la moto. Contempló durante unos segundos la furgoneta incendiada, la claridad de color naranja que onduló sobre los áridos campos y la hilera de árboles que se erguían más allá

Luego encaró la motocicleta hacia el sur y se dirigió a Londres.

2

Oyster Bay (Nueva York), agosto de 1939

Dorothy Lauterbach consideraba su señorial mansión de piedra la más hermosa de la Costa Norte. Casi todos sus amigos se mostraban de acuerdo, porque Dorothy era rica y deseaban que los Lauterbach los invitasen a las dos fiestas que organizaban todos los veranos, un guateque bullanguero y cumplidamente alcohólico que tenía efecto en el mes de junio y una recepción algo más comedida que solía celebrarse a últimos de agosto, cuando la temporada estival languidecía rumbo a un punto final melancólico.

La parte posterior de la casa daba al Sound. Había una agradable playa de arena blanca transportada desde Massachusetts en camiones. Desde la playa hasta dicha parte posterior se extendían unos espacios de césped bien abonado, que de vez en cuando se interrumpían para servir de margen a los exquisitos jardines, la pista de arcilla roja y la piscina azul real.

Los sirvientes se habían levantado temprano para preparar a la familia su jornada de bien merecida inactividad y a tal efecto dispusieron el terreno de juego del croquet, así como la red de badminton que nunca iba a tocarse. También retiraron la funda de lona que cubría una lancha motora cuyas amarras jamás se desatarían del muelle, En cierta ocasión, un criado tuvo la audacia de comentarle a la señora Lauterbach lo absurdo de aquel rito cotidiano; la señora Lauterbach le replicó de forma brusca y nunca más volvió a cuestionarse aquella práctica. Aquellos juguetes se montaban todas y cada una de las mañanas sólo para estar a tono con la tristeza de una decoración de Navidad desplegada en el mes de mayo, hasta que volvían a desmontarse ceremoniosamente con la puesta de sol y se retiraban para permanecer guardados durante la noche.

La planta baja de la casa se extendía a lo largo del agua desde el solario hasta el salón, el comedor y, finalmente, la llamada sala Florida, aunque ningún otro miembro de la familia Lauterbach comprendía el motivo de la insistencia de Dorothy en denominarla así, sala Florida, cuando el sol estival de la Costa Norte no podía ser tan caluroso.

La casa se había comprado treinta años atrás, cuando los jóvenes Lauterbach daban por sentado que engendrarían un pequeño ejército de vástagos. Pero lo que produjeron, en cambio, fueron sólo dos hijas, ninguna de las cuales tuvo mucho interés en gozar de compañía de la otra: Margaret, una preciosa e inmensamente popular muchacha para la que alternar en sociedad era encontrarse como pez en el agua, y Jane. De modo que la casa se convirtió en un lugar apacible de cálido sol y colores suaves, donde la mayor parte de los ruidos los producían las cortinas cuando las agitaba la brisa gemebunda y la impaciente búsqueda de perfección en todas las cosas a la que Dorothy Lauterbach se entregaba continuamente.