En la ventana, sobre él, aparecieron dos rostros.
La reina. Y ahora Bran reconocía también al hombre que estaba a su lado. Se le parecía tanto como si fuera su imagen especular.
—Nos ha visto —dijo la mujer con voz chillona.
—Eso parece —asintió el hombre.
Los dedos de Bran empezaron a resbalar. Se aferró a la cornisa con la otra mano. Hincó las uñas en la piedra. El hombre le tendió el brazo.
—Dame la mano —dijo—. Te vas a caer. —Bran se aferró al brazo con todas sus fuerzas. El hombre lo izó hasta la cornisa.
—¿Qué haces? —le gritó la mujer.
El hombre no hizo caso. Era muy fuerte. Subió a Bran hasta el alféizar de la ventana.
—¿Cuántos años tienes, chico?
—Siete —dijo Bran, temblando de alivio. Sus dedos habían dejado marcas profundas en el antebrazo del hombre. Se soltó mansamente.
—Qué cosas hago por amor —dijo con desprecio el hombre mirando a la mujer.
Dio un empujón a Bran.
Bran, gritando, se precipitó al vacío. No había nada a lo que agarrarse. El patio ascendió a su encuentro.
A lo lejos, un lobo empezó a aullar. Los cuervos volaban en círculo en torno a la torre rota, esperando su maíz.
TYRION
En algún punto del gran laberinto de piedra que era Invernalia, un lobo aullaba. El sonido ondeaba en el castillo como una bandera de luto.
Tyrion Lannister alzó la vista de los libros y se estremeció, aunque la biblioteca era cálida y acogedora. El aullido de un lobo tenía una cualidad que arrancaba al hombre de su lugar y su tiempo, y lo abandonaba en un bosque oscuro de la mente, corriendo desnudo ante la manada.
El lobo aulló de nuevo, y Tyrion cerró el pesado libro con cubiertas de cuero que había estado leyendo, un tratado de hacía un siglo acerca del cambio de las estaciones, escrito por un maestre que llevaba mucho tiempo muerto. Ocultó un bostezo con el dorso de la mano. La lamparilla parpadeaba, estaba a punto de quedarse sin aceite, y la luz del amanecer empezaba a filtrarse por las altas ventanas. Se había pasado la noche leyendo, pero no era ninguna novedad. Tyrion Lannister no era de los que necesitan mucho sueño.
Al bajarse del banco se dio cuenta de que tenía las piernas rígidas y doloridas. Se las masajeó para activar la circulación, y cojeó hacia la mesa sobre la que el septon roncaba suavemente con la cabeza apoyada en el libro abierto ante él. Tyrion leyó el título. Una biografía del Gran Maestre Aethelmure, aquello lo explicaba todo.
—Chayle —llamó con suavidad.
El joven alzó la cabeza bruscamente y parpadeó, confuso. Llevaba una cadena de plata en el cuello de la que colgaba el cristal de su orden.
—Voy a ver qué desayuno. Encárgate de volver a poner los libros en los estantes. Ten cuidado con los pergaminos valyrianos, están muy secos. El Máquinas de guerra de Ayrmidon es muy poco común, tienes el único ejemplar completo que he visto en mi vida.
Chayle, todavía medio dormido, lo miró con asombro. Tyrion le repitió las instrucciones pacientemente, dio una palmadita en el hombro al septon y lo dejó dedicado a sus quehaceres.
Una vez fuera Tyrion inspiró una bocanada del fresco aire matutino e inició el laborioso descenso por los empinados peldaños de la escalera de piedra que se enroscaba por el exterior de la torre de la biblioteca. Iba muy despacio; los peldaños eran altos y estrechos, mientras que él tenía las piernas cortas y torcidas. El sol naciente aún no había despejado las sombras de los muros de Invernalia, pero los hombres ya estaban trabajando en el patio. Le llegó la voz áspera de Sandor Clegane.
—Lo que le está costando morir a ese crío. Ya se podría dar más prisa.
Tyrion miró abajo y vio al Perro de pie junto a Joffrey, rodeados ambos por un enjambre de escuderos.
—Por lo menos se muere sin hacer ruido —dijo el príncipe—. El que arma escándalo es el lobo. Esta noche casi no he podido dormir.
Clegane proyectaba una sombra alargada sobre la tierra dura mientras su escudero le ponía el yelmo.
—Si lo deseas puedo silenciar a esa bestia —dijo a través del visor abierto.
El escudero le puso la espada larga en la mano. Clegane la sopesó y la probó blandiéndola en el aire frío de la mañana. A su espalda el patio resonaba con el estrépito del acero contra el acero.
—¡Enviaré un perro para matar a otro perro! —exclamó el príncipe; parecía divertirle enormemente la idea—. Son una auténtica plaga en Invernalia, los Stark no lo notarán si les falta uno.
—Lamento no estar de acuerdo, sobrino —dijo Tyrion después de saltar del último peldaño al patio—. Los Stark saben contar hasta seis, a diferencia de algunos príncipes que conozco.
Joffrey tuvo la decencia de sonrojarse.
—Una voz que surge de la nada —dijo Sandor. Escudriñó por la abertura del yelmo, mirando a un lado y a otro—. ¡Espíritus del aire, sin duda!
El príncipe se echó a reír, como siempre que su guardaespaldas se embarcaba en aquella payasada. Tyrion ya estaba acostumbrado.
—Aquí abajo.
—Vaya, si es el diminuto Lord Tyrion —dijo el hombretón tras bajar la vista hacia el suelo, y fingir que advertía en aquel momento su presencia—. Perdonadme, no os había visto.
—Hoy no estoy de humor para aguantar tu insolencia. —Tyrion se volvió hacia su sobrino—. Joffrey, ya deberías haber visitado a Lord Eddard y a su esposa para presentarles tus respetos en las dolorosas circunstancias que atraviesan.
—¿De qué les van a servir mis respetos? —Joffrey era petulante como sólo puede serlo un príncipe niño.
—De nada —replicó Tyrion—. Pero es lo que debes hacer. Tu ausencia ha sido muy comentada.
—El hijo de los Stark no me importa lo más mínimo —dijo Joffrey—. Y no soporto los lloriqueos de las mujeres.
Tyrion Lannister alzó el brazo y abofeteó a su sobrino con fuerza. La mejilla del chico se puso roja.
—Una palabra más y te doy otra vez.
—¡Se lo voy a contar a mi madre! —exclamó Joffrey.
Tyrion lo abofeteó de nuevo. Las dos mejillas se pusieron del mismo color.
—Cuéntaselo a tu madre —dijo Tyrion—. Pero antes ve a ver a Lord y Lady Stark, arrodíllate ante ellos, diles lo triste que es todo esto, que estás a su servicio para cualquier cosa que puedas hacer por ellos o por su familia en este momento de dolor, y que los tienes siempre presentes en tus oraciones. ¿Entendido? ¿Entendido?
El chico parecía a punto de echarse a llorar, pero se las arregló para asentir débilmente. Se dio media vuelta y salió corriendo por el patio, con la mano en la mejilla. Tyrion lo observó alejarse a toda velocidad.
—El príncipe recordará lo que habéis hecho, diminuto señor —le advirtió el Perro. El yelmo convertía su risa en un retumbar cavernoso.
—Eso espero —replicó Tyrion Lannister—. Y si se olvida, su perrito se lo recordará, ¿verdad? —Miró a su alrededor—. ¿Sabes dónde está mi hermano?
—Desayunando con la reina.
—Ah —dijo Tyrion.
Dedicó un saludo automático a Clegane y se alejó silbando, a toda la velocidad que le permitían sus piernas atrofiadas. Sentía compasión por el primer caballero que pusiera a prueba la paciencia del Perro aquel día. Tenía muy mal genio.
El desayuno que servían en la sala matutina de la Casa de Invitados era frío y triste. Jaime estaba sentado a la mesa con Cersei y los niños, y todos hablaban en voz baja.