Hasta que por fin llegó el día de su boda.
La ceremonia empezó al amanecer y se prolongó hasta el ocaso. Fue un día interminable de borracheras, festines y trifulcas. Entre los palacios de hierba se había erigido una gran tribuna de tierra y allí estaba Dany, sentada junto a Khal Drogo, dominando la explanada que hervía con la actividad de los dothrakis. Nunca había visto tanta gente junta, ni personas tan extrañas y aterradoras. Los señores de los caballos se ponían ropas lujosas y ricos perfumes cuando visitaban las Ciudades Libres, pero a cielo abierto mantenían las viejas costumbres. Tanto hombres como mujeres vestían chalecos de cuero pintado sobre el pecho desnudo, y calzones de crin sujetos con cinturones de bronce; y los guerreros se aceitaban las largas trenzas con grasa derretida. Se atiborraban de carne de caballo asada con miel y chiles, bebían leche fermentada de yegua y los excelentes vinos de Illyrio hasta embriagarse por completo, y se intercambiaban bromas y puyas por encima de las hogueras con unas voces que a los oídos de Dany sonaban ásperas y extrañas.
Viserys ocupaba un lugar bajo ella, y estaba impresionante con una túnica nueva de lana negra que lucía un dragón escarlata sobre el pecho. Illyrio y Ser Jorah estaban sentados junto a él. El puesto que se les había asignado era de gran honor, justo por debajo de los mismísimos jinetes de sangre del khal, pero Dany había advertido la ira en los ojos violeta de su hermano. No le gustaba estar sentado en un nivel más bajo que ella, y se enfurecía cuando los esclavos ofrecían cada plato primero al khal y a su esposa, y le servían a él los bocados que ellos rechazaban. Pero no podía hacer otra cosa que ahogarse en el resentimiento, y eso hizo, de manera que su talante iba empeorando con cada insulto que percibía contra su persona.
Dany jamás se había sentido tan sola como allí, sentada en medio de aquella vasta horda. Su hermano le había ordenado que sonriera, así que sonrió hasta que le dolieron los músculos de la cara y las lágrimas le asomaron a los ojos. Hizo todo lo posible por ocultarlas, porque sabía lo mucho que se enfadaría Viserys si la veía llorar, y también porque la aterraba la posible reacción de Khal Drogo. Los esclavos ponían ante ella trozos de carne humeante, gruesas salchichas asadas y empanadas dothrakis de morcilla, y más tarde frutas, compota de hierbadulce y delicados pastelillos de las cocinas de Pentos, pero ella lo rechazaba todo. Tenía el estómago del revés, y sabía que no podría retener nada.
No tenía con quién hablar. Khal Drogo gritaba órdenes y chanzas a sus jinetes de sangre, y se reía con sus respuestas, pero apenas si miraba a Dany. No tenían un idioma común. Ella no entendía ni una palabra de dothraki, y el khal apenas sabía unas cuantas palabras del desvirtuado valyriano de las Ciudades Libres y ninguna de la lengua común de los Siete Reinos. Hasta habría agradecido la posibilidad de conversar con Illyrio y con su hermano, pero estaban demasiado abajo para oírla.
Así que permaneció allí sentada, con sus ropajes de seda, con una copa de vino endulzado con miel en las manos, sin atreverse a comer nada, hablando consigo misma.
—Soy de la sangre del dragón —se decía—. Soy Daenerys de la Tormenta, de la sangre y la semilla de Aegon el Conquistador.
El sol apenas había recorrido una cuarta parte de su trayectoria por el cielo cuando Dany vio morir al primer hombre. Sonaban los tambores mientras algunas de las mujeres bailaban para el khal. Drogo observaba con rostro inexpresivo, y de cuando en cuando lanzaba un medallón de bronce para que las mujeres pelearan por él.
Los guerreros también miraban. Por fin uno de ellos avanzó hacia el círculo de mujeres, agarró a una bailarina por el brazo, la tiró al suelo y la montó allí mismo, como un semental monta una yegua. Illyrio ya le había advertido que podía suceder algo así.
—Los dothrakis se aparean como los animales de sus rebaños —fueron sus palabras—. En un khalasar no existe la intimidad, y su concepto del pecado y de la vergüenza no es igual que el nuestro.
Dany, atemorizada, apartó la vista de la pareja que copulaba en cuanto comprendió qué estaba pasando, pero pronto un segundo guerrero se adelantó, y un tercero, y al final no tuvo adonde desviar la mirada. Entonces, dos hombres fueron a por la misma mujer. Oyó un grito; en un instante los arakhs estuvieron desenvainados y las hojas largas, mitad espada y mitad cimitarra, brillaron bajo el sol.
Los guerreros empezaron a moverse en círculo, lanzando estocadas y saltando el uno contra el otro en una danza de muerte; hacían girar las hojas sobre sus cabezas y se gritaban insultos, sin que nadie hiciera ademán de intervenir.
Todo terminó tan deprisa como había empezado. Los arakhs hendieron el aire a la vez, a tal velocidad que Dany no pudo seguirlos con la vista; uno de los hombres dio un paso en falso, el otro blandió el arma en un arco paralelo al suelo. El acero penetró en la carne justo por encima de la cintura del dothraki y seccionó el torso del vientre a la columna vertebral. Mientras el perdedor agonizaba, el vencedor agarró a la mujer que tenía más cerca, que ni siquiera era la que había provocado la disputa, y la tomó allí mismo. Los esclavos se llevaron el cadáver y se reanudó el baile.
El magíster Illyrio también había hablado a Dany de aquella posibilidad.
—Una boda dothraki en la que no haya como mínimo tres muertos se considera aburrida —le había dicho.
Su boda debió de ser un verdadero acontecimiento; antes de que se pusiera el sol habían muerto doce hombres.
A medida que pasaban las horas el terror se fue apoderando de Dany hasta que llegó un momento que tuvo que echar mano de todo su autodominio para no gritar. Tenía miedo de los dothrakis, con sus costumbres extrañas y monstruosas que los hacían parecer bestias con piel humana, en vez de hombres. Tenía miedo de su hermano, de lo que haría con ella si le fallaba. Y sobre todo tenía miedo de lo que sucedería aquella noche bajo las estrellas, cuando Viserys la entregara al gigante que bebía junto a ella, a aquel hombre enorme con un rostro tan impasible y cruel como una máscara de bronce.
—Soy de la sangre del dragón —se repitió.
Cuando el sol estuvo por fin muy bajo en el horizonte, Khal Drogo dio unas palmadas; los tambores, los festines y los gritos se interrumpieron al instante. Drogo se levantó e hizo ponerse en pie junto a él a Dany. Era el momento de que le entregaran sus regalos de boda.
Y ella sabía que, después de los regalos, después de que se pusiera el sol, llegaría el momento de montar a caballo y consumar el matrimonio. Dany trató de quitarse aquel pensamiento de la cabeza, pero no pudo. Se agarró los brazos para no temblar.
El regalo de su hermano Viserys fueron tres doncellas. Dany sabía que no le habían costado nada, sin duda Illyrio le había proporcionado las chicas. Irri y Jhiqui eran dothrakis de piel cobriza con el pelo negro y ojos almendrados, mientras que Doreah era una muchacha lysena de cabello rubio y ojos azules.
—No son vulgares criadas, hermana mía —dijo su hermano mientras las llevaban ante ella de una en una—. Illyrio y yo las hemos elegido personalmente para ti. Irri te enseñará a montar a caballo, Jhiqui el idioma dothraki, y Doreah te instruirá en las artes femeninas del amor. —Sonrió con los labios apretados—. Es muy eficaz, te lo garantizamos.
—Es una nadería, princesa —se disculpó Ser Jorah Mormont por su regalo—, pero un pobre exiliado no puede permitirse más —añadió mientras ponía ante ella un pequeño montón de libros antiguos.