El sonido de la música y las canciones salía por las ventanas abiertas a su espalda. Jon no tenía el menor deseo de escuchar aquello. Se secó las lágrimas con la manga, enfadado por haberlas derramado, y se dio media vuelta para irse.
—Chico —lo llamó una voz. Jon se volvió. Tyrion Lannister estaba sentado en la cornisa sobre la puerta de la gran sala. Parecía una gárgola. El enano le sonrió desde donde estaba—. ¿Ese animal es un lobo?
—Es un huargo —dijo Jon—. Se llama Fantasma. —Miró al hombrecillo, y durante un momento olvidó su tristeza—. ¿Qué haces ahí arriba? ¿Por qué no estás en el banquete?
—Hace demasiado calor, hay demasiado ruido y he bebido demasiado vino —replicó el enano—. Hace tiempo descubrí que se considera de mala educación vomitar encima de tu hermano. ¿Puedo ver más de cerca tu lobo?
Jon titubeó un instante, luego asintió.
—¿Puedes bajar sólo o te traigo una escalera?
—Anda ya.
El hombrecillo se dio impulso y saltó de la cornisa. Jon dejó escapar una exclamación al ver asombrado cómo Tyrion Lannister giraba en el aire, caía sobre las manos y de un salto hacia atrás se ponía en pie.
Fantasma retrocedió, inseguro. El enano se sacudió el polvo y soltó una carcajada.
—Lo siento. Me parece que he asustado a tu lobo.
—No tiene miedo —dijo Jon. Se arrodilló y llamó al animal—. Ven aquí, Fantasma. Ven. Eso es.
El cachorro de lobo se acercó y hociqueó la mejilla de Jon, pero sin dejar de vigilar a Tyrion Lannister. Cuando el enano hizo gesto de ir a acariciarlo, retrocedió y le mostró los colmillos en un gruñido silencioso.
—Vaya, qué tímido —observó Lannister.
—Siéntate, Fantasma —ordenó Jon—. Eso es. Quieto. —Alzó la vista hacia el enano—. Ahora ya lo puedes tocar. No se moverá hasta que yo se lo diga. Le he enseñado.
—Ya lo veo —asintió Lannister. Acarició el pelaje níveo entre las orejas de Fantasma—. Qué lobo tan obediente —añadió.
—Si yo no estuviera aquí, te haría pedazos —dijo Jon. No era verdad, pero algún día lo sería.
—Entonces será mejor que no te alejes —dijo el enano. Inclinó la enorme cabeza a un lado y examinó a Jon con sus ojos desemparejados—. Soy Tyrion Lannister.
—Lo sé. —Jon se levantó. De pie, era más alto que el enano. Se sintió algo incómodo.
—Y tú eres el bastardo de Ned Stark, ¿no? —El muchacho sintió un frío que lo atravesaba. Apretó los labios y no respondió—. ¿Te he ofendido? —continuó Lannister—. Lo siento. Los enanos no necesitamos tener tacto. Generaciones de bufones con trajes de colorines me dan derecho a vestir mal y a decir todo lo que se me pase por la cabeza. —Sonrió—. Pero eres el bastardo.
—Lord Stark es mi padre —admitió Jon, tenso.
—Sí —dijo al final Lannister después de examinar su rostro—. Se nota. Hay más del norte en ti que en tus hermanos.
—Medio hermanos —lo corrigió Jon. El comentario del enano le había gustado, pero intentó que no se le notara.
—Permite que te dé un consejo, bastardo —siguió Lannister—. Nunca olvides qué eres, porque desde luego el mundo no lo va a olvidar. Conviértelo en tu mejor arma, así nunca será tu punto débil. Úsalo como armadura y nadie podrá utilizarlo para herirte.
—Qué sabrás tú lo que significa ser un bastardo. —Jon no estaba de humor para aceptar consejos de nadie.
—Todos los enanos son bastardos a los ojos de sus padres.
—Eres hijo legítimo, tu madre era la esposa del señor de Lannister.
—¿De verdad? —sonrió el enano sarcástico—. Pues díselo a él. Mi madre murió al darme a luz, y nunca ha estado muy seguro.
—Yo ni siquiera sé quién era mi madre —dijo Jon.
—Sin duda, una mujer. Como la mayoría de las madres. —Dedicó a Jon una sonrisa pesarosa—. Recuerda bien lo que te digo, chico. Todos los enanos pueden ser bastardos, pero no todos los bastardos son necesariamente enanos.
Sin decir más, se dio media vuelta, y renqueó hacia el banquete, silbando una melodía. Al abrir la puerta la luz se derramó por el patio y proyectó su sombra contra el suelo. Y allí, por un instante, Tyrion Lannister pareció alto como un rey.
CATELYN
De todas las habitaciones del Gran Torreón de Invernalia, las cámaras de Catelyn eran las más cálidas. Rara vez tenían que encender la chimenea. El castillo se alzaba sobre manantiales naturales de agua termal, y las aguas hirvientes recorrían el interior de los muros como la sangre por el cuerpo de un hombre; espantaban el frío de las salas de piedra y llenaban los invernaderos interiores de una humedad cálida que impedía que la tierra se congelara. En una docena de patios, los pozos abiertos humeaban día y noche. En verano nadie prestaba atención al tema; en invierno, suponía la diferencia entre la vida y la muerte.
El cuarto de baño de Catelyn estaba siempre caliente y lleno de vapor, y las paredes eran cálidas. Aquel ambiente le recordaba a Aguasdulces, a los días al sol con Lysa y Edmure. Pero Ned nunca había soportado el calor. Los Stark estaban hechos para el frío, le decía. Ella siempre se reía y le replicaba que, en ese caso, habían elegido el peor lugar para edificar el castillo.
De manera que, cuando terminaron, Ned se dio media vuelta y se bajó de la cama como ya había hecho mil veces. Atravesó la habitación, descorrió los pesados cortinajes y fue abriendo de una en una las ventanas altas y estrechas para que la cámara se llenara con el aire de la noche.
El viento le azotó el cuerpo desnudo cuando se asomó a la oscuridad con las manos vacías. Catelyn se subió las pieles hasta la barbilla y lo miró. Le parecía más menudo, más vulnerable, como el joven con el que se había casado en el sept de Aguasdulces hacía quince largos años. Sentía las ingles doloridas, el sexo había sido apasionado y apremiante. Era un dolor grato. Notaba la semilla de su esposo en su interior, y rezó para que diera fruto. Ya habían pasado tres años desde que naciera Rickon. No era demasiado vieja, aún podía darle otro hijo.
—Le diré que no —decidió Ned mientras se volvía hacia ella. La preocupación se reflejaba en sus ojos, tenía una sombra de duda en la voz.
—No puedes —dijo Catelyn mientras se incorporaba en la cama—. No puedes y no debes.
—Mi deber está aquí, en el norte. No quiero ser la Mano de Robert.
—No lo va a entender. Ahora es rey, y los reyes no son como los otros hombres. Si te niegas a hacer lo que te pide querrá saber por qué, y tarde o temprano empezará a pensar que estás en su contra. ¿No comprendes que eso nos pondría en peligro a todos?
—Robert jamás me haría daño ni a mí ni a mi familia. —Ned sacudió la cabeza rehusando aceptar esa posibilidad—. Estamos más unidos que si fuéramos hermanos. Si me niego, rugirá, gritará y maldecirá, y antes de una semana nos estaremos riendo del tema juntos. Lo conozco.
—¡Conocías a Robert! —replicó ella—. Al rey no lo conoces de nada. —Catelyn recordó a la hembra de huargo muerta en la nieve, con el asta clavada en la garganta. Tenía que hacérselo entender—. Para un rey el orgullo lo es todo, mi señor. Robert ha venido hasta aquí a verte, para otorgarte ese gran honor; no se lo puedes escupir a la cara.
—¿Honor? —Ned rió con amargura.
—A sus ojos, sí.
—¿Y a los tuyos?
—Sí, a los míos también. —Ahora ella también estaba enfadada. ¿Por qué su esposo no lo entendía?—. Se ofrece a casar a su hijo con nuestra hija, ¿es que eso no es un honor? Sansa podría llegar a ser reina. Sus hijos serían reyes de todo lo que hay entre el Muro y las montañas de Dorne. ¿Qué tiene eso de malo?