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Pero ya no quedaba tiempo.

Se detuvo en la puerta un instante, sin atreverse a decir nada, sin atreverse a acercarse. La ventana estaba abierta. Abajo, un lobo aullaba. Fantasma lo oyó y alzó la cabeza.

Lady Stark miró en su dirección. Durante un momento pareció no reconocerlo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó con una voz extraña, átona, carente de emociones.

—He venido a ver a Bran —dijo Jon—. Para despedirme.

El rostro de la mujer no cambió de expresión. Tenía la larga cabellera castaña sucia y enredada. Parecía haber envejecido veinte años.

—Ya te has despedido. Vete.

Una parte de él quiso darse media vuelta y echar a correr, pero sabía que, si lo hacía, quizá nunca más vería a Bran. Dio un paso nervioso hacia el interior de la habitación.

—Por favor —dijo.

—Te he dicho que te vayas. —Una sombra de frialdad había cubierto los ojos de la mujer—. No queremos que estés aquí.

En el pasado aquello habría hecho que saliera corriendo. En el pasado aquello lo habría hecho llorar. Ahora sólo lo enfurecía. Pronto sería un Hermano Juramentado de la Guardia de la Noche y se enfrentaría a peligros mucho peores que Catelyn Tully Stark.

—Es mi hermano —dijo.

—¿Quieres que llame a los guardias?

—Llámalos —la desafió Jon—. No me puedes impedir que lo vea.

Cruzó la habitación, manteniendo siempre la cama de Bran entre ellos, y bajó la vista hacia su medio hermano.

Ella le sostenía una de las manos, que parecía una garra. Aquél no era el Bran que recordaba. Había perdido mucho peso, tenía la piel tensa sobre unos huesos como palillos. Bajo la manta, las piernas estaban dobladas en ángulos que revolvieron el estómago a Jon. Los ojos del niño, abiertos sin ver, estaban hundidos en profundas cuencas negras. La caída parecía haberlo encogido. Parecía una hoja, como si un soplo de viento pudiera llevárselo a la tumba.

Pero, bajo la frágil caja de costillas destrozadas, el pecho subía y bajaba cada vez que respiraba débilmente.

—Bran —dijo—. Siento no haber venido antes. Tenía miedo. —Jon notó que las lágrimas le corrían por las mejillas. Ya no le importaba—. No te mueras, Bran, por favor, no te mueras. Todos tenemos muchas ganas de que despiertes. Robb, y yo, y las chicas, todos…

Lady Stark lo observaba. No había dado ninguna voz de alarma. Jon decidió interpretarlo como una aceptación de su presencia. Afuera, al pie de la ventana, el lobo huargo aulló de nuevo. El lobo al que Bran no había tenido tiempo de poner nombre.

—Tengo que irme ya —siguió—. El tío Benjen me espera. Me voy al norte, al Muro. Tenemos que marcharnos hoy, antes de que lleguen las nieves.

Recordó lo emocionado que había estado Bran ante la perspectiva del viaje. Aquello fue más de lo que pudo soportar. La idea de dejarlo atrás, en aquel estado, era demasiado para él. Se secó las lágrimas, se inclinó y besó suavemente a su hermano en los labios.

—Quería que se quedara conmigo —dijo Lady Stark en voz baja. Jon la miró con cautela. La mujer ni siquiera lo miraba. Le hablaba a él, pero en parte era como si el chico no estuviera en la habitación—. Recé para que se quedara —siguió con voz átona—. Era mi hijito del alma, mi favorito. Fui al sept y recé siete veces a los siete rostros de Dios para que Ned cambiara de idea y permitiera que se quedara aquí, conmigo. A veces las plegarias reciben respuesta.

—No ha sido culpa tuya —dijo Jon tras unos instantes de silencio tenso sin saber qué decir.

—No te he pedido tu absolución, bastardo. —Lady Stark clavó la mirada en él, estaba llena de odio.

Jon bajó la vista. La mujer sostenía una de las manos de Bran. Él tomó la otra y la apretó. Los dedos eran como huesos de pajarillo.

—Adiós —dijo.

—Jon —lo llamó Lady Stark cuando ya estaba en la puerta.

El chico no se habría detenido, pero era la primera vez que se dirigía a él por su nombre. Se dio la vuelta, y vio que lo miraba directamente a la cara, como si lo viera por primera vez.

—¿Sí?

—Ojalá te hubiera pasado a ti —le dijo.

Luego se volvió de nuevo hacia Bran y se echó a llorar, con unos sollozos que le estremecían todo el cuerpo. Jon nunca la había visto llorar.

El descenso hasta el patio se le hizo muy largo.

En el exterior reinaban el ruido y la confusión. Los hombres cargaban carromatos, gritaban, ponían arneses a los caballos, los ensillaban y los sacaban de los establos. Había empezado a caer una ligera nevada y todo el mundo tenía prisa por partir.

Robb estaba en medio del caos, gritando órdenes como el que más. En los últimos días parecía haber crecido, como si la caída de Bran y el estado de su madre le hubieran dado fuerzas. Junto a él se encontraba Viento Gris.

—El tío Benjen te está buscando —dijo a Jon—. Quería haber emprendido la marcha hace una hora.

—Ya lo sé —dijo Jon—. Iré enseguida. —Miró a su alrededor, entre el jaleo y la confusión—. La partida me está resultando más dura de lo que pensaba.

—A mí también —dijo Robb. Tenía nieve en el pelo, y se le derretía con el calor corporal—. ¿Has ido a verlo? —Jon asintió. Desconfiaba de su voz, y no se atrevió a hablar—. No va a morir —añadió Robb—. Lo sé.

—Los Stark sois duros de pelar —asintió Jon. Parecía agotado. La visita le había quitado todas las fuerzas. Robb supo al instante que algo iba mal.

—Mi madre…

—Ha sido… muy amable —le dijo Jon.

—Menos mal. —Su medio hermano pareció aliviado y sonrió—. La próxima vez que nos veamos irás vestido de negro.

—Siempre me ha sentado bien ese color. —Jon se obligó a devolverle la sonrisa—. ¿Cuándo será eso?

—Pronto, de verdad —prometió Robb. Se acercó a Jon y lo abrazó con energía—. Hasta la vista, Nieve.

—Hasta la vista, Stark —dijo Jon abrazándolo a su vez—. Cuida mucho de Bran.

—Descuida. —Se separaron y se miraron algo incómodos—. El tío Benjen dijo que, si te veía, te enviara a los establos —añadió Robb.

—Aún me falta despedirme de alguien —respondió Jon.

—Entonces, no te he visto —dijo Robb.

Jon se alejó del muchacho, que quedó rodeado de carromatos, lobos y caballos.

Recorrió la corta distancia que lo separaba de la armería. Recogió un paquete, y echó a andar por el puente cubierto que llevaba al Torreón.

Arya estaba en su habitación, colocando sus pertenencias en un baúl de tamarindo pulido en el que ella misma habría podido meterse. Nymeria la ayudaba. Arya sólo tenía que señalar, y la loba cruzaba la habitación en un par de saltos, agarraba una prenda de seda con los dientes y se la llevaba. Pero, cuando olió a Fantasma, se sentó sobre las patas traseras y aulló.

Arya miró hacia atrás, vio a Jon, se puso en pie de un salto y le echó los delgados brazos al cuello.

—Tenía miedo de que te hubieras marchado ya —dijo, emocionada—. No me dejaban salir a despedirte.

—¿Qué has hecho esta vez? —preguntó Jon echándose a reír.

—Nada. —Arya lo soltó e hizo una mueca—. Ya había recogido todo. —Señaló el enorme baúl, que apenas estaba a un tercio de su capacidad, y la ropa dispersa por toda la habitación—. La septa Mordane dice que tengo que hacerlo otra vez. Dice que no había doblado bien la ropa. Dice que una dama sureña como debe ser no tira los vestidos al baúl como si fueran trapos.

—¿Es lo que habías hecho, hermanita?

—¿Y qué más da, si al final van a quedar todos arrugados? —replicó la niña—. ¿A quién le importa si van doblados o no?