Las criadas de Illyrio entraron, hicieron una reverencia y pusieron manos a la obra. Eran esclavas, un regalo de uno de los muchos amigos dothrakis del magíster; en la ciudad libre de Pentos no existía la esclavitud. La anciana, menuda y gris como un ratoncillo, nunca abría la boca, pero la jovencita lo compensaba con creces. Aquella chica de ojos azules y pelo rubio que no paraba de parlotear mientras trabajaba era, a sus dieciséis años, la favorita de Illyrio.
Le llenaron la bañera con agua caliente que habían subido de la cocina, y la perfumaron con aceites aromáticos. La jovencita ayudó a Dany a quitarse la túnica de algodón basto por encima de la cabeza y a meterse en la bañera. El agua estaba demasiado caliente, pero Daenerys no hizo ni un gesto, no dijo nada. Le gustaba el calor. La hacía sentir limpia. Además, su hermano le decía a menudo que nada era demasiado caliente para un Targaryen.
«Nuestra casa es la casa del dragón. Llevamos el fuego en la sangre», ésas eran sus palabras.
La anciana le lavó la larga cabellera, tan rubia que era casi plateada, y se la desenredó suavemente, siempre en el más completo silencio. La chica le frotaba la espalda y los pies, y le comentaba la suerte que tenía.
—Drogo es tan rico que hasta sus esclavos llevan collares de oro. En su khalasar cabalgan cien mil hombres, su palacio de Vaes Dothrak tiene doscientas habitaciones, todas con puertas de plata maciza.
Y siguió sin cesar, largo rato, acerca de lo guapo que era el khal, alto y valiente, audaz en la batalla, el mejor jinete que jamás había montado a lomos de un caballo, un arquero perfecto… Daenerys no dijo nada. Siempre había dado por supuesto que, cuando llegara a la mayoría de edad, se casaría con Viserys. Los Targaryen se habían casado entre hermanos durante siglos, desde que Aegon el Conquistador había desposado a sus hermanas. Viserys le había dicho mil veces que tenían que mantener pura la estirpe; por sus venas corría sangre de reyes, la sangre dorada de la vieja Valyria, la sangre del dragón. Los dragones no se apareaban con las bestias del campo, y los Targaryen no mezclaban su sangre con la de hombres inferiores. Pero ahora Viserys la vendía a un extraño, a un bárbaro.
Cuando estuvo aseada, las esclavas la ayudaron a salir del agua y la secaron con toallas. La chica le cepilló la cabellera hasta que quedó brillante como plata fundida, mientras la anciana la ungía con el perfume florespecia de las llanuras dothraki: una gota en cada muñeca, detrás de las orejas, en los pezones y la última, todo frescor, entre las piernas. La vistieron con las prendas etéreas que le había enviado el magíster Illyrio y le pusieron el vestido largo, de oscura seda color ciruela para que le resaltara el violeta de los ojos. La joven le calzó las sandalias doradas mientras la anciana le colocaba la diadema en el pelo y le deslizaba brazaletes de oro con incrustaciones de amatistas en las muñecas. Por último le pusieron el collar, un grueso torques dorado con grabados de antiguos jeroglíficos valyrianos.
—Ahora pareces toda una princesa —le dijo la chica asombrada cuando terminaron.
Dany contempló su imagen en el espejo azogado que Illyrio, siempre atento, le había proporcionado.
«Una princesa», pensó. Pero recordó lo que le había dicho la joven, que Khal Drogo era tan rico que hasta sus esclavos llevaban collares de oro. Sintió un escalofrío repentino y se le erizó el vello de los brazos desnudos.
Su hermano la esperaba en el fresco salón recibidor. Estaba sentado al borde de la piscina y removía el agua con los dedos. Al verla llegar, se levantó y la examinó con ojo crítico.
—Quédate ahí —le dijo—. Date la vuelta. Sí. Bien. Tienes un aspecto…
—Regio —intervino el magíster Illyrio, que en aquel momento cruzaba el arco de la entrada. Se movía con una delicadeza sorprendente para ser un hombre tan corpulento. Bajo las prendas sueltas de seda de colores llamativos, pliegues de grasa se le movían al caminar. Llevaba anillos en todos los dedos, y su criado le había aceitado la barba amarilla dividida en dos partes para que brillara como oro de verdad—. Que el Señor de la Luz os llene de bendiciones en este día venturoso, princesa Daenerys —añadió al tiempo que le tomaba la mano. Hizo una inclinación galante con la cabeza, y los dientes amarillentos y podridos se le asomaron durante un momento entre el oro de la barba—. Es una auténtica visión, Alteza, una auténtica visión —dijo a su hermano—. Drogo se quedará extasiado.
—Está muy flaca —replicó Viserys. Tenía el pelo rubio plata, como ella, y lo llevaba recogido hacia atrás y sujeto con un prendedor de huesodragón. Le daba un aspecto severo, que le enfatizaba los rasgos duros y huesudos del rostro. Apoyó la mano en el puño de la espada que le había prestado Illyrio—. ¿Estás seguro de que a Khal Drogo le gustan las mujeres tan jóvenes?
—Lo que importa es su linaje. Es suficientemente mayor para el khal —le respondió Illyrio por enésima vez—. Y miradla ahora. Ese pelo tan rubio, esos ojos púrpura… La sangre de la antigua Valyria corre por sus venas, no cabe duda, no cabe duda. Además, es la hija del viejo rey y la hermana del nuevo, Drogo enloquecerá por ella.
Cuando le soltó la mano, Dany se dio cuenta de que la suya temblaba.
—Tienes razón —dijo su hermano, titubeante—. A esos bárbaros les gustan cosas muy raras. Niños, caballos, ovejas…
—Será mejor que no se lo digáis a Khal Drogo —señaló Illyrio.
—¿Me tomas por idiota? —La ira relampagueó en los ojos lila de su hermano.
—Os tomo por un rey —contestó el magíster con una ligera reverencia—. Los reyes no adoptan las mismas precauciones que los hombres vulgares. Perdonadme si os he ofendido. —Se dio la vuelta y dio unas palmadas para llamar a los porteadores.
Las calles de Pentos estaban ya oscuras cuando se pusieron en marcha en el palanquín de Illyrio, decorado con tallas muy elaboradas. Dos criados caminaban delante para iluminarles el camino con recargadas lámparas de aceite de cristal azul claro, mientras una docena de hombres fuertes cargaban las varas sobre sus hombros. Dentro, tras las cortinas, hacía calor e iban demasiado apretados. Dany percibía con claridad el hedor de las carnes pálidas de Illyrio incluso a través de sus perfumes pegajosos.
Su hermano, que iba junto a ella tendido entre almohadones, no se dio cuenta. Su mente estaba muy lejos, al otro lado del mar Angosto.
—No nos hará falta todo su khalasar —dijo Viserys. Jugueteaba con el pomo de la espada prestada, aunque Dany sabía que nunca había blandido una por necesidad—. Me bastará con diez mil. Sí, con diez mil dothrakis puedo arrasar los Siete Reinos. Y hay otros que tampoco quieren al Usurpador. Tyrell, Redwyne, Darry, Greyjoy… Los de Dorne arden en deseos de vengar la muerte de Elia y de sus hijos. Y el pueblo llano estará con nosotros. Claman por su rey. —Miró a Illyrio con ansiedad—. ¿No es cierto?
—Son vuestro pueblo, y os aman —dijo el magíster Illyrio, afable—. A lo largo y ancho de todo el reino, en todos los poblados, los hombres brindan por vos en secreto y las mujeres bordan dragones en los estandartes y los esconden a la espera del día en que volváis cruzando las aguas. —Se encogió de hombros—. Al menos, eso me dicen mis agentes.
Dany no disponía de agentes ni de manera alguna de saber qué hacía o pensaba el pueblo al otro lado del mar Angosto, pero desconfiaba de las palabras aduladoras de Illyrio. En realidad, desconfiaba de todo lo que viniera de él. En cambio, su hermano asentía con entusiasmo.
—Yo mismo me encargaré de dar muerte al Usurpador —prometió el joven, que nunca había matado a nadie—, igual que él mató a mi hermano Rhaegar. Y también acabaré con Lannister, el Matarreyes, por lo que le hizo a mi padre.
—Eso sería de lo más apropiado —dijo el magíster Illyrio.