Выбрать главу

—Hay otra solución —dijo con voz tranquila—. Vuestro hermano Benjen vino a verme hace unos días, quería hablarme de Jon. Por lo visto el muchacho aspira a vestir el negro.

—¿Quiere unirse a la Guardia de la Noche? —Ned lo miró, conmocionado.

Catelyn no dijo nada. Que Ned meditara sobre la idea; en aquel momento una intervención suya sólo lo pondría en contra. Pero de buena gana habría besado al maestre. Era la solución perfecta. Benjen Stark era un Hermano Juramentado. Jon sería como un hijo para él, el hijo que nunca tendría. Y el chico también prestaría el juramento cuando llegara su turno. No tendría descendientes que pudieran disputar Invernalia a los nietos de Catelyn.

—Servir en el Muro es un gran honor, mi señor —dijo el maestre Luwin.

—Y hasta un bastardo puede llegar muy alto en la Guardia de la Noche —reflexionó Ned. Pero todavía había un atisbo de duda en su voz—. Jon es demasiado joven. Si un hombre maduro quiere prestar el juramento es una cosa, pero un niño de catorce años…

—Es un gran sacrificio —asintió el maestre Luwin—. Pero corren tiempos difíciles, mi señor. Su camino no es más cruel que el que os aguarda a vos, o a vuestra señora.

Catelyn pensó en los tres hijos que iba a perder. No le fue fácil seguir guardando silencio.

Ned se apartó de ellos y volvió a mirar por la ventana, callado, con semblante pensativo. Por fin, suspiró y se dio media vuelta.

—Muy bien —dijo al maestre Luwin—. Supongo que es lo mejor. Hablaré con Ben.

—¿Cuándo se lo diremos a Jon? —preguntó el maestre.

—Cuando sea el momento. Hay que hacer preparativos. Pasarán al menos dos semanas antes de que lo tengamos todo a punto para la partida. Que Jon disfrute estos últimos días. Pronto terminará el verano, y también su infancia. A su debido tiempo, yo mismo se lo diré.

ARYA

Las puntadas de Arya volvían a estar todas torcidas.

Las contempló con el ceño fruncido, desalentada, y miró de hurtadillas hacia donde estaba su hermana Sansa con las otras niñas. Las labores de costura de Sansa eran siempre exquisitas. Todo el mundo lo decía.

«Las labores de Sansa son tan bonitas como ella —dijo una vez la septa Mordane a su señora madre—. Tiene unas manos tan hábiles, tan delicadas… —Cuando Lady Catelyn le preguntó por Arya, la septa lanzó un bufido—. Arya tiene manos de herrero.»

Arya echó una mirada furtiva hacia el otro extremo de la sala, temerosa de que la septa Mordane pudiera leerle el pensamiento, pero aquel día no le prestaba atención. Se había sentado con la princesa Myrcella y era todo sonrisas y adulación. La septa no tenía ocasión de instruir a una princesa en las artes femeninas todos los días, como había dicho a la reina cuando llevó a la niña para que estuviera con ellas. A Arya le pareció que las puntadas de Myrcella también estaban algo torcidas, pero por la manera en que las alababa la septa Mordane nadie lo habría imaginado.

Examinó de nuevo su labor, buscando alguna manera de rescatarla, y al final suspiró y dejó la aguja. Miró a su hermana con gesto abatido. Sansa charlaba alegremente mientras cosía. A sus pies se sentaba Beth Cassel, la hija pequeña de Ser Rodrik, que se bebía cada palabra que salía de sus labios. Jeyne Poole, a su lado, le susurraba algo al oído.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Arya de repente. Jeyne la miró sobresaltada, luego dejó escapar una risita. Sansa pareció avergonzada. Beth se sonrojó. Nadie le dio respuesta—. Decídmelo —insistió Arya.

Jeyne miró de reojo para asegurarse de que la septa Mordane no las estaba escuchando. Myrcella dijo algo en aquel momento, y la septa estalló en carcajadas igual que el resto de las señoras.

—Hablábamos del príncipe —dijo Sansa con voz suave como un beso.

Arya sabía bien a qué príncipe se refería. A Joffrey, claro. El alto, el guapo. A Sansa le había tocado sentarse con él en el banquete. A Arya le correspondió el pequeño y gordito. Naturalmente.

—A Joffrey le gusta tu hermana —susurró Jeyne, tan orgullosa como si fuera la responsable de aquello. Era la hija del mayordomo de Invernalia, y también la mejor amiga de Sansa—. Le dijo que era muy hermosa.

—Se va a casar con ella —intervino la pequeña Beth, soñadora—. Y Sansa será la reina.

Sansa tuvo la decencia de sonrojarse. Tenía una manera de sonrojarse muy bonita. Todo lo que hacía era muy bonito, pensó Arya con un rencor sordo.

—No te inventes cosas, Beth —reprendió cariñosamente Sansa a la pequeña al tiempo que le acariciaba el pelo. Volvió la vista hacia Arya—. ¿A ti qué te parece el príncipe, Joff, hermana? Es muy galante, ¿verdad?

—Jon dice que parece una niña —replicó Arya.

—Pobre Jon —dijo Sansa con un suspiro sin dejar de coser—. Se pone celoso porque es un bastardo.

—Es nuestro hermano —replicó Arya en voz demasiado alta.

Sus palabras se oyeron claramente en el silencio de la sala de la torre. La septa Mordane alzó la vista. Tenía el rostro huesudo, ojos perspicaces y una boca de labios finos que parecían hechos para fruncirse. Ahora estaban fruncidos.

—¿De qué estáis hablando, niñas?

—Es nuestro medio hermano —la corrigió Sansa con tono suave y preciso. Sonrió a la septa y le dijo—: Arya y yo comentábamos lo contentas que estamos de que la princesa nos acompañe hoy.

—Desde luego —asintió la septa Mordane—. Es un gran honor para nosotras. —La princesa Myrcella sonrió insegura ante el cumplido—. ¿Por qué no estás cosiendo, Arya? —preguntó la septa. Se puso de pie. Sus faldas almidonadas parecieron susurrar cuando cruzó la sala en dirección a ella—. A ver esas puntadas.

Arya quería gritar. Era muy propio de Sansa atraer la atención de la septa. No tuvo más remedio que tenderle la tela. La septa la examinó.

—Arya, Arya, Arya —dijo—. Esto está mal. Muy mal.

Todos la miraban. Aquello era excesivo. Sansa era demasiado educada para sonreír ante el apuro de su hermana, pero Jeyne lo compensaba de sobra. Arya sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Se levantó bruscamente y corrió hacia la puerta.

—¡Arya! —gritó la septa Mordane—. ¡Vuelve aquí! ¡No te atrevas a salir! Tu señora madre se va a enterar de esto. ¡Y delante de nuestra princesa! ¡Eres una vergüenza para todos!

Arya se detuvo ante la puerta y se dio media vuelta, mordiéndose los labios. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Se las arregló para hacer una reverencia rígida en dirección a Myrcella.

—Con vuestra venia, mi señora.

Myrcella la miró, luego clavó la vista en las señoras como pidiendo ayuda. Pero si la niña parecía insegura, septa Mordane no.

—¿A dónde crees que vas? —rugió.

—Tengo que herrar un caballo —contestó Arya con voz dulce mirándola.

La consternación en el rostro de la septa le produjo cierto placer. Se dio media vuelta, salió y bajó por las escaleras tan deprisa como pudo.

No era justo. Sansa lo tenía todo. Sansa era dos años mayor; quizá cuando nació Arya ya no quedaba nada. Era lo que pensaba a menudo. Sansa sabía coser, bailar y cantar. Escribía poesías. Tenía buen gusto al vestirse. Tocaba el arpa alta, y por si fuera poco también el carillón. Y lo peor, era hermosa. Sansa había heredado los pómulos altos de su madre y la espesa cabellera rojiza de los Tully. Arya había salido a su señor padre. Tenía el pelo castaño y sin brillo, y un rostro alargado y solemne. Jeyne la llamaba Arya Caracaballo, y cuando la veía llegar relinchaba. Y para empeorarlo todo, lo único que Arya hacía mejor que su hermana era montar a caballo. Bueno, eso y llevar las cuentas de la casa. A Sansa no se le daban bien los números. Si acababa por casarse con el príncipe Joff, le iba a hacer falta un buen mayordomo.