—Muy perspicaz —asintió Royce—. La semana pasada hemos tenido unas cuantas heladas ligeras, y algunas ráfagas de nieve, pero en ningún momento hizo tanto frío para que ocho adultos murieran congelados. Y te recuerdo que eran hombres con ropas de piel y cuero, que estaban cerca de un refugio y que sabían cómo encender una hoguera. —La sonrisa del caballero no podía ser más confiada—. Llévanos hasta ese lugar, Will. Quiero ver a los muertos con mis propios ojos.
Y ya no hubo más que hablar. La orden estaba dada, y el honor los obligaba a obedecerla.
Will abrió la marcha con su montura desgreñada, eligiendo cauteloso el camino entre la maleza. La noche anterior había caído una ligera nevada, y había piedras, raíces y depresiones ocultas al acecho del descuidado y el imprudente. A continuación iba Ser Waymar Royce sobre el gran corcel negro que pifiaba impaciente. Un corcel no era montura adecuada para una expedición de exploración, pero cualquiera se lo decía al joven señor. Gared cerraba la marcha. El anciano guardia iba murmurando para sus adentros mientras cabalgaba.
Caía la noche. El cielo despejado se volvió de un tono púrpura oscuro, el color de un moretón viejo, y se fue tornando negro. Empezaron a aparecer las estrellas y una media luna. Will agradeció la luz en su fuero interno.
—Seguro que podemos ir a mejor paso —dijo Royce cuando la luna brilló en el cielo.
—Con este caballo, no —replicó Will. El miedo lo había vuelto insolente—. ¿Quiere mi señor abrir la marcha?
Ser Waymar Royce no se dignó a responder.
En algún lugar del bosque, un lobo aulló.
Will hizo que su caballo se situara bajo un viejo tamarindo nudoso, y desmontó.
—¿Por qué te detienes? —preguntó Ser Waymar.
—Mejor vamos a pie el resto del camino, mi señor. Está cerca, tras aquel risco.
Royce se detuvo un instante, mirando a lo lejos con gesto reflexivo. El viento frío soplaba entre los árboles. La larga capa de marta se agitó tras él como una cosa semiviva.
—Aquí falla algo —murmuró Gared.
—¿De verdad? —dijo el joven caballero con una sonrisa desdeñosa.
—¿No lo notáis? —preguntó Gared—. Escuchad la oscuridad.
Will sí lo notaba. Llevaba cuatro años en la Guardia de la Noche, y nunca había tenido tanto miedo. ¿Qué pasaba?
—Viento. El susurro de los árboles. Un lobo. ¿Cuál de esos ruidos es el que asusta tanto, Gared?
Al ver que Gared no respondía, Royce se bajó del caballo con gesto elegante. Ató el corcel a una rama baja, a buena distancia de los otros caballos, y desenvainó la espada larga. La empuñadura refulgía con el brillo de las piedras preciosas, y la luz de la luna parecía fluir por el acero pulido. Era un arma magnífica, forjada en Castillo; y estaba nueva. Will pensó que nadie la había blandido jamás con ira.
—Aquí los árboles están muy juntos —avisó—. La espada se os va a enredar con las ramas, mi señor. Es mejor llevar un cuchillo.
—Cuando necesite consejos, los pediré —replicó el joven señor—. Tú quédate aquí, Gared, vigila los caballos.
—Nos hará falta una hoguera. —Gared desmontó—. Yo me encargo.
—¿Eres completamente idiota, viejo? Si hay enemigos al acecho en este bosque, lo que menos falta nos hace es una hoguera.
—El fuego mantendría alejados a algunos enemigos —señaló Gared—. Osos, lobos huargo y… y otras cosas.
—Nada de hogueras. —Ser Waymar apretó los labios.
La capucha de Gared le ensombrecía el rostro, pero Will advirtió que tenía un brillo duro en los ojos al mirar al caballero. Durante un momento temió que el anciano fuera a desenvainar la espada. Era un arma corta y fea, con la empuñadura descolorida por el sudor y melladuras en la hoja tras muchos años de uso frecuente, pero Will no habría apostado nada por la vida del joven señor si Gared llegaba a esgrimirla.
—Nada de hogueras —murmuró Gared entre dientes bajando la vista.
Royce lo consideró un acatamiento y se dio media vuelta.
—Guíame —dijo a Will.
Will se abrió camino por un bosquecillo y ascendió por la ladera hasta el pequeño risco donde podía ocupar una posición ventajosa junto al árbol centinela. Bajo la capa fina de nieve, el terreno estaba húmedo y fangoso, resbaladizo, plagado de piedras y raíces ocultas con las que cualquiera podía tropezar. Will no hacía el menor ruido al avanzar. A su espalda, oía el suave tintineo de la cota de malla del joven señor, el crujir de las hojas y maldiciones entre dientes cada vez que la espada se le enredaba con las ramas y se le enganchaba la espléndida capa de marta.
El enorme centinela estaba justo en la cima del risco, donde Will recordaba, las ramas más bajas a menos de medio metro del suelo. Will se tendió de bruces sobre la nieve y el lodo, y se deslizó bajo ellas para espiar el claro desierto de abajo.
El corazón le dio un vuelco. Durante un instante no se atrevió ni a respirar. La luz de la luna iluminaba el claro, las cenizas de la hoguera, la tienda cubierta de nieve, la gran roca y el arroyuelo casi congelado. Todo estaba igual que unas horas antes.
Habían desaparecido. Todos los cadáveres habían desaparecido.
—¡Dioses! —oyó a su espalda. Ser Waymar Royce acababa de cortar una rama con la espada. Se encontraba junto al centinela, con el arma todavía empuñada y la capa ondeando al viento; las estrellas iluminaban el noble perfil que cualquiera podía ver.
—¡Agachaos! —susurró Will, apremiante—. Algo va mal.
Royce no se movió. Contempló el claro desierto al pie del risco, y dejó escapar una carcajada.
—Por lo visto tus cadáveres han levantado el campamento.
Will se había quedado mudo. Las palabras no le venían a la mente. Aquello era imposible. Recorrió una y otra vez el campamento con la mirada. Un hacha de combate enorme, de doble filo, seguía tirada donde la había visto la vez anterior. Un arma de gran valor…
—Ponte de pie, Will —ordenó Ser Waymar—. Ahí no hay nadie. No te quiero ver escondiéndote bajo un arbusto. —Will obedeció de mala gana. Ser Waymar lo miró con desaprobación—. No pienso fracasar en mi primera expedición y ser el hazmerreír del Castillo Negro. Encontraremos a esos hombres cueste lo que cueste. —Miró a su alrededor—. Sube a ese árbol. Venga, deprisa. A ver si divisas una hoguera.
Will se dio media vuelta sin decir nada. Era inútil discutir. El viento soplaba y se le clavaba en los huesos. Llegó junto al árbol, el centinela gris verdoso, y empezó a trepar. Ya tenía las manos pegajosas de savia antes de desaparecer entre las agujas. El miedo le atenazaba las entrañas como una comida mal digerida. Susurró una plegaria a los dioses sin nombre del bosque y sacó una daga de la vaina. Se la puso entre los dientes para seguir trepando con las dos manos. El sabor del hierro frío le proporcionó cierto consuelo.
De pronto, oyó la voz del joven señor al pie del árbol.
—¿Quién anda ahí?
Will detectó cierta inseguridad pese al tono desafiante. Se detuvo. Escuchó. Miró.
Los bosques le dieron la respuesta: el rumor de las hojas, el gélido discurrir del arroyo, el ulular lejano de un búho de las nieves…
Los Otros no hacían ruido.
Will divisó un movimiento por el rabillo del ojo. Unas sombras claras se deslizaban entre los árboles. Giró la cabeza y vio otra sombra blanca en la oscuridad. Desapareció al instante. El viento agitaba suavemente las ramas y hacía que se arañaran unas a otras con dedos de madera. Will tomó aliento para lanzar un grito de advertencia, pero las palabras se le congelaron en la garganta. Quizá estuviera equivocado. Quizá había sido sólo un pájaro, un reflejo sobre la nieve, un espejismo de la luz de la luna. Al fin y al cabo, ¿qué había visto?