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Nymeria la esperaba en la garita de los guardias, al pie de las escaleras. Se incorporó en cuanto vio llegar a Arya. La niña sonrió. Aunque nadie más la quisiera, la cachorrita de lobo huargo la adoraba. Iban juntas a todas partes, y Nymeria dormía en su habitación, al pie de la cama. Arya se la habría llevado a la sala de costura de buena gana si su madre no lo hubiera prohibido. Así la septa Mordane no se quejaría tanto de sus puntadas.

Nymeria le mordisqueó ansiosa la mano mientras la desataba. Tenía los ojos amarillos. Cuando reflejaban el sol, brillaban como dos monedas de oro. Arya le había puesto su nombre en memoria de la reina guerrera de Rhoyne, que había guiado a su pueblo en el cruce del mar Angosto. Aquello también había sido un escándalo. Sansa, por supuesto, había llamado Dama a su cachorrita. Arya hizo una mueca y abrazó con fuerza a la loba. Nymeria le lamió una oreja, y la niña se echó a reír.

La septa Mordane ya debía de haber avisado a su señora madre. Si se iba a su cuarto, la encontrarían. Y Arya no quería que la encontraran, tenía mejores planes. Los chicos estaban entrenando en el patio y se moría por ver cómo Robb tumbaba al galante príncipe Joffrey.

—Vamos —susurró a Nymeria. Se puso de pie y echó a correr, con la loba pisándole los talones.

En el puente cubierto que unía el Gran Torreón con la armería había una ventana desde la que se divisaba todo el patio. Allí fue adonde se dirigió.

Llegó jadeante, con el rostro congestionado, y se encontró a Jon sentado en el alféizar con la barbilla apoyada en una rodilla. Estaba observando el patio tan concentrado que no se dio cuenta de su presencia hasta que su lobo blanco se levantó para recibirlas. Nymeria dio unos pasos cautelosos. Fantasma era ya más grande que sus hermanos de camada. La olfateó, le mordisqueó una oreja y volvió a tenderse junto a Jon.

—¿No deberías estar cosiendo, hermanita? —preguntó el chico mirándola con curiosidad.

—Prefiero ver cómo pelean —contestó Arya con una mueca.

—Bueno —dijo Jon con una sonrisa—, ven aquí.

Arya se subió a la ventana y se sentó junto a él mientras en el patio resonaba todo un coro de golpes y gruñidos.

Sufrió una pequeña decepción al ver que los que luchaban eran los más pequeños. Bran iba tan envuelto en protectores que parecía que se hubiera vestido con almohadas, y el príncipe Tommen, que ya era bastante regordete de por sí, se asemejaba a una pelota. Resoplaban, jadeaban y se golpeaban con espadas de madera acolchadas bajo la atenta mirada del anciano Ser Rodrik Cassel, el maestro de armas, un hombretón corpulento orgulloso de los magníficos bigotes blancos que le cubrían las mejillas. Junto a él divisó a Theon Greyjoy, que vestía un jubón negro con el símbolo de su Casa, un kraken dorado. El desprecio se traslucía en su rostro. Los dos combatientes se tambaleaban ya, y Arya supuso que llevaban un buen rato peleando.

—Es algo más cansado que coser, ¿no? —observó Jon.

—Es algo más divertido que coser —replicó Arya.

Jon sonrió y le revolvió el pelo. Arya se sonrojó. Siempre habían estado muy unidos. El muchacho tenía el rostro de su padre, igual que ella. Eran los únicos. Robb, Sansa, Bran, incluso el pequeño Rickon, todos los demás eran claramente Tully, con sonrisas abiertas y cabellos de fuego. Cuando Arya era pequeña temía que aquello significara que ella también era bastarda. Acudió a Jon con sus temores, y él fue quien la tranquilizó.

—¿Por qué no estás tú en el patio? —le preguntó.

—A los bastardos no nos permiten hacer daño a los príncipes —dijo el muchacho esbozando una sonrisa—. Las magulladuras que reciban mientras entrenan se las tienen que causar espadas legítimas.

—Oh. —Arya se sintió avergonzada. Debería haberlo imaginado. Por segunda vez aquel día pensó que la vida era injusta. Contempló cómo su hermano pequeño lanzaba un mandoble contra Tommen—. Podría hacerlo igual de bien que Bran —dijo—. Él sólo tiene siete años, y yo nueve.

—Estás demasiado delgada —dijo Jon mirándola con la sabiduría de sus catorce años. Le cogió el brazo para palpar el músculo. Suspiró y sacudió la cabeza—. No creo que pudieras ni levantar una espada larga, hermanita, no digamos ya blandirla. —Arya se sacudió la mano del brazo y lo miró, airada. Jon le revolvió el pelo otra vez. Bran y Tommen seguían moviéndose en círculos, el uno en torno al otro—. ¿Ves al príncipe Joffrey? —preguntó Jon.

Arya no lo había visto al principio, pero al mirar de nuevo lo descubrió al fondo, bajo la sombra de un muro de piedra. Estaba rodeado de hombres a los que ella no conocía, jóvenes escuderos con libreas de los Lannister y de los Baratheon. También había en el grupo algunos hombres mayores. Supuso que eran caballeros.

—Mira las armas que lleva bordadas en la ropa —dijo Jon.

Arya hizo lo que le decía. El jubón acolchado del príncipe lucía un escudo bordado exquisitamente. Las armas estaban divididas: a un lado el venado coronado de la Casa real, al otro el león de los Lannister.

—Los Lannister son orgullosos —observó Jon—. No les basta con el emblema real. Pone la Casa de su madre al mismo nivel que la del rey.

—¡La mujer también es importante! —protestó Arya.

—¿Vas a hacer tú lo mismo? —Jon dejó escapar una risita—. ¿Aunar las armas de los Tully y los Stark?

—¿Un lobo con un pescado en la boca? —La idea la hizo reír—. Quedaría ridículo. Además, si las chicas no podemos luchar, ¿para qué queremos escudo de armas?

—A las chicas les dan los escudos —dijo Jon encogiéndose de hombros—, pero no las espadas. A los bastardos les dan las espadas, pero no los escudos. A mí no me mires, hermanita, yo no he dictado las normas.

Se oyó un grito en el patio. El príncipe Tommen había caído rodando e intentaba levantarse sin conseguirlo. Con tantos protectores parecía una tortuga sobre el caparazón. Bran estaba de pie junto a él, con la espada de madera en alto, dispuesto a golpear de nuevo en cuanto se pusiera en pie. Los hombres que los rodeaban se echaron a reír.

—¡Basta! —exclamó Ser Rodrik. Tendió una mano al príncipe y lo ayudó a levantarse—. Buena pelea. Lew, Donnis, ayudadlo a quitarse los protectores. —Miró a su alrededor—. Príncipe Joffrey, Robb, ¿queréis probar otra vez?

—De buena gana —dijo Robb adelantándose impaciente. Todavía estaba sudoroso del combate anterior.

En respuesta a la llamada de Rodrik, Joffrey avanzó hasta el sol. El cabello le brillaba como hebras de oro. Parecía aburrido.

—Esto es un juego para niños, Ser Rodrik.

—Es que sois niños —señaló con sorna Theon Greyjoy después de soltar una carcajada.

—Puede que Robb sea un niño —dijo Joffrey—. Yo soy un príncipe. Y me he cansado de pinchar Starks con una espada de juguete.

—Has recibido más golpes de los que has dado, Joff —dijo Robb—. ¿Tienes miedo?

—Estoy aterrado —dijo el príncipe Joffrey mirándolo fijamente—. Eres mucho mayor que yo. —Los hombres del grupo de los Lannister se echaron a reír.

—Joffrey es un mierda —dijo Jon a Arya mientras observaba la escena con el ceño fruncido.

—¿Qué proponéis? —Ser Rodrik se tironeaba del mostacho blanco, pensativo.

—Acero con filo.

—Hecho —dijo inmediatamente Robb—. ¡Lo vas a lamentar!

—El acero afilado es demasiado peligroso —dijo el maestro de armas poniendo una mano en el hombro de Robb para calmarlo—. Os dejaré combatir con espadas de torneo, embotadas.

Joffrey no dijo nada, pero un hombre al que Arya no conocía, un caballero alto con el pelo negro y cicatrices de quemaduras en el rostro, dio un paso para situarse ante el chico.