Por fin se hartó del juego del palo y decidió ir a trepar. Con todo lo que había pasado últimamente hacía semanas que no subía a la torre rota, y quizá aquélla fuera su última oportunidad.
Cruzó el bosque de dioses por el camino más largo, dando un rodeo para evitar el estanque donde crecía el árbol corazón. El árbol corazón siempre le había dado miedo. En opinión de Bran, los árboles no deberían tener ojos, ni hojas que parecieran manos. Su lobo corría pisándole los talones.
—Tú te quedas aquí —le dijo al pie del árbol centinela que se alzaba junto al muro de la armería—. Túmbate. Eso es, muy bien. Quieto.
El lobo hizo lo que le ordenaban. Bran le rascó detrás de las orejas, se dio la vuelta, de un salto se agarró a una rama baja y se aupó. Se movía con facilidad de rama en rama, y ya estaba a mitad del tronco cuando el lobo se puso de pie y empezó a aullar.
Bran miró abajo. El lobo se calló y clavó en él sus ojos amarillos y rasgados. El niño sintió un extraño escalofrío. El lobo volvió a aullar.
—¡Calla! —le chilló—. Siéntate. Quieto. Eres peor que mi madre.
Los aullidos lo persiguieron mientras seguía trepando, hasta que por fin saltó al tejado de la armería y el lobo lo perdió de vista.
Los tejados de Invernalia eran el segundo hogar de Bran. Su madre decía a menudo que Bran ya trepaba antes de empezar a andar. El niño no recordaba cuándo aprendió a andar, pero tampoco recordaba cuándo trepó por primera vez, así que suponía que era cierto.
Para un niño, Invernalia era un laberinto de piedra gris formado por murallas, torres, patios y túneles que se extendían en todas direcciones. En las zonas más antiguas del castillo las salas estaban inclinadas y a diferentes niveles, así que uno nunca sabía a ciencia cierta en qué piso estaba. El maestre Luwin le había contado hacía tiempo que la edificación había ido creciendo a lo largo de los siglos como un monstruoso árbol de piedra, con ramas gruesas, nudosas y retorcidas, y raíces profundamente hundidas en la tierra.
Cuando salía a los tejados, cerca del cielo, Bran abarcaba toda Invernalia de un vistazo. Le gustaba cómo se veía desde allí, cómo se extendía a sus pies, disfrutaba cuando sobre su cabeza sólo se encontraban los pájaros y toda la vida del castillo se desarrollaba abajo. Podía pasarse horas enteras entre las gárgolas informes, desgastadas por la lluvia, que desde su lugar en el Primer Torreón lo vigilaban todo: a los hombres que trabajaban la madera y el acero en el patio, a los cocineros que se ocupaban de las verduras en el invernadero, a los perros inquietos que correteaban por las perreras, el silencio del bosque de dioses, a las jovencitas que chismorreaban junto al pozo donde lavaban los platos… Aquello lo hacía sentir como si fuera el señor del castillo, en un sentido que jamás compartiría el propio Robb.
Así había aprendido también los secretos de Invernalia. Los constructores no se habían molestado en nivelar el terreno. Tras los muros había colinas y valles. Había también un puente cubierto que iba del cuarto piso del campanario al segundo de la torre donde se criaban los cuervos. Bran lo sabía. También sabía que era posible penetrar en el muro interior por la puerta sur, subir tres pisos y circundar toda Invernalia por un angosto túnel en la piedra, para después salir al nivel del suelo por la puerta norte, donde una pared de cien metros se alzaba a la espalda. El chico estaba seguro de que ni siquiera el maestre Luwin sabía aquello.
A su madre le aterraba pensar que algún día Bran se caería de un muro y se mataría. Él le decía que no, pero ella no le creía. Una vez consiguió que le prometiera que no volvería a trepar. El niño se las arregló para mantener su promesa durante quince largos días; en todos se sintió profundamente desgraciado, hasta que una noche salió por la ventana de su dormitorio mientras sus hermanos estaban sumidos en un profundo sueño.
Al día siguiente, atormentado por el remordimiento, confesó su crimen. Lord Eddard le ordenó que fuera al bosque de dioses para purificarse. Puso a varios hombres de guardia, para asegurarse de que Bran pasaba la noche allí a solas reflexionando sobre su desobediencia. Lo encontraron durmiendo a pierna suelta entre las ramas más elevadas del centinela más alto del bosquecillo.
Su padre se enfadó, pero no pudo contener una carcajada.
—No eres hijo mío —dijo a Bran cuando consiguieron bajarlo—. Eres una ardilla. Pues bien, así sea. Si quieres trepar, trepa, pero que no te vea tu madre.
Bran lo intentó de todo corazón, aunque en el fondo sabía que no la engañaba. Y ella, ya que no conseguía que su padre se lo prohibiera, buscó la ayuda de otros. La Vieja Tata contó a Bran la historia de un niño malo que trepó tan alto que lo alcanzó un rayo y los cuervos se acercaron a picotearle los ojos. Aquello no impresionó lo más mínimo al chico. En la cima de la torre rota, donde nadie aparte de él subía jamás, había nidos de cuervos; muchas veces se llenaba los bolsillos de maíz antes de trepar, y los pájaros lo comían de su mano. Ninguno había mostrado nunca el menor interés en sacarle los ojos a picotazos.
Más adelante el maestre Luwin hizo un muñeco de arcilla, lo vistió con la ropa de Bran y lo lanzó desde la cima del muro al patio, para demostrarle qué le sucedería si se caía. Aquello había sido más divertido, pero Bran se limitó a mirar al maestre.
—Yo no soy de arcilla —le dijo—. Además, nunca me caigo.
Después hubo una temporada en que los guardias lo perseguían cada vez que lo veían en los tejados e intentaban obligarlo a bajar. Eso fue lo mejor de todo. Era como jugar con sus hermanos, sólo que Bran ganaba siempre. No había guardia capaz de trepar tan arriba como él, ni siquiera Jory. Además, casi siempre pasaba desapercibido. La gente nunca miraba hacia arriba. Ésa era otra de las cosas que le gustaban de trepar: se sentía casi invisible.
También le gustaba la sensación de auparse por una pared, piedra tras piedra, buscando las grietas entre ellas con los dedos de las manos y los pies. Siempre se quitaba las botas e iba descalzo cuando trepaba. Se sentía como si tuviera cuatro manos en vez de dos. Disfrutaba con aquel dolor profundo y dulce que le invadía después los músculos. Le gustaba el sabor que tenía el aire en la cima, dulce y fresco como un melocotón de invierno. Le gustaban también los pájaros: los cuervos de la torre rota, los diminutos gorriones que anidaban en las grietas entre las piedras, el viejo búho que dormitaba en el desván polvoriento sobre la armería… Bran los conocía a todos.
Y, más que nada en el mundo, le gustaba estar en lugares a los que nadie más podía ir, y ver la mole gris y dispersa de Invernalia de una manera que ningún otro veía. Así, todo el castillo era el escondite secreto de Bran.
Su territorio favorito era la torre rota. En el pasado había sido una torre de vigilancia, la más alta de Invernalia. Hacía mucho tiempo, cien años antes de que naciera su padre, cayó un rayo que la incendió. El tercio superior de la estructura se había derrumbado y caído en el interior, y la torre jamás se había reconstruido. De cuando en cuando su padre enviaba ratoneros a la base de la torre para acabar con los nidos que siempre encontraban entre el laberinto de cascotes y vigas chamuscadas y podridas. Pero ya nadie subía a la cima desgarrada de la estructura, a excepción de Bran y los cuervos.
Conocía dos caminos para llegar allí. Se podía trepar por un lado de la propia torre, pero las piedras estaban sueltas y el mortero que las había mantenido unidas ya no era más que un recuerdo, así que a Bran no le gustaba descargar todo su peso sobre ellas.